por Ricardo Lusso
La
esperanza es la supuesta sabiduría de conservar la calma, esa que destruye al
ser humano.
El
entorno de la noche se vuelve relajado y silencioso en los barrios del conurbano
los domingos. Se oye todo, aunque nadie quiera hacerlo. Peleas, risas, jadeos,
gatos maullar, perros ladrar, niños que corren y lloran. La intimidad es un
deseo incumplido. Es el precio que se paga por el alquiler barato o tanta
modernidad.
El
menor movimiento es audible hasta para el que tenga dificultades auditivas.
Sin
esmero, por ejemplo, se puede oír
aspirar a tu vecino en el patio contiguo. Primero una fosa nasal,
después la otra.
Su
mujer no cesa de hablar; hablar y hablar desde la habitación. Aunque parece que
su voz se va perdiendo de a poco. Seguramente no hable más porque está dormida.
El
vecino está solo sentado en el patio junto al tendedero lleno de ropas viejas,
todavía sin secar. Las lluvias veraniegas son recurrentes.
Observa
detenidamente y ve humanos colgados de la soga débil, inmóviles. Son rostros comunes.
Las siluetas le son familiares a su cabeza torturada.
Julián,
así se llama, contempla los rostros de sus jefes y supervisores que no paran de
dar indicaciones y órdenes.
−No
puede ser… Hasta acá me persiguen− piensa, meneando la cabeza con furia.
Mientras
esas voces le hablan desde el patio se levanta de la silla, pasa por la cocina
llena de cacharros sucios. Detiene su paso unos instantes, y sigue sin hacer
escala en el baño, directo a la habitación. Sólo quiere descansar.
Recostada
en la cama, mirando a la pared, yace su pareja. Que ahora no habla. Aunque cree
oír: Te dije que al nene le falta… Toca el hombro de ella con el índice
derecho. Se asegura. Ella está dormida.
Julián
trata de recordar si es esa mujer la que dijo alguna vez: ¿Te quedás, amor…? Y
su memoria no retuvo cuándo se quedó. Ni cómo apareció ahí. Se rasca la cabeza
y pasa la mano por su rostro. Con el dedo
índice y pulgar aprieta su labio inferior. Sin darse cuenta lo estira
hasta sentir dolor. Se queda parado, inmóvil, un buen rato contemplando la espalda de su
mujer semidesnuda. Al tiempo que ve la cuna y se pregunta: ¿Qué hace ese niño
ahí?
Se
sienta en el borde de la cama, agarra su cabeza con las dos manos, los codos
sobre las rodillas. Todo el cuerpo le duele.
A
lo lejos, escucha el camión recolector
de la basura, el ruido del motor y la pala mecánica no dan lugar a confusión.
Los
señores de la basura anuncian que ya es tarde: ¡daleee! Se escucha después de
cada frenada frente a los cestos con desperdicios.
−¡Daleeee!
Y no paran hasta que se pierden a lo lejos, o quizá no tanto. En la otra
cuadra. Pero ya es tarde, su suerte está sellada.
A
Julián le duele cada articulación, cada músculo. Sigue sentado al costado de la
cama, respira lentamente, todo da vueltas en la habitación, no tiene ganas de
orinar o bañarse. La respiración de su pareja lo perturba. El niño está
dormido. Algo lo atormenta, recuerda que debió sacar la basura. Se lamenta,
enfurece. Pero sigue inmóvil.
Los
ruidos y esas ideas no paran en su cabeza. No puede dejar esa furia de lado.
Quiere, pero no puede. A veces quisiera ser un hombre de fe y tener esperanza.
−¿Cerré
la puerta del pasillo… y la de la cocina? −se pregunta.
−El
olor atraerá a los bichos– piensa, y traga saliva al tiempo que siente que las
gotitas de sudor caen desde su frente para perderse en el piso, no sin antes
recorrer su adormecida nariz.
De
pronto, esa creencia se hace realidad. Oye transitar un enjambre de insectos
por toda la casa. Cada “pasito” de muchos pasitos sobre la pintura de cal gastada
por los años, lo torturan, retumban en su cabeza.
Quisiera
agarrar el insecticida nuevamente, como hizo la otra noche a las dos de la
madrugada y fumigar. Descargar por completo el contenido del aerosol con
insecticida: debajo de la cama; debajo de la cocina; detrás del inodoro; en la
otra habitación; en las alacenas; en los
placares; en la rajadura del techo; sabe que anidan ahí. Los observó salir
varias veces de sus guaridas. Siente el olor a excremento que brota de las
paredes, de los macos de las puertas y las ventanas, por todos lados. Los
quiere asesinar, como hizo la otra noche, una a una iban cayendo a sus pies.
Quiere que desaparezcan. Tiene la esperanza que lo logrará algún día aunque sea
una guerra desigual. Vencerá.
−Se
deben estar comiendo los desperdicios− piensa con bronca.
Su
cuerpo no lo deja moverse. A lo lejos, saludándolo, ve un grupo de aquellos
insectos. Con sus antenitas lo señalan y dicen:
−Tenemos
todo bajo control. No te preocupes.
A
Julián, una rabia incontenible lo invade.
Su cuerpo no responde.
Un
mosquito le zumba al oído. Un sonido que se vuelve ensordecedor.
Quiere
atraparlo pero sigue ahí, es intermitente el sonido, se ilusiona. Pero vuelve y
se acostumbra.
−Aburre
tanta persistencia− dice Julián con desánimo.
Julián
no siente el pinchazo del mosquito sobre la parte superior de su mano
penetrando la piel de su presa hasta saciar el hambre.
Mira
a su hijo de reojo, que duerme en la cuna contigua a su cama, lo ve respirar
plácidamente con movimientos suaves. Se alegra, sonríe, sin mover sus pómulos y
labios.
−También
sueño. Como vos, papá. Creyó oír al niño, y una pequeña parte de él se
reconforta.
Aquella
noche parecía la última noche. Los latidos de su corazón iban apagándose en su
cabeza. Hasta que no los oyó más. La última exhalación lo hizo olvidar el mal
trance.
A
la mañana siguiente despertó tumbado sobre la cama. El llanto del bebé pidiendo de comer a su
madre lo sobresaltó. Desde la cocina escucha a su compañera: −¡Uhhh! la basura, la basura… ¿no sacaste la basura?
Si te dije anoche… Es un desastre este olor, una mugre, hasta esta noche no
pasan los de la basura…− se lamente ella.
Es
lunes. Julián pasa al baño apresurado, dando tumbos, mareado. Quiere lavarse
los dientes, la cara y prepararse para salir al trabajo.
Mira
el reloj: Y ya es tarde, dice. Sabe que no podrá desayunar.
Julián
se promete que aquella noche sacará la basura. Pero, será inevitable oírlo sentado en la silla del
patio aspirando. Una fosa primero y otra fosa nasal después.
Esperando,
en silencio, aquello que nunca llega.