Ex general panameño, derrocado
sangrientamente por una invasión militar norteamericana en 1989
por Alejandro Guerrero
El ex general y presidente de facto panameño Manuel Antonio
Noriega ha muerto.
Tenía 83 años y había pasado los últimos 30 en cárceles de
Estados Unidos, Francia y Panamá. Sólo salió de prisión para ser operado –dos veces en el mismo día− del tumor cerebral que finalmente
lo mató. El actual presidente panameño, Juan Carlos Varela, dijo en un tuit que
la muerte del ex dictador “cierra un capítulo de nuestra historia”. A su modo,
tiene razón: muere el último caudillo del nacionalismo militar que tomó el
poder en ese país centroamericano, en 1968, conducido por el entonces coronel
Omar Torrijos, a quien entonces la izquierda latinoamericana siguió más o menos
como un cuarto de siglo después seguiría a Hugo Chávez.
Y, si bien las comparaciones históricas son siempre
arbitrarias, un punto en común tenía Noriega con Nicolás Maduro: fue el
exponente de la última degradación y descomposición de aquel nacionalismo. En
momentos políticos muy distintos, con personalidades diferentes y con un final
también disímil.
El nacionalista Torrijos firmó en 1977 un acuerdo con el
gobierno norteamericano de James Carter por el cual se traspasaba a Panamá,
gradualmente, el control del Canal interoceánico, que hasta entonces era en los
hechos territorio yanqui. Washington se comprometía a retirar sus bases
militares y todos sus soldados –cosa
que cumplió−, pero un tratado
complementario le daba el derecho de intervenir militarmente si la seguridad o
la operatividad del Canal se veían comprometidas. Esa cláusula dio una excusa
al gobierno de George Bush (padre), en 1989, para bombardear Ciudad de Panamá, masacrar
a centenares, tal vez a miles de personas, e invadir con sus marines para
detener a Noriega. Aquella invasión, dicho sea al pasar, fue repudiada por la
Asamblea General de las Naciones Unidas y por la OEA, lo cual sólo probó la
impotencia de una y de otra.
Noriega había sido jefe de la inteligencia militar hasta la
muerte de Torrijos en un extraño accidente aéreo en 1981. Desde entonces, aquel
oscuro oficial fue “el hombre fuerte” de Panamá y así se hacía llamar a sí
mismo. Como se supo después, había sido entrenado, armado e infiltrado por la
CIA, con la que no dejó de colaborar hasta poco antes del final. Es más: cuando
en 1984 el republicano de extrema derecha Jesse Helms pidió que Estados Unidos
sacara a Noriega del gobierno panameño, el entonces director de la CIA, William
Casey, respondió: “He’s my boy” (él es mi muchacho). Casi parafraseó a Franklin
Roosevelt cuando dijo del masacrador colombiano Leónidas Trujillo: “Será un
hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”.
En algún momento, “el muchacho” de la CIA (también de la
DEA) se les fue de las manos, como ocurrió con otros (Osama bin Laden, por
ejemplo). Amparado por la inteligencia norteamericana, Noriega tenía vínculos
fluidos con la Cuba de Fidel Castro y la Nicaragua del sandinista Daniel
Ortega, y sobre todo con el Cartel de Medellín conducido por Pablo Escobar, que
había instalado en Panamá bases de tránsito para transportar droga a territorio
norteamericano. Mejor dicho, la política panameña se le fue de las manos a
Washington cuando la dictadura de Noriega se encontró hundida en un caos
económico y una crisis política y social que empezó a estallar con las
elecciones fraudulentas de 1984; y en 1985, cuando apareció el cadáver
decapitado del líder opositor Hugo Spadafora. Washington no podía (no puede)
permitir así como así una revuelta social en Panamá, que le es estratégico, y
menos en aquel momento con situaciones revolucionarias y guerrillas activas en
media Centroamérica. Y Cuba aún era para Washington una cuña insoportable y la
revolución nicaragüense estaba demasiado fresca.
Cuando las elecciones de 1989 fueron ganadas de manera
aplastante por el opositor derechista Guillermo Endara, Noriega desconoció el
resultado e hizo asumir a Francisco Rodríguez, un títere. De inmediato, un intento
de golpe encabezado por el mayor Moisés Giroldi Vera fracasó por fallas de
coordinación con los norteamericanos que lo respaldaban, y Noriega mandó
fusilar al jefe golpista y a todos los oficiales que lo acompañaron. Entonces
fue que aquel colaborador de la CIA y narcotraficante de vieja data perdió su
última oportunidad de irse a su casa y disfrutar lo robado.
El 20 de diciembre de 1989 Busch ordenó bombardear Ciudad de
Panamá y diversos objetivos en distintos puntos del país. Hubo centenares de
víctimas civiles por bombas que cayeron en edificios no militares. De inmediato
ingresaron 26 mil soldados norteamericanos de unidades de elite, comandos
navales, de ejército y de la famosa 82ª División Aerotransportada. Fue, además,
un experimento: usaron por primera vez los bombarderos furtivos F-117 Nighthawk
y los helicópteros de combate AH-64 Apache, además de tecnología bélica de
última generación contra una Guardia Nacional panameña de apenas 12 mil
efectivos que por otra parte no presentó resistencia. El barrio El Chorrillo,
de la capital, fue incendiado y masacrado por los marines. Se trató, en fin, de
una masacre terrorista, para decirle claramente a América central hasta dónde
estaban dispuestos a llegar.
Noriega, refugiado en un edificio de la Iglesia católica, se
entregó el 3 de enero de 1990, mientras Endara, todo un símbolo, asumía la
presidencia en una base militar yanqui.
Se trata, es cierto, de una etapa y una experiencia
históricas que han quedado atrás. Es la hora, definitivamente, de la revolución
socialista, de la revolución de los trabajadores. El nacionalismo burgués, como
ahora Noriega, ha muerto.