Por Alejandro Guerrero
“¡Hiju’na’gran puta, al fin te dejarás de joder!”, gritó un
hombre que miraba, desde las cercanías del Congreso donde había sido velado, pasar
el féretro que transportaba el cadáver de Domingo Faustino Sarmiento, recién
traído desde el lugar de su muerte, Asunción del Paraguay. El hombre se equivocaba:
aquel “cuyano alborotador”, como lo llamó José Ignacio García Hamilton, no se deja
de joder hasta el día de hoy; por el contrario, es aún uno de los hombres más
polémicos de la historia nacional.
Este 130° aniversario de su muerte (11 de setiembre de 1888)
resulta especial en uno de los aspectos clave de la vida política de Sarmiento:
su libro “Educación popular” (seguramente el menos publicado y menos conocido),
propulsor del I Congreso Pedagógico de 1882 y de la ley 1420 —redactada en gran
parte por el propio Sarmiento— de educación pública, laica, gratuita y
obligatoria, es destruido en sus principios por la derecha liberal (que de
liberal no tiene nada) que hoy gobierna la Argentina y transforma en ruinas los
principios educacionales de quienes se propusieron la utopía de construir una
Argentina capitalista pujante y poderosa.
“¡Cuántas industrias podría mover toda esta energía!”, exclamó
Sarmiento cuando vio por primera vez las cataratas del Niágara. Lejos de
conmoverse por una belleza natural, Sarmiento mostraba entonces su obsesión
industrializadora, la herencia de la Revolución Francesa (sobre todo de Nicolás
Condorcet, opuesto a toda educación dogmática, elitista y religiosa) y del
proceso independentista norteamericano (en especial del educador y artista
Horace Mann). He ahí su punto de coincidencia con Juan Bautista Alberdi, con
quien tuvo discusiones y contradichos durísimos por la cuestión patagónica y la
guerra del Paraguay.
En verdad, la cuestión educacional había sido una
preocupación desde los primeros gobiernos nacionales posteriores a la llamada
“organización nacional”. En principio por el de Bartolomé Mitre (1862-1868),
pero fue a partir de la presidencia de Sarmiento (1868-1874) cuando el tema se
vinculó con un proyecto más integrado de desarrollo económico. Al asumir
Sarmiento, el analfabetismo (él ordenó el primer censo nacional) superaba el 70
por ciento. Por lo demás, al igual que Alberdi, sostenía una propuesta
diversificada de la producción, opuesta al monocultivo. Por eso llegó a llamar
a los latifundistas de su tiempo “oligarquía con olor a bosta de vaca”.
Confiaba, al mismo tiempo, en una República parecida en su desenvolvimiento a
los Estados Unidos y a las naciones más avanzadas de Europa. Fue el primero,
también, en promover la educación femenina en términos igualitarios a la de los
varones.
Esa idea de nación avanzada lo condujo a sostener una
política sencillamente brutal contra los pueblos indígenas que no aceptaran la
autoridad del gobierno nacional, y a un proceso tardío de proletarización a
palos de la población rural y de que lo que él y Julio Roca llamaban “el
espíritu de las montoneras”. En verdad, cuando Sarmiento y Roca hablan de “las
montoneras” ya no se refieren a un aplastamiento militar sino a la posibilidad
de que el ferrocarril prolongara hacia el interior al puerto de Buenos Aires,
con lo cual los antiguos caudillos federales podrían acceder, también ellos, al
mercado mundial que golpeaba a las puertas del Plata con su reclamo de carnes y
de granos.
Contra
esa realidad ineludible chocarían las ideas de Sarmiento: la economía
internacional creaba a la clase terrateniente argentina y, con ella, a una
industria subsidiaria de la producción pastoril.
En definitiva, el fracaso de Sarmiento es el de los intentos
de transformar a la Argentina en un país industrial de avanzada. La mascarada
trágica, el carnaval fúnebre que es el gobierno de Macri —supuestamente
“liberal”, continuador de aquellas ideas— se arrodilla ante el FMI (Sarmiento
era, en cambio, un obsesivo opositor al endeudamiento externo). Las ideas en
ruinas de Sarmiento tienen su expresión sanguinolenta en el crimen de la
escuela de Moreno, en los colegios en ruinas y en los niños mal alimentados que
concurren a ellas, junto a la miseria salarial de los docentes.
Una burguesía, en definitiva, sin ninguna gloria, sin ningún
loor, y mucho menos honra. Es una clase social que debe ser expulsada del poder
para que aquellas ideas de desarrollo global y armónico de la economía, y un
sistema educacional potente e integrado a ese desenvolvimiento, sean ejecutadas
por la clase obrera en el poder.