miércoles, 14 de febrero de 2018

La “doctrina Chocobar” nos deja en manos de una organización criminal




por Alejandro Guerrero



No es novedoso: la pena de muerte está instaurada en la Argentina sin siquiera juicio previo. Basta que un Luis Chocobar decida aplicarla en el momento en que se le ocurra y al día siguiente recibirá honores oficiales y será recibido por el Presidente, mientras se pide juicio político al juez que, correctamente, lo procesó por homicidio agravado, por asesinar por la espalda a un joven desarmado. Casi simultáneamente, el asesor Durán Barba desafía a organizar un plebiscito para comprobar que, según él, “un 60 por ciento de la población está en favor de la pena de muerte”; esto es, de que la “doctrina Chocobar”, impuesta desde el ministerio de Patricia Bullrich, pueda ejecutarse con plena legalidad y el Estado pueda asesinar con firma y sello. Sin llegar a un extremo tan explícito, lo propio ha hecho el jefe de Gabinete, Marcos Peña. Las protestas de algún periodista amigo del oficialismo, como Nelson Castro, indica la oposición de un sector de la burguesía  a concederle al gobierno semejantes poderes, pero por el momento parece imponerse la línea de los “halcones”. Por supuesto, todo dependerá ahora de la línea de resistencia popular que encuentre esta criminalidad, pero ése es, por el momento, un punto aparte.
Se trata, ante todo, de una tendencia internacional y particularmente latinoamericana el traspaso de gobiernos de “contención”, por llamarlos de alguna manera, fracasados estrepitosamente,  a gobiernos de choque, de enfrentamiento directo con el movimiento de masas. Hacen frente, claro está, a problemas severos: en principio, son herederos también del fracaso de los “contenedores”, de cuyas entrañas han salido, en muchos casos, ellos mismos (el golpista Michel Temer en Brasil, ex vicepresidente de Dilma Rousseff; o el “Scioli” ecuatoriano, Lenín Moreno, otrora ladero de Rafael Correa, a quien ahora ha mandado al exilio). Macri volvió de Europa muy aplaudido pero sin un euro partido al medio, y la crisis inglesa (por tanto europea) lo deja sin el oxígeno esperado. Por tanto, ha tenido que robarse 100.000 millones de pesos de los jubilados y con otros 65.000, también de la Anses, armar una suerte de fideicomiso mientras espera una dificultosa reforma laboral. Y el saqueo dispuesto por sus DNU todavía no ha empezado. He ahí la base económica que lo obliga a gobernar sentado sobre la punta de las bayonetas, posición incómoda si las hay. Pero volvamos a los “protocolos” represivos.
Chocobar es apenas un símbolo: el símbolo de la policía que necesita el Estado argentino y de la situación a la que les resulta preciso someter a la juventud de los barrios. La madre del chico asesinado –un muchacho ladrón− declaró que muchísimas veces pidió ayuda para su hijo en centros asistenciales y siempre le fue negada. Le fue negada porque necesitaban matarlo, no ayudarlo.
Esta política cumple una doble función: el sometimiento por el terror y el respaldo a una policía  que desde hace mucho es el primer y principal origen de la criminalidad. Narcotráfico, redes de trata, juego clandestino, zonas liberadas para el crimen, desarmaderos de autos robados, piratería del asfalto; en fin, casi no hay rubro del Código Penal al que esta gente se mantenga ajena.
Por otra parte, la corrupción policial lo es en mínima parte: la mayor parte del dinero de las “cajas negras” de la policía “sube” hacia punteros políticos, intendentes y más arriba aún. Es lo que tantas veces se llamó el “financiamiento mafioso” de la política. Se trata de un Estado y de un régimen corrompidos hasta la médula.
Estamos a ojos vista ante un giro represivo particularmente fuerte del gobierno. Lo sucedido en la Escuela de Cadetes de La Rioja es un síntoma atroz. Ese entrenamiento, explícitamente criminal –recuérdese que el gobernador, Sergio Casas, pertenece al Frente para la Victoria, de modo que se trata de una política de Estado y ya no de un gobierno− apunta a formar criminales, bestias, no policías  capaces de prevenir, contener y aun reprimir el delito, cosa que, por otra parte, resultaría imposible. El gobernador Casas ya había recibido denuncias sobre el trato a los cadetes en esa escuela y en la de Chilecito. Ellos se aprovechan de la desesperación que produce en una franja de la juventud la falta de trabajo, el trabajo en negro, la marginalidad, cosas que llevan a la parte más atrasada de los jóvenes a ponerse en manos de una organización de asesinos. Obsérvese hasta qué punto sigue vigente la antigua consigna de la Comuna de París: “Luchamos para que nuestras mujeres no tengan que ser prostitutas, y para que nuestros hombres no tengan que ser policías”.
Y si se va un poco más lejos, puede consignarse la tragedia –o el crimen− sufrido por el submarino ARA, del que nadie pudo aclarar hasta ahora si la prohibición de dirigirse a puerto seguro y, en cambio, la orden de mantener el rumbo que lo condujo al desastre no obedeció a las maniobras conjuntas con las Armadas de Estados Unidos y Chile, además de la inglesa (cosa que por vergüenza callan o dicen a media voz), y con la presencia de fuerzas norteamericanas en la Patagonia y en el norte del país.
Por eso, por ejemplo, pretenden destruir el INTI: para desguazarlo y entregar sus partes rentables a pulpos extranjeros privados; esto es, para desenvolver nuevos negociados y entregar el trabajo argentino de garantía para incrementar aún más un endeudamiento (100.000 millones de dólares en dos años) que de todos modos ya no llega porque la crisis mundial revirtió la tendencia de conseguir dinero barato en mercados internacionales y reinvertirlo aquí a tasas de usura.
El capitalismo en el mundo tiende a la quiebra, y ramas enteras ya están quebradas. Por eso la militarización: para asegurar por la fuerza que la quiebra la levanten los trabajadores.

Resulta preciso, en materia de seguridad, empezar por lo que se tiene más a mano. Chocobar y La Rioja, entre tantos otros casos, muestran la necesidad de que ese centro organizador del crimen que es la policía sea desmembrado, que quede sometido al control de organismos defensores de las libertades públicas, de organizaciones barriales y sindicales, de asambleas vecinales que tomen en sus manos los libros de guardia y, en definitiva, el poder de policía.