jueves, 30 de noviembre de 2017

ARA San Juan: un crimen de Estado y una crisis política



por Alejandro Guerrero



Lo que ahora empieza a conocerse de la masacre del submarino ARA San Juan es simplemente tenebroso. Se sabe, por ejemplo, que la batería estallada tenía problemas desde la botadura de la nave en 1985, y que el martes 14, un día antes del desastre, el capitán Pedro Fernández había informado que tenía “un cortocircuito en la batería 3” (Infobae, 29/11), la misma del viejo problema, porque le entraba agua por el snorkel (el snorkel es un dispositivo que permite operar con motores diésel y tomar aire de superficie, pero para eso se debe navegar a profundidad de periscopio: no más de 20 metros). A las 6 de la mañana del miércoles 15, Fernández pidió que se le permitiera cambiar de rumbo porque estaba a 300 kilómetros en línea recta del golfo San Jorge y podía llegar a tierra. Se lo negaron y le ratificaron la orden de dirigirse a Mar del Plata ¿Por qué? A las 7.30 el submarino tuvo su última comunicación con tierra. Desde ese momento está tragado por el océano.
Mientras esto sucedía, el jefe de la Armada, almirante Marcelo Srur, estaba en Montevideo, donde recibía una condecoración por los 200 años de la creación de la marina de guerra uruguaya. No tenía ni noticias de que había un submarino desaparecido. Peor aún: recién al día siguiente, el jueves 16, el ministro de Defensa, Oscar Aguad, se enteró por los diarios. Nadie le había informado nada y, por supuesto, nadie buscaba al ARA San Juan.
Hasta ese momento sólo se trataba de negligencia criminal, pero todo es peor, mucho peor.
Perdida otra posibilidad de comunicación, para trasmitir por vía satelital el submarino debía mantenerse en ese nivel de profundidad pero le resultó imposible porque el Atlántico se encontraba “en condiciones 5/6” (ídem), lo implica olas de entre seis y ocho metros. Golpeado por el oleaje, el San Juan se vio obligado a sumergirse, de modo que ya no podía impulsarse por diésel y con la mitad de las baterías inutilizadas. A las 10.30 se produjo la implosión, detectada por unidades internacionales de control de explosiones nucleares. La catástrofe se había consumado. La crisis no hacía más que empezar.

¿Descontrol?

La Nación (Daniel  Galllo, 29/11) habla de “hundimiento descontrolado” y del debate y la crisis política que ha producido este desastre.
La nota tiene un mérito indudable: aún desde un ángulo reaccionario, sitúa el problema en su contexto político, en el nuevo papel que pretende asignarse a las Fuerzas Armadas y a hipótesis de conflicto interno. Habría que añadir, cosa que el articulista no hace, la entrega de la Patagonia a pulpos internacionales como Lewis y Benetton, comenzada durante el gobierno K y extendida ahora por el de Macri. La presencia allí, ahora, de fuerzas militares extranjeras de ocupación va más allá, sin embargo, de la simple protección a los intereses de esos monopolios usurpadores.
Como se sabe, el gobierno pidió y obtuvo autorización senatorial para el ingreso en territorio argentino de tropas y navíos de los Estados Unidos y Chile para desarrollar 22 maniobras militares en el próximo año. Sería una ingenuidad suponer que no toman parte en esas acciones unidades del Reino Unido, país que, como se sabe aunque se recuerda poco, ha instalado en las islas Malvinas la base de armamento nuclear más grande del mundo. Esto se hace mientras, poco tiempo atrás, en el Mar de la China naves y aviones de ese país han efectuado, junto con fuerzas militares rusas, las maniobras más grandes de la historia. La crisis internacional muestra su tendencia a la guerra y el gobierno macrista pretende mostrar a las claras de qué lado quiere ponerse, sin estropear al mismo tiempo sus negocios y negociados con China (nada hiede más que el mundo de la diplomacia imperialista y de sus sirvientes).
Ese “nuevo papel” de las Fuerzas Armadas argentinas fue marcado sin lugar para las dudas por el gobierno de los Kirchner, primero con la invasión a Haití (allí tropas argentinas de ocupación cumplen desde hace mucho el papel de policía interna, todo un entrenamiento para lo que se quiere que hagan acá), y luego con la firma de los dos convenios de “lucha antiterrorista” con el gobierno norteamericano. Macri sigue esa línea, la amplía y la empeora.
No debe olvidarse, en este punto, que la reforma laboral y previsional que intenta aplicar el gobierno abre toda una hipótesis de conflicto interno: basta ver las multitudinarias movilizaciones que se han producido contra el pacto del oficialismo con la burocracia patronal de la CGT, y sobre todo el estado deliberativo que se desenvuelve en cada lugar de trabajo, para entender que el ideal de la Casa Rosada sería algo parecido al “Libro Blanco” firmado por el Perú en 2005, que autoriza al gobierno de ese país a convocar en su ayuda a tropas extranjeras ante la presencia de grupos que promuevan “la violencia social”, un marbete que puede aplicarse a cualquier organismo que quiera luchar.
En todo ese cambio que se pretende para las Fuerzas Armadas se incluyen maniobras como las que se desarrollan en estos días, y son tan lacayos, tan hasta sorprendentemente gurkas, que han obligado a un submarino argentino a marchar por encima de sus posibilidades técnicas para cumplir su papel de mucamos logístico de las fuerzas extranjeras de ocupación. Esa transformación policial de las Fuerzas Armadas tiene, por cierto, sus consecuencias presupuestarias, la reducción y adaptación del presupuesto y un re-armamentismo acorde con esa función lacayuna. Por eso, inconfundiblemente, la muerte de los 44 marinos argentinos del ARA San Juan es un crimen de Estado y ha producido, lógicamente, la indignación de sus familiares y, seguramente, un estado deliberativo en voz baja dentro de las propias fuerzas. Es de esperar que esas voces aumenten su volumen y se dejen oír.
Estas Fuerzas Armadas son del todo inútiles: no están preparadas para atacar fronteras ajenas ni para defender las propias. Están condenadas irremediablemente a cumplir el papel de sirvientes de sus amos extranjeros, del imperialismo que oprime al país. Son fuerzas profundamente antinacionales. Los suboficiales y jóvenes oficiales que han ingresado en ellas con el propósito de “servir a la patria” pueden ver ahora, con toda claridad, que los mandan a matar y a morir para defender a patrones gringos, a la antipatria. Resulta preciso que se rebelen contra ese papel canallesco y se unan a la lucha de la clase obrera: sólo un gobierno de trabajadores podrá construir un ejército poderoso, capaz de llevar en la punta de sus fusiles y sus cañones la estrategia de los Estados Unidos Socialistas de América Latina.

miércoles, 22 de noviembre de 2017

Submarino perdido y tropas yanquis en territorio argentino




por Alejandro Guerrero



Lo primero que viene a la imaginación es la muerte horrorosa, la sensación del sepulcro en vida bajo un abismo de agua, la de esa agonía indecible de 43 hombres y una mujer a bordo del submarino ARA San Juan cuando la esperanza de encontrar con vida a esa gente parece diluirse porque hasta buques y aviones de búsqueda de alta tecnología, pertenecientes a fuerzas militares de las más avanzadas del mundo –Estados Unidos y Gran Bretaña, por ejemplo− no logran dar con ellos.
Por eso resulta necesario un esfuerzo muy especial para abstraerse de esa pesadilla aplastante y empezar con preguntas indispensables ¿qué pasó y por qué?
En ese punto, se hace obligatorio recordar que el Senado dio media sanción a un pedido del gobierno que estuvo en práctica aún antes de que lo aprobara Diputados: el ingreso de tropas norteamericanas de tierra en territorio argentino y de naves de guerra de ese país en nuestro mar territorial, junto con fuerzas chilenas, para desarrollar maniobras militares de alta especialización. No es novedoso: sólo una versión ampliada de una autorización parecida que les dio el gobierno kirchnerista en 2014 –cuando el genocida César Milani era jefe del Ejército− para operar en tierra y mar argentinos.
En lo que constituye casi un símbolo, el último contacto con el ARA San Juan se tuvo en el golfo San Jorge, a la altura del Chubut, donde desembarcaron los marines norteamericanos. Se trata, conviene recordar, de la provincia donde Gendarmería secuestró y asesinó a Santiago Maldonado para proteger las tierras usurpadas por pulpos como Benetton y otros por el estilo. Por eso resulta lógico pensar que el ARA San Juan era parte de esas maniobras o se dirigía a tomar parte de ellas. Sólo se ha informado que la nave se dirigía a Mar del Plata, donde tiene su apostadero habitual, pero no está clara su procedencia, de modo que puede inducirse que tomaba parte de alguna de las 22 maniobras previstas para este año y el próximo con las fuerzas extranjeras.
El submarino perdido es un TR-1700 construido para la Armada argentina en 1985 en Alemania. Aunque es una de las pocas naves de la ARA posteriores a la II Guerra Mundial, se trata de una antigüedad que no tiene incorporada tecnología de punta, salvo la posibilidad de inflar tanques y emerger como un globo en caso de emergencia. No lo ha hecho.
De 66 metros de eslora y 7,50 metros de manga, es una lata asfixiante en la cual la tripulación apenas puede moverse. Está preparado, según sus constructores, para atacar fuerzas de superficie, a otros submarinos, a tráfico mercante y para efectuar operaciones de minado.
El gobierno, cuando hizo autorizar por el Senado las maniobras con los yanquis, indicó que se harían, además, “ejercicios avanzados de guerra antisubmarina”. Armatostes de tecnología atrasada como el ARA San Juan sólo pueden ser una suerte de mucamos logísticos de la Armada norteamericana. Y cuidado, porque esas prácticas incluirán “guerra antiaérea, guerra litoral y operaciones de interceptación y captura de buques mercantes para el control y prevención de ilícitos…” Es decir, actividad militar interna.
El objetivo de esas operaciones es tan difuso que le da una amplitud ilimitada: dice ser un entrenamiento para hacer frente a “nuevas amenazas”. Incluso el gobierno uruguayo ha protestado por la “omisión maliciosa” de las verdaderas hipótesis de conflicto de los ejercicios conjuntos. Por ejemplo, una de las operaciones previstas, llamada “Team Work South”, incluirá a soldados chilenos para entrenarlos en el combate al “terrorismo, la piratería y el contrabando”.
Así, Macri avanza audazmente sobre los pasos del gobierno anterior en la violación explícita de la Ley de Defensa Nacional, que prohíbe a los militares tomar parte en tareas de seguridad interior. Esa ley, cierto es, siempre fue una fantochada: durante la gestión del criminal Milani, el Ejército y la Gendarmería desarrollaron tareas explícitas de espionaje a dirigentes sindicales y sociales, opositores políticos y periodistas molestos en el denominado “Proyecto X”.
Corresponde responder a esto con una fuerte movilización, que no se detenga hasta que no quede en el país un solo militar extranjero. Es de interés primordial, porque el objetivo de esos ejercicios no puede ser otro que imponer en toda Latinoamérica el “Libro Blanco”, aprobado por el Perú en 2005, que permite convocar a militares locales y extranjeros al combate contra “amenazas internas”, como, por ejemplo, la presencia de “grupos terroristas y subversivos” o “grupos radicales que promueven la violencia social y desbordes populares”.
Mientras tanto, la hermana del oficial Javier Gallardo, un submarinista de la nave perdida, denunció por Radio Brisas, de Mar del Plata, que las autoridades de la Armada ni siquiera se comunicaron con su familia y sólo les dicen que “están buscando”. Algo ocultan.
Los suboficiales y los oficiales jóvenes de las Fuerzas Armadas están obligados a reflexionar sobre el papel que les obligan a cumplir, el modo en que les hacen servir y los transforman a ellos mismos en fuerzas de ocupación. Ahora, 44 marinos argentinos son víctimas de esta política de entrega y sumisión, de represión al pueblo trabajador argentino, a los pueblos originarios, en defensa de los invasores, de los usurpadores imperialistas.

martes, 21 de noviembre de 2017

Murió Charles Manson



Su vida fue un viaje a los umbrales de lo más atroz de un mundo en derrumbe






por Alejandro Guerrero



¡cuidado!
porque aquí llega
cuando llego abajo vuelvo a subirme al tobogán
ahí me paro, me giro y me tiro
hasta que llego abajo y te vuelvo a ver

dime ¿no quieres que te lo haga?
bajo rápido pero no dejes que te rompa
dime, dime, dime la respuesta
quizá seas una amante pero no sabes bailar
¡cuidado!
descontrol
descontrol
descontrol
¡cuidado!
descontrol

mira que rápido baja
sí, muy rápido, sí, muy rápido

¡tengo ampollas en los dedos!

Helter Skelter

Paul McCartney




Nació en noviembre de 1934, hijo de una prostituta adolescente (algunos dicen que alcohólica; puede ser, pero sobre la infancia de Charles Manson las leyendas contaminan la historia a cada paso) que lo abandonó de bebé (es una certeza) y lo rechazó de niño cuando él la buscó después de huir de una de esas jaulas que son las “escuelas” para chicos como él (es otra certeza, lo contó ella misma después de los crímenes cometidos por su hijo biológico, de modo que lo abandonó por tercera vez como seguramente habían hecho con ella).
Tuvo su primera condena por robo  a sus 8 años de edad. Luego conoció reformatorios, fue violador, proxeneta, traficante, siempre ladrón. Una historia infantil y adolescente similar, por ejemplo, a la del ex campeón mundial de los pesados Archie Moore, sólo que Moore terminó sus días como un pacífico anciano que había invertido todo su dinero en instalar un hogar para niños abandonados, que él mismo atendía. Para aclarar un poco el asunto: historias similares no siempre generan productos parecidos.
Manson se hizo músico en la cárcel, donde un asaltante de bancos le enseñó a tocar la guitarra, y se volvió místico cuando, una vez más, quedó libre en 1967 después de haber pasado en correccionales, a sus 33 años, más de la mitad de su vida. Decía entonces que quería ser “famoso y millonario”. Nunca fue millonario, por cierto, y sólo en prisión pudo comer todos los días, pero famoso fue hasta la exageración. No deja de resultar útil el indagar por qué.
Obsesionado con los Beatles, quiso ser como ellos, así de famoso y millonario. Lo intentó. Incluso llegó a vivir un tiempo en la casa de Dennis Wilson, baterista y fundador de Beach Boys, una banda de rock pop que tuvo su influencia en el desarrollo del género. Wilson dijo de él que “parecía un buen tipo cuando lo conocí”, y que musicalmente Manson tenía “un talento potente y extraño”. Fue un fracaso, pero un par de años después un grupo de sus seguidoras se había consolidado detrás de él (“era como Cristo, tenía todas las respuestas”, dijo una de ellas) y constituido “La Familia”. Era, como tantas de la época, una secta hippie que proclamaba “paz y amor”, pero, casi súbitamente, Manson comenzó a anunciar el apocalipsis, una guerra racial que derivaría en el exterminio de la raza blanca.
Supremacista delirante, Manson decía a sus seguidores que esa guerra debía ser proclamada y acelerada; es más, que ellos mismos debían mostrar cómo comenzarla para que los negros cumplieran su cometido. Después, por ser los negros una raza inferior, Manson y los suyos, únicos blancos sobrevivientes, serían los amos del mundo. Por alguna razón que las oscuridades de su mente jamás pudieron explicar, Manson creyó encontrar una convocatoria a esa guerra en la canción Helter Skelter, de Paul McCartney, que los Beatles grabaron en su The White Album (1968). Traducida al español mayoritariamente por Descontrol, la canción hace una metáfora con los helter skelter que, en la realidad, son un juego para niños muy común en Gran Bretaña: un gran tobogán en espiral que bordea una torre cónica. Abundan en las plazas de las ciudades inglesas. (Dicho sea al pasar: en 2005, la revista musical inglesa Q incluyó a Helter Skelter entre las cien mejores composiciones para guitarra de la historia).
Por esos tiempos comenzó la carrera homicida de Manson, cuando estafó y luego asesinó a balazos a un narcotraficante negro, a quien miserablemente los medios de la época trataron de hacer pasar por militante de los Black Panters (Panteras Negras, un grupo armado que luchaba contra la opresión racial del pueblo negro en los años 60 y parte de los 70). El 8 de agosto de 1969 asesinó también a Terry Melcher, un productor musical que había rechazado varias de sus composiciones. Un crimen de venganza.
Dos días después, el 10 de agosto, “La Familia” conmocionó al mundo. Manson no fue personalmente, pero mandó a su gente (tres muchachas de entre 20 y 22 años) a la mansión que ocupaban en Beverly Hills el director de cine Roman Polanski y su esposa, la actriz Sharon Tate, por entonces de 26 años y embarazada de ocho meses (iba a dar a luz, calculaban, un par de semanas después).
Tate estaba con otras cuatro personas. Una de las atacantes, Susan Atkins, de 21 años, la apuñaló 16 veces, le vació el vientre, bebió de su sangre y también con la sangre de la actriz escribió en la pared la palabra “pigs” (cerdos). Los otros cuatro acompañantes de Tate también murieron a puñal y a balazos. Polanski había viajado a Londres.
Dicen que Manson se disgustó porque aquel crimen estuvo “lleno de ruido” y había sido “ineficaz”. Al otro día, para “mostrarles cómo se hace”, él mismo asesinó dos víctimas elegidas al azar: el empresario Leno LoBianca y su esposa. Los mató en su casa, donde también escribió “pigs” con sangre pero, esta vez, añadió “Helter Skelter” en la puerta de la residencia.
La policía, desconcertada por la desconexión entre las víctimas, estuvo meses sin saber por dónde buscar. Finalmente, una de las seguidoras de Manson que había estado en la residencia de los Polanski la noche de la masacre, Patricia Krenwinkel (22 años), fue detenida por otra cosa y se jactó en la cárcel de los crímenes cometidos. Otra presa la denunció y así cayó “La Familia”. Como otras veces, había funcionado lo que los criminalistas llaman “imprevisibilidad criminal”.
Desde ese día, Manson logró uno de sus propósitos: fue famoso como pocos. Famoso hasta hoy, al punto que grabó algún tema de él una banda fascistoide como Guns N’ Roses (tiene un tema sobre el sida, por ejemplo, que dice “los inmigrantes y los putos nos trajeron una peste de mierda”), y el cantante y artista plástico Marylin Manson tomó de él su nombre artístico (y de Marylin Monroe). El fiscal de la causa se hizo millonario al publicar un libro sobre el caso, Tarantino aún está por filmar una película sobre Manson y en estos días se encuentra en cartel, por Netflix, la serie Aquarius, dedicada también a “La Familia”.
¿Cómo se explica?
La de Manson decía ser una secta “satánica” como las que hoy proliferan en los Estados Unidos e incluso en la Argentina, donde tienen 90 mil miembros según el obispo Manuel Acuña, de la Asociación de Iglesias Luteranas de Sudamérica. Por supuesto, Acuña pide represión (deberá contenerse para no clamar por la hoguera). Si bien las sectas evangélicas ven por todas partes a los adoradores del “Señor de las Sombras”, lo cierto es que abundan quienes se proclaman cultores del “Rey Sol” o “Lucifer” (“Señor de la Luz”). Hasta han visto en logos de grandes empresas señales que indicarían devoción al “maligno”. Son cosas de tiempos de crisis, claro está, cuando se hace tentador buscar salidas en cielos o en avernos.
Manson, además, anunciaba una guerra racial, el final de una época y se preparaba para la que sobrevendría. También es típico de tiempos de crisis, y ni siquiera es tan extraña la atrocidad espectacular de sus crímenes (“la banalidad del mal”, diría Hanna Arendt). Manson no es ni aproximadamente el peor asesino serial de la historia norteamericana (cometió nueve homicidios, mientras otros han pasado el centenar): el apocalipsis social, la catástrofe que anunció convertida en acto le dio esta fama descabellada. No fueron sus crímenes por sí mismos los que produjeron semejante conmoción mundial (más allá de la fascinación morbosa que produce este tipo de asesinos) sino que, en su locura, su prédica alienada y la sangre que derramó, convertida en símbolo, se engarzó con un tiempo de  guerras, convulsiones sociales, conflictos raciales, hambrunas y terror masivo. Él, de alguna manera, obligó a la humanidad, con un empujón brutal, a asomarse a los umbrales de un abismo horroroso: rompió, con intención o sin ella, la banalidad del horror.
Durante el juicio se grabó a cuchillo una esvástica en el entrecejo. En la cárcel jugaba al ajedrez, leía la Biblia y los sábados y domingos, de 8.30 a 13.30, recibía decenas de visitantes aún deslumbrados por esa caída desde un tobogán en espiral, que él describía con incoherencias a veces inaudibles.
Este domingo 19 no recibió a nadie porque murió a sus 83 años en el hospital Mercy, de Bakersfield, California, a las 8.20 de la mañana, diez minutos antes de que empezara el horario de visitas.