por Alejandro Guerrero
No es novedoso: la pena de muerte está instaurada en la
Argentina sin siquiera juicio previo. Basta que un Luis Chocobar decida
aplicarla en el momento en que se le ocurra y al día siguiente recibirá honores
oficiales y será recibido por el Presidente, mientras se pide juicio político
al juez que, correctamente, lo procesó por homicidio agravado, por asesinar por
la espalda a un joven desarmado. Casi simultáneamente, el asesor Durán Barba
desafía a organizar un plebiscito para comprobar que, según él, “un 60 por
ciento de la población está en favor de la pena de muerte”; esto es, de que la
“doctrina Chocobar”, impuesta desde el ministerio de Patricia Bullrich, pueda
ejecutarse con plena legalidad y el Estado pueda asesinar con firma y sello.
Sin llegar a un extremo tan explícito, lo propio ha hecho el jefe de Gabinete,
Marcos Peña. Las protestas de algún periodista amigo del oficialismo, como
Nelson Castro, indica la oposición de un sector de la burguesía a concederle al gobierno semejantes poderes,
pero por el momento parece imponerse la línea de los “halcones”. Por supuesto,
todo dependerá ahora de la línea de resistencia popular que encuentre esta
criminalidad, pero ése es, por el momento, un punto aparte.
Se trata, ante todo, de una tendencia internacional y
particularmente latinoamericana el traspaso de gobiernos de “contención”, por
llamarlos de alguna manera, fracasados estrepitosamente, a gobiernos de choque, de enfrentamiento
directo con el movimiento de masas. Hacen frente, claro está, a problemas
severos: en principio, son herederos también del fracaso de los “contenedores”,
de cuyas entrañas han salido, en muchos casos, ellos mismos (el golpista Michel
Temer en Brasil, ex vicepresidente de Dilma Rousseff; o el “Scioli”
ecuatoriano, Lenín Moreno, otrora ladero de Rafael Correa, a quien ahora ha
mandado al exilio). Macri volvió de Europa muy aplaudido pero sin un euro
partido al medio, y la crisis inglesa (por tanto europea) lo deja sin el
oxígeno esperado. Por tanto, ha tenido que robarse 100.000 millones de pesos de
los jubilados y con otros 65.000, también de la Anses, armar una suerte de
fideicomiso mientras espera una dificultosa reforma laboral. Y el saqueo
dispuesto por sus DNU todavía no ha empezado. He ahí la base económica que lo
obliga a gobernar sentado sobre la punta de las bayonetas, posición incómoda si
las hay. Pero volvamos a los “protocolos” represivos.
Chocobar es apenas un símbolo: el símbolo de la policía que
necesita el Estado argentino y de la situación a la que les resulta preciso
someter a la juventud de los barrios. La madre del chico asesinado –un muchacho ladrón− declaró que muchísimas veces
pidió ayuda para su hijo en centros asistenciales y siempre le fue negada. Le
fue negada porque necesitaban matarlo, no ayudarlo.
Esta política cumple una doble función: el sometimiento por
el terror y el respaldo a una policía
que desde hace mucho es el primer y principal origen de la criminalidad.
Narcotráfico, redes de trata, juego clandestino, zonas liberadas para el
crimen, desarmaderos de autos robados, piratería del asfalto; en fin, casi no
hay rubro del Código Penal al que esta gente se mantenga ajena.
Por otra parte, la corrupción policial lo es en mínima
parte: la mayor parte del dinero de las “cajas negras” de la policía “sube”
hacia punteros políticos, intendentes y más arriba aún. Es lo que tantas veces
se llamó el “financiamiento mafioso” de la política. Se trata de un Estado y de
un régimen corrompidos hasta la médula.
Estamos a ojos vista ante un giro represivo particularmente
fuerte del gobierno. Lo sucedido en la Escuela de Cadetes de La Rioja es un
síntoma atroz. Ese entrenamiento, explícitamente criminal –recuérdese que el gobernador,
Sergio Casas, pertenece al Frente para la Victoria, de modo que se trata de una
política de Estado y ya no de un gobierno− apunta a formar criminales, bestias, no policías capaces de prevenir, contener y aun reprimir
el delito, cosa que, por otra parte, resultaría imposible. El gobernador Casas
ya había recibido denuncias sobre el trato a los cadetes en esa escuela y en la
de Chilecito. Ellos se aprovechan de la desesperación que produce en una franja
de la juventud la falta de trabajo, el trabajo en negro, la marginalidad, cosas
que llevan a la parte más atrasada de los jóvenes a ponerse en manos de una
organización de asesinos. Obsérvese hasta qué punto sigue vigente la antigua
consigna de la Comuna de París: “Luchamos para que nuestras mujeres no tengan
que ser prostitutas, y para que nuestros hombres no tengan que ser policías”.
Y si se va un poco más lejos, puede consignarse la tragedia –o el crimen− sufrido por el submarino ARA, del que nadie pudo aclarar
hasta ahora si la prohibición de dirigirse a puerto seguro y, en cambio, la
orden de mantener el rumbo que lo condujo al desastre no obedeció a las
maniobras conjuntas con las Armadas de Estados Unidos y Chile, además de la
inglesa (cosa que por vergüenza callan o dicen a media voz), y con la presencia
de fuerzas norteamericanas en la Patagonia y en el norte del país.
Por eso, por ejemplo, pretenden destruir el INTI: para
desguazarlo y entregar sus partes rentables a pulpos extranjeros privados; esto
es, para desenvolver nuevos negociados y entregar el trabajo argentino de
garantía para incrementar aún más un endeudamiento (100.000 millones de dólares
en dos años) que de todos modos ya no llega porque la crisis mundial revirtió
la tendencia de conseguir dinero barato en mercados internacionales y
reinvertirlo aquí a tasas de usura.
El capitalismo en el mundo tiende a la quiebra, y ramas
enteras ya están quebradas. Por eso la militarización: para asegurar por la
fuerza que la quiebra la levanten los trabajadores.
Resulta preciso, en materia de seguridad, empezar por lo que
se tiene más a mano. Chocobar y La Rioja, entre tantos otros casos, muestran la
necesidad de que ese centro organizador del crimen que es la policía sea
desmembrado, que quede sometido al control de organismos defensores de las
libertades públicas, de organizaciones barriales y sindicales, de asambleas
vecinales que tomen en sus manos los libros de guardia y, en definitiva, el
poder de policía.