por Alejandro Guerrero
“Esta gente no se conforma con nada que no sean nuestras
cabezas”, dijo alguna vez Fidel Castro cuando Washington le rechazó ciertas concesiones
que él estaba dispuesto a hacer a cambio de comenzar el proceso de
conversaciones que, finalmente, culminarían –ya fallecido Fidel−
su hermano Raúl y Barack Obama. Nicolás Maduro, si se observaran las cosas
superficialmente, podría decir hoy algo parecido a lo sostenido entonces por el
líder de la Revolución Cubana. Después de todo, como le ha reconocido el Financial Times, el gobierno de
Venezuela siempre antepuso los intereses de los tenedores de bonos de su deuda
externa a las necesidades –incluso
alimentarias− de su propia
población. Cuando Donald Trump (quien además quiere revisar los acuerdos de su
antecesor con Cuba, con la aparente oposición de sus mandos militares) lo
sanciona de manera tal que lo pone al borde del default, Maduro podría decir
“esta gente no se conforma con nada que no sean nuestras cabezas”.
Sin embargo, las diferencias entre el caso venezolano y el
cubano son manifiestas. Hay entre ellos nada menos que la distancia entre una
revolución de solidez tal que la colocó en el pico del proceso revolucionario
latinoamericano, y otra que nunca logró –debido
a la calidad de su dirección política, a su condición de clase− consistencia y viabilidad
histórica. Washington jamás logró la cabeza de Castro (y el destino de esa
revolución está todavía lejos de verse); en cambio, Venezuela no tiene salida posible
–al menos de cierta
estabilidad− sin la caída de
Maduro y de su camarilla reaccionaria y represiva. La situación venezolana ha
llegado a un punto en el cual ya no está en debate la salida del presidente
sino quién lo saca y cómo: si la derecha, elecciones mediante, con el acuerdo
de los “chavistas moderados”; si un golpe militar, dado por los generales que
siguieron a Chávez y al propio Maduro hasta la víspera, que culminaría también
en un proceso electoral; o, lo más lejano y difícil aunque no improbable: que
la resistencia obrera que comienza a gestarse tan lejos de los chavistas como
de la derecha logre imponer su propia perspectiva. Esta última posibilidad
dependerá de la cuestión de las cuestiones: la dirección política, la presencia
o la ausencia de un partido revolucionario.
Presiones
cruzadas
“Se hace difícil creer en una salida negociada”, declaró Heraldo
Muñoz, ministro de Relaciones Exteriores de la “socialista” y “progresista”
presidenta de Chile, Michelle Bachelet. Maduro parece reforzar esa tesis cuando
le niega la salida del país a Lilian Tintori (activista de la derecha y esposa
de Leopoldo López, nuevamente detenido, quien a su vez negó cualquier
posibilidad de diálogo con representantes de Maduro) y al presidente de la
Asamblea Nacional, Julio Borges, quienes se proponían visitar en Europa a los
jefes de Estado Emmanuel Macron (Francia), Mariano Rajoy (España), Ángela
Merkel (Alemania) y Theresa May (Reino Unido). Entretanto, hasta los
futbolistas de la Selección venezolana (la “vinotinto”), otrora bastión del
chavismo, denuncian en cada viaje al exterior la represión del gobierno a los
opositores.
Borges, mientras tanto, es investigado por “traición a la
patria” por haber alentado las sanciones financieras contra Venezuela dispuestas
por Trump. A todo esto, hasta el papa Francisco toma distancia de Maduro:
recibió en Colombia –con la
que Venezuela no tiene relaciones diplomáticas− a la Conferencia Episcopal de Venezuela, abiertamente
enfrentada con el gobierno de su país, y tuvo con ella un diálogo de lo más
cordial (en el lenguaje diplomático tan retorcido del Vaticano, eso debe
interpretarse como un respaldo). Y aunque Roma se abstuvo de criticar directamente
la convocatoria de Maduro a la Constituyente y de hablar de los 120 asesinados
por la policía en las represiones del último año, ni de los centenares de
heridos y presos durante las protestas antigubernamentales, el primer vicepresidente
del gobernante Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV), Diosdado Cabello,
entendió el lenguaje papal y atacó a Francisco en términos hasta groseros, como
nunca antes había hecho Caracas:
“El Vaticano no es intermediario, el Vaticano
no es ningún mediador. Está como invitado, un facilitador. No tiene derecho a
veto, ni a hacer propuestas ni a tratar de inclinar hacia el sector A o B su
posición. Respete que nosotros no nos metemos con las cosas internas del Vaticano”,
dijo Cabello irritado (El Tiempo;
Bogotá, 7/set/2017).
En cambio, Andrés Oppenheimer (La Nación; 6/set/2017), un portavoz periodístico del Departamento
de Estado, presiona a Francisco desde el lado opuesto: “El Papa no es claro
sobre Venezuela”, escribió antes de añadir que “lo peor” sería una convocatoria
papal “a la paz y la reconciliación”, porque eso es, según él, lo que desea
Maduro. El Papa, dice Oppenheimer por cuenta de Washington, debe manifestarse
claramente en favor de la Asamblea Nacional y en contra de la Constituyente.
Una presión si se quiere testimonial, porque si el Papa hiciera eso perdería
toda posibilidad de cumplir papel alguno en la crisis.
Entretanto, como suele suceder en estos casos, Maduro
organiza pequeñas provocaciones militares contra Colombia (algunas incursiones
menores en el territorio de su vecino) para tratar, por esa vía, de lograr un imposible: recuperar el
respaldo activo de las masas, patrioterismo mediante. Él sabe que, al menos por
el momento, una agresión militar no le llegará a Venezuela desde ese costado
sino desde adentro, por la acción de generales venezolanos chavistas. Se trata,
por tanto, de provocaciones gratuitas, aunque por si acaso Francisco dijo en
Caracas que Colombia es “la sede de los derechos humanos”. Parece una humorada
negra de “su santidad”, pero no lo es el significado político del asunto: Roma
deja claro cuál sería su postura si hubiera una escalada.
No obstante, en ese juego de presiones, todos, hasta los más bocones de un lado y del otro, buscan
una salida negociada, aunque se trata de una situación peor que pantanosa y
sufren para llegar a ese propósito las dificultades señaladas por el canciller
chileno.
A todo esto, la situación económica ya es un completo
descalabro pagado por el pueblo trabajador. Además del desabastecimiento de
alimentos y medicinas, la zanahoria, las papas y el tomate –por sólo citar unos pocos casos− han visto crecer sus precios un
600 por ciento en lo que va del año (el tomate llegó a aumentar un 12 por
ciento en sólo una semana). El precio de la yuca trepó un 603 por ciento en el
curso de 2017 y la cebolla un 118 por ciento. Si la inflación galopante –ronda el 180 por ciento anual− no degenera en hiperinflación
lisa y llana (la hiperinflación implica el estallido del sistema monetario, la
desaparición de la moneda) es porque encuentra su límite en el hambre: la caída
abrupta de la venta de alimentos, el hecho de que los productos se pudran en
las góndolas, impide mayores incrementos. En otras palabras: tiende a
interrumpirse el mecanismo mercantil elemental de la compra-venta.
En otro orden de cosas: hace poco tiempo habría parecido
extraño, pero después del fracaso de la misión “pacificadora” del ex premier
socialista español José Luis Rodríguez Zapatero, impulsada por Roma, Francisco
se apoya de hecho en el respaldo (precario y temporario) que Rusia y China le
dan a Venezuela (a todo esto, mientras este trabajo se escribe, Rusia y China
desarrollan conjuntamente las mayores maniobras aeronavales de la historia en
el mar del Este y el mar de Ojostk, en el Pacífico Norte ante las barbas de
Japón, como para insinuar en qué terreno pueden llegar a resolverse finalmente
las cosas, no sólo las venezolanas).
El imperialismo y la oposición derechista atacan a un
gobierno débil, que tiene sólo el respaldo inestable de las Fuerzas Armadas –divididas a su vez en decenas de
logias y camarillas de distintos signos−
y, al perder la fuerza electoral plebiscitaria que le daba razón de existir,
sólo fue salvado del derrumbe final por el Vaticano después de la paliza
electoral que recibió en 2015, pero esa salvación fue una piedra en el cuello
de la que ahora no logra desprenderse. Como se recordará, la propuesta vaticana
incluía la convocatoria a elecciones para gobernaciones e intendencias, al tiempo
que la derecha debía renunciar al referendo revocatorio contra Maduro, pero el
gobierno abandonó las conversaciones porque el resultado de aquellos comicios
le habría sido desastroso. Así, el potencial acuerdo se derrumbó. Maduro, al
postergar indefinidamente otra derrota segura en las elecciones, se transformó
en un gobierno de facto.
En ese cuadro, el presidente intentó pasar a la ofensiva y
obligó a los partidos a una reinscripción electoral. El asunto le salió mal:
lógicamente, los partidos que integran la derechista Mesa de Unidad Democrática
(MUD) lograron traspasar cómodamente esa barrera; en cambio, el Partido
Comunista, aliado del gobierno, perdió su personería.
Por lo demás, al renunciar al control (aun al control
relativo que tenía Chávez) sobre la estatal Pdvsa, el gobierno ha perdido toda
razón de ser, y no cae porque la oposición de derecha es otra bolsa de gatos
que no logra ponerse de acuerdo ni para ir hasta la esquina. Por eso Maduro
puede ganar tiempo (todo lo que tiene) y sostener con alfileres su autogolpe,
de modo de respaldar con un dudoso poder militar la Constituyente fraudulenta,
tan reaccionaria que se propone privatizar Pdvsa por decreto, sin pasar por el
parlamento (una privatización indirecta mediante la constitución de “empresas
mixtas”, que cotizarían en la Bolsa de Nueva York; esto es: el petróleo
venezolano dejaría de estar, aun formalmente, al servicio del desarrollo del
país, para depender exclusivamente de la necesidad de ganancias de sus
accionistas privados.
Se trata, debe subrayarse, de un proceso comenzado en vida
de Chávez. Pdvsa, una sociedad anónima, siempre cotizó, por ejemplo, en la
Bolsa de Comercio de Buenos Aires y otras, que le significaron una puerta hacia
Wall Street. En 2012 la petrolera venezolana firmó un convenio con China
International Trust Investment Corporation (Citic) para proyectos de desarrollo
en la Franja del Orinoco, de modo que pudo comenzar a cotizarse en la Bolsa de
Hong Kong. Pdvsa, además, tiene el 70 por ciento de participación en Petropiar
(el otro 30 por ciento le pertenece a Chevron), y por ese medio sí llega a la
Bolsa neoyorquina. Por eso hablábamos de “control relativo”: Pdvsa nunca fue
una empresa que no debiera dar cuenta de sus operaciones a los accionistas
privados que invierten en ella.
Ahora Trump –al
prohibir a todas las empresas e instituciones financieras radicadas en los
Estados Unidos operar con títulos venezolanos o de Pdvsa− se propone impedir esas privatizaciones y esas operatorias,
puesto que casi todos los papeles para ese tipo de transacciones deben pasar
por el mercado financiero de Nueva York, y eso quedó vedado. Al rechazar los
títulos con los que habitualmente Caracas refinancia su deuda (y la de Pdvsa)
Washington pone a Venezuela ante la inmediatez del default, puesto que el
gobierno de Maduro debe hacer frente este mes y en noviembre a vencimientos por
3.500 millones de dólares y no los tiene. Empieza Estados Unidos, por esta vía,
a cerrarle a Venezuela la puerta de los mercados de capitales. Tiene para eso
el respaldo de Macri, del brasileño Michel Temer y de los “izquierdistas”
Bachellet y Tabaré Vázquez (Uruguay).
En ese punto, resulta útil recordar que el año pasado
Pdvsa postergó el pago de 2.798 millones de dólares que vencían este año al
canjear el equivalente a un 39,4 de sus notas en manos de inversores privados.
Al mismo tiempo emitió nuevos bonos, con vencimiento en 2020, por 3.367
millones de dólares. Esas son las operaciones, indispensables para la
existencia misma de Pdvsa, que ya no podrán hacerse. Añádase a eso el recorte
(como se explica en otra parte) de los créditos chinos como el obtenido, por
ejemplo, en 2009, cuando Pdvsa firmó un contrato con PetroChina para constituir
una empresa conjunta para exploración y explotación en la cuenca del Orinoco.
Por aquel convenio, China le prestó a Venezuela 100.000 millones de yuanes
(unos 14.700 millones de dólares) para operaciones en el extranjero
(operaciones que ahora se verán severamente restringidas).
No obstante, a pesar de la aparente intransigencia de unos
y otros, acaban de comenzar conversaciones en la República Dominicana, con la
mediación del presidente de ese país, Danilo Medina, y la participación –otra vez− de Rodríguez Zapatero. Resulta visible ahí la mano del
Vaticano y sobre todo la de Cuba, que hasta ahora se había negado a cumplir
cualquier papel mediador. Sin embargo, la postura de La Habana cambió cuando
Leopoldo López comenzó a hablar de elecciones y ya no de levantamientos
callejeros, que por el momento han cesado o reducido en mucho su intensidad
(hay que subrayarlo: por el momento).
En otras palabras: la crisis venezolana no parece tener
salida en sí misma, fronteras adentro –salvo
que se produzca una por el momento poco probable irrupción del proletariado y
las masas trabajadoras empobrecidas. Habrá de dirimirse, por tanto, en el
terreno internacional, en este momento particular de una crisis mundial que
lleva ya una década. Una crisis, se debe subrayar, que no permite acuerdos. No
hay hoy en el mundo un solo acuerdo: sólo compromisos.
El cuadro
internacional
Las sanciones de Trump –impuestas por executive order (lo que en la Argentina llamamos “decreto de
necesidad y urgencia”), lo cual indica su propia debilidad− empujan a Venezuela
por un camino que el país empezó a transitar ya antes de 2013, cuando la caída
de los precios del petróleo hizo impacto profundo en su economía. Además, ese
año murió Hugo Chávez y, como se sabe, el papel de los individuos en la
historia no es asunto menor. Pero, aun en esa situación, Caracas nunca dejó de
cumplir puntualmente los pagos de su deuda, y eso es lo que Washington le quiere
impedir a partir de ahora. Por el momento, el Estado venezolano acumula demoras
insostenibles en los pagos a sus proveedores y lo mismo le sucede a Pdvsa con
sus contratistas, de modo que el país ya se encuentra próximo al default aun
sin las sanciones norteamericanas. Su deuda externa, según cálculos prudentes,
roza los 150.000 millones de dólares, a los que se deben añadir otros 40.000
millones de deuda con China, pagaderos en petróleo y, además, reprogramados
continuamente. Rusia, otro respaldo venezolano, se ha quedado (hipotecas
mediante) con el 50 por ciento del paquete accionario de Citgo, la
distribuidora de petróleo venezolano en Estados Unidos (Citgo también se ve
afectada por las medidas de Trump, quien, en ese punto, deberá tener algunas
conversaciones difíciles con Vladimir Putin, su par ruso). En verdad, Venezuela
está lejos de poder contar con el respaldo incondicional sino-ruso, porque
Moscú tiene su propia crisis y no está en las mejores condiciones para socorrer
a nadie, y China se muestra disconforme con el destino de sus créditos a
Caracas.
La crisis económica y financiera, como siempre ocurre, ha
derivado en una profunda crisis política. Sirve de ejemplo el caso de la ex
fiscal general Luisa Ortega, que acompañó a Chávez desde los días de plomo de
1992 y ahora ha debido exilarse después de denunciar la ilegalidad de la
convocatoria constituyente de Maduro; o la del ahora ex secretario del Consejo
de la Defensa Nacional, mayor general Alexis López Ramírez, quien fuera
comandante del Ejército y jefe de inteligencia en tiempos de Chávez. López
Ramírez también renunció en desacuerdo con la Constituyente. Dicho de otro
modo: el chavismo se desintegra por dentro. Es más: Venezuela misma tiende a la
desintegración: por ejemplo, algo más de 30 mil venezolanos –en su mayoría
profesionales u obreros de alta calificación− ya están radicados en la
Argentina.
Ahora todo empeora por el aumento sostenido de la
producción de petróleo shale oil en los Estados Unidos y la nueva caída en el
precio de los hidrocarburos, de modo que terminan de destruirse las redes de
seguridad del gobierno venezolano. Sin poder plebiscitario (es más, sin poder
siquiera convocar a elecciones porque su derrota sería aplastante) y sin el
petróleo, el chavismo queda convertido en un cadáver insepulto. Como todo lo
sólido, se disuelve en el aire y pierde franjas enteras por izquierda –que
quieren volver al “chavismo histórico”; es decir a los comienzos del desastre
para repetir el ciclo, cosa imposible porque las condiciones de entonces son
irrepetibles. Es el caso, por ejemplo, de la dirigente de la Federación de
Trabajadores de la Industria Farmacéutica y coordinadora de la Unión Nacional
de Trabajadores de Venezuela (Únete), Marcela Máspero (véase nota en Infobae; 1°/ene/2015). En general, como
la propia Máspero, esos ex chavistas se unen a los escuálidos e instigan el
golpe, para lo cual conspiran con los chavistas “moderados”. Todo eso no
implica el final inmediato del gobierno: no debe olvidarse que la política es
el único ámbito en el cual los cadáveres siguen actuando. No obstante, una cosa
es segura: se está ante el peligro de una victoria estratégica de la derecha y
de un ajuste catastrófico contra los trabajadores; esto es, de una
contrarrevolución social en toda la línea con lo que eso implicaría para las
masas latinoamericanas y, especialmente, para la izquierda que le jugó a Chávez
todas sus cartas. Hacia ese punto se dirige la jugada de Trump: acelerar la
agonía de los restos del chavismo para facilitar la llegada al gobierno de los
macristas venezolanos. (Y, si puede, en toda América latina).
Situación
insostenible
Por su lado, los tribunales norteamericanos acompañan a su
gobierno y ajustan clavijas: un tribunal de Nueva York embargó 1.200 millones
de dólares de una cuenta de Pdvsa en el banco New York Mellon por la
expropiación de la minera Crystallex en 2008.
¿En qué bases encuentra sustento esa ofensiva? La economía
venezolana es actualmente la más endeudada del mundo. Según informes del Banco
Central en Caracas, las obligaciones financieras del país han pasado de 27.000
millones de dólares a 120.000 millones en diez años, aunque, como se dijo,
informes no oficiales sitúan esa deuda por encima de los 150.000 millones más
los 40.000 millones adeudados a China. El petróleo, como antes de la llegada al
poder de Chávez, aún aporta el 96 por ciento de los recursos, y ahora, como se
sabe, el precio del crudo se ha derrumbado (el jueves 21 de setiembre el barril
de petróleo WTI operaba a 50,61 dólares). Venezuela, lejos de aprovechar en su
momento los altísimos precios de los hidrocarburos (llegaron a tocar los 150
dólares el barril) para promover un proceso de industrialización, acentuó por
el contrario la condición primaria de su economía y el endeudamiento galopante
del país (endeudamiento especulativo y parasitario, no el endeudamiento legítimo
originado, por ejemplo, en la compra de maquinaria para la instalación de
industria pesada).
Así, Trump, inmediatamente después de dar a conocer las
sanciones contra Venezuela, logró emitir la Declaración de Lima, el 8 de
agosto, que entre otras cosas dice: “…nuestros amigos y socios en la región se
negaron a reconocer la Asamblea Constituyente ilegítima (…) Las nuevas
sanciones financieras de Estados Unidos apoyan esta postura regional de
aislamiento económico a la dictadura de Maduro” (Infobae, 25/8). Una extorsión en toda la línea, incluso a “nuestros
amigos y socios”, como Macri, Temer, Vázquez y Bachellet. Y no sólo ellos: en
una entrevista exclusiva con Infobae
(14/9), la señora Kirchner dijo que en Venezuela ya “no hay estado de derecho”
(no puede extrañar, después de sus elogios a Trump). En el kirchnerismo, se
sabe, una traición no se le niega a nadie…
En esta situación, los restos del chavismo se han vuelto
pura impotencia. La presidenta de la Asamblea Nacional Constituyente, Delcy
Rodríguez, declaró: “Teniendo barcos en la costa cargados con medicamentos y
alimentos, Venezuela no tendrá cómo hacer el pago de estos bienes esenciales
para la población por cuenta de la formalización del bloqueo financiero contra
el país” (Exelsior, México; 26/8).
El economista Víctor Amaya, opositor derechista, reconoció
que “aun en plena crisis el régimen pagó siempre los intereses de la deuda (…)
ahora eso será mucho más difícil”, y recordó que la mayor parte de los bonos de
la República y de Pdvsa están en poder de personas físicas y jurídicas de los
Estados Unidos: “Venezuela tiene compromisos que honrar”, añadió Amaya (Infobae, 8/9). Amaya agregó algo mucho
más interesante: “Cada dólar que se ocupa para pagar deuda externa no se puede
ocupar para los problemas internos” (ídem). En otras palabras, Maduro hace como
dijo Nicolás Avellaneda, presidente argentino, en el siglo XIX: “Honraremos
nuestros compromisos externos aun con el hambre y la sed de los argentinos”.
(Lo mismo habrán pensado los kirchneristas que aceptaron aquella escandalosa
indemnización de 10.000 millones de dólares a Repsol, o los que entregaron Vaca
Muerta a Chevron en un pacto que recuerda al de Roca-Runciman en 1933).
Armando Gagliardi, economista senior de Ecoanalitica, considera
que las medidas de la Casa Blanca agravarán la ya fortísima crisis de divisas
en Venezuela, pues el gobierno deberá hacer frente a pagos de deuda muy altos
con ingresos deteriorados “y sin mayores fuentes de recursos” (El Tiempo; Bogotá, 28/8). Ese “sin
mayores fuentes de recursos”, aunque quien lo dice no se lo proponga, pone el
dedo en una llaga estratégica: como antes de la asunción de Chávez, Venezuela
vive de un recurso primario cuyo precio ha estado sometido histórica y
cíclicamente a vaivenes extremos. La industria venezolana sigue tan atrasada
como entonces y no puede ser, por lo tanto, “fuente de recursos”. Según
Ecoanalítica, Caracas necesitará 3.500 millones de dólares antes de fin de año
(1.634 millones en octubre y otros 1.890 millones en noviembre) para cancelar
vencimientos de deuda, y 8.000 millones de dólares adicionales el año que
viene.
Por otra parte, Venezuela se ha quedado sin reservas
internacionales. Oficialmente están en su nivel más bajo en 15 años: 9.859
millones de dólares, pero la mayoría de esas divisas están colocadas en oro o
en bonos, de modo que el Banco Central dispone de sólo 700 millones de dólares
de libre disponibilidad, monto muy parecido a la nada misma.
Además, Caracas ya no puede contar en igual grado con sus
aliados tradicionales, lo cual vuelve a mostrar que su crisis es parte de una
crisis internacional que va mucho más allá de sus fronteras. Rusia no tiene la
capacidad de financiar a Venezuela en la medida en que el país lo necesita; por
su lado, el Banco de Desarrollo chino ha mostrado abiertamente su
disconformidad con el modo en que el gobierno venezolano utiliza los fondos
provistos por Beijing (pagaderos, como se ha dicho, en petróleo) y desde hace
tiempo no le otorga nuevos préstamos: sólo le extiende los plazos de los ya
concedidos y le acepta el pago de intereses.
El estado de parálisis económica y financiera que sufre
Venezuela está indicado en un dato que impresiona: las compras de bienes y
servicios en el exterior, según Ecoanalítica, han caído un 72 por ciento en los
últimos cuatro años, y la misma consultora prevé un derrumbe mayor en 2018. Si
el gobierno no consigue financiamiento adicional, las importaciones podrían
caer otro 50 por ciento en los próximos meses, lo que volvería insoportable la
escasez de insumos de consumo diario y los consiguientes sufrimientos de la
población. (Podría ocurrir entonces lo que tanto temen todos, de un lado y del
otro: que la lucha política se dirima en la calle, no en la Dominicana).
Las sanciones de Trump ponen a Maduro en una disyuntiva
peor que difícil: tendrá que elegir entre suprimir más importaciones y empeorar
el desabastecimiento –cosa
que podría provocar un estallido social que ni la peor derecha quiere, porque
no lograría controlarlo− o
dejar de pagar la deuda y caer en default. En este último caso, queda expuesto
a que sus activos en el exterior sean embargados; por ejemplo las estaciones de
servicios, las refinerías y las embarcaciones de Citgo. Aunque, se debe
insistir, en ese caso Trump se verá en un conflicto con Rusia, propietaria del
50 por ciento del paquete accionario de Citgo, y con Chevron, que refina el
petróleo importado de Venezuela. Como se ve, el corazón de la crisis está lejos
de Caracas.
De ahí que algunas calificadoras de riesgo, como Fitch,
han rebajado drásticamente las perspectivas de la deuda venezolana y ven crecer
las posibilidades de default (los seguros contra una cesación de pagos
venezolana aumentaron un 70 por ciento).
Ricardo Hausmann, venezolano, profesor de Harvard, asegura
que el gobierno de Maduro ha creado una catástrofe económica que no encuentra
precedentes. El PIB de Venezuela ha caído un 35 por ciento desde 2013, año en
el que puede situarse el comienzo de la crisis, pero ni siquiera ese dato es el
más grave: la pobreza se disparó del 48 por ciento de la población en 2014 al
82 por ciento en 2016. Por eso Haussman respalda entusiasta las sanciones de
Trump, porque según él resultan más eficaces que un liso y llano bloqueo
petrolero y producirán un punto de quiebre. En otras palabras: el cerco
financiero contra Venezuela se hace más estrecho cada vez y las consecuencias
políticas de esa situación son por el momento impredecibles. Por eso,
precisamente, nadie quiere una eclosión: porque sus consecuencias son
impredecibles.
Tales son las razones, seguramente, que han permitido las
coincidencias en Bogotá entre el presidente colombiano, Juan Manuel Santos, y
el papa Francisco, y que tanto hicieron enojar a Diosdado Cabello: la
convocatoria a elecciones, el establecimiento de un “canal humanitario” para
mitigar la escasez de alimentos y medicinas, y el rechazo (en el lenguaje
diplomáticamente retorcido de Roma) a la Asamblea Constituyente con la que la
camarilla gobernante pretende sobrevivirse a sí misma a cualquier costo. Deben
tenerse en cuenta las declaraciones del sacerdote jesuita venezolano José
Virtuoso (ningún jesuita habla jamás por sí mismo) al diario El Tiempo, de Bogotá: “La visita del
papa Francisco a Colombia en el contexto que vive Venezuela es fundamental”. En
verdad, poco importa lo que Francisco haya dicho o dejado de decir: el hecho
político clave fue la reunión amabilísima que tuvo con la Conferencia Episcopal
Venezolana, que califica de “dictadura” al gobierno de Maduro.
Con esos respaldos, Trump se ha sentido lo suficientemente
fuerte para declarar que la situación venezolana “es inaceptable”. Lo dijo en
una reunión con sus mejores alcahuetes latinoamericanos: la vicepresidenta
argentina, Gabriela Michetti; el presidente Santos, de Colombia; el ladrón
procesado Michel Temer, presidente de facto de Brasil; y el presidente de
Panamá, Juan Carlos Varela, reunidos todos ellos en el hotel New York Palace de
Nueva York. Fue ésa, según los diarios, una “cena de trabajo”. Por cuerda
separada, ya sin los alcahuetes, Trump aprovechó la reunión de la ONU para
discutir la crisis venezolana con el presidente francés, Emmanuel Macron, y el
premier israelí, Benjamín Netanyahu, puesto que el derrumbe en Caracas golpea
directamente sobre la crisis de Oriente Medio y todo el sistema de compromisos
precarios que intentan anudarse allí, especialmente por la presencia en el
lugar de Rusia y China, aliados de Venezuela. Por eso, cuando el canciller
venezolano, Jorge Arreaza, dice “de Venezuela hablamos los venezolanos
exclusivamente” (La Nación, 19/9) cae
en el ridículo.
Otra vez sobre los
límites del nacionalismo burgués
La bancarrota venezolana, como la guerra en Siria, en Irak
y en tantos otros puntos, o la tragedia humanitaria de los refugiados; en fin,
la crisis general del mundo capitalista y la amenaza constante de guerra global
–esto es, de un retroceso
histórico de los niveles de civilización alcanzados por la humanidad− constituyen una alerta permanente
de catástrofe general. El motor de la acumulación capitalista: la tasa de
ganancia (esto es, la relación entre el capital invertido y el beneficio que
ese mismo capital produce) decrece de continuo y tiende a detenerse. He ahí la
madre de todas las crisis, de la cual son síntomas extremos la quiebra de la
banca de inversión en Gran Bretaña, que la ha dejado bajo control de bancos
norteamericanos; la insolvencia de los gigantes alemanes Deutsche Bank y
Commerzbank, hasta el Brexit y el poderoso movimiento independentista catalán.
Esos fenómenos, entre otros, muestran el choque brutal entre el desarrollo
formidable de las fuerzas productivas, de las capacidades creadoras de la
humanidad, y las relaciones de producción capitalistas transformadas en un
chaleco de fuerza colocado sobre todo progreso; por tanto, en un factor de
destrucción, de catástrofe continua.
El derrumbe del precio del petróleo, que está en la base
de la crisis venezolana, ha dejado expuesta la insolvencia de países enteros,
como Rusia y Brasil además de Venezuela, pero también de naciones como Arabia
Saudita y otras que, hasta hace poco, parecían nadar en una opulencia obscena
gracias a los hidrocarburos. El desarrollo de nuevas técnicas de producción es
la sustancia del capitalismo, que para existir necesita revolucionarse a sí
mismo constantemente (es el primer modo de producción de la historia con una
base técnica revolucionaria, mientras todos los del pasado la tenían
conservadora). Al mismo tiempo, ésa es la razón de su derrumbe: la industria
moderna está en condiciones crecientes de producir mucho más de lo que puede
vender, en medio de miles de millones de personas que mueren literalmente de
hambre. El capitalismo no ha fracasado: por el contrario, el fin le llega por
su éxito, porque alcanzó el límite del desarrollo de las fuerzas de producción
que era capaz de promover sin entrar en contradicción con sí mismo. Ha cumplido
su ciclo vital: se muere de viejo.
Quienes tanto hablan ahora del desplome venezolano por la
escasez y la inflación, se hacen los olvidadizos y pretenden no recordar que el
chavismo fue producto directo del derrumbe hiperinflacionario y de la escasez
insoportables durante el gobierno derechista de Carlos Andrés Pérez
(1922-2010), que había gobernado dos veces el país, entre 1974 y 1979 y, luego,
entre 1989 y su caída en 1993. Cuando en 1992 un levantamiento popular derivó
en insurrección y masacre (el recordado “Caracazo”), todo el mundillo
“democrático” defendió a Pérez –incluidos
Fidel Castro, el Foro de San Pablo y toda la izquierda latinoamericana− y bramó contra el entonces coronel
Hugo Chávez, que con un sector militar apoyó el levantamiento (“fascista” y
“carapintada” fue lo más suave que le dijeron), mientras el Partido Obrero, en
soledad, lo respaldaba por ser producto, precisamente, de una insurrección
popular. El “Caracazo”, dicho sea al pasar, fue la respuesta del pueblo
trabajador al ajuste criminal del gobierno de Pérez y costó casi 300 muertos,
ametrallamientos callejeros, y hay quienes hablan de casi 3 mil desaparecidos
en esos días de tragedia. De ese levantamiento, digámoslo otra vez, emergieron
Chávez y el nacionalismo militar venezolano. Se disolvieron entonces los
partidos tradicionales de Venezuela, como ocurrió en la Argentina durante la
crisis de 2001, cuando se descalabró el menemismo aliancista y se desintegraron
los partidos y hasta el Estado argentino, y el Argentinazo obligó a los
Kirchner –enriquecidos
durante la dictadura, de la que fueron grandes amigos− a hacer de apuro los trámites de adopción que los
convirtieron en “hijos de las Madres”.
Dicho sea al pasar: el cataclismo de finales del gobierno
de Carlos Andrés Pérez redujo a cero la inversión de capitales externos en el
país, que simplemente dejaron de fluir a Venezuela. Esos capitales regresaron
sólo cuando Hugo Chávez tomó el poder e impuso orden y estabilidad política.
Chávez permitió el renacimiento capitalista en Venezuela, por más “relato rojo
rojito” que hubiera. El gobierno expulsó de Pdvsa a la camarilla corrupta que
la dirigía por cuenta de las petroleras norteamericanas, la tomó bajo su
control pero el flujo de negocios con Chevron y otras no se interrumpió; por el
contrario, mejoró y llegaron inversores a la cuenca del Orinoco y hasta Paolo
Rocca, de Ternium-Techint, tuvo su parte en la Siderúrgica del Orinoco (Sidor),
nacionalizada en 2008 con una indemnización suculenta después de un conflicto
sindical en el que fracasaron la represión y las mediaciones gubernamentales
(debe recordarse que en ese momento el presidente argentino, Néstor Kirchner,
se puso en contra de Chávez y en favor de la “empresa argentina” del pulpo
Rocca, aunque Techint está inscripta bajo bandera de Luxemburgo, un paraíso
fiscal).
Un año antes Chávez había asumido por segunda vez la
presidencia después de una victoria electoral plebiscitaria, y en lo que se
consideró un “giro a la izquierda” nombró nuevos ministros, entre ellos David
Velásquez, del Partido Comunista (como quedó dicho, acaba de perder su
personería política), que quedó a cargo de la cartera de Poder Popular para la
Participación y Desarrollo Social. Más importante aún, Chávez nombró ministro
de Trabajo a José Ramón Rivero. Chávez contó que cuando lo llamó para ofrecerle
el cargo, Rivero le contestó: “Presidente, yo quiero decirle algo antes de que
se lo digan por otra parte: yo soy trotskista”. Chávez dice haberle respondido:
“¿Y cuál es el problema? Yo también soy trotskista, yo soy muy de la línea de
Trotsky: la revolución permanente”, lo cual produjo euforia en la corriente El
Militante, conducida por el inglés Alan Woods, quien también se decía
trotskista y vivió años bajo las faldas de Chávez. Pues bien: cuando se produjo
el conflicto sindical en Sidor, el “trotskista” Rivero mostró las garras de un
represor feroz y provocó una lucha física brutal entre los obreros y la
policía. Cuando la represión fracasó, y sólo cuando fracasó, Chávez echó a
Rivero del gabinete y promovió la negociación, que también terminó mal. Por esa
época Chávez volvió a hablar de “trotskismo”, de la IV Internacional y hasta de
la necesidad de organizar una “V Internacional” que, según él, abriría la
posibilidad de hacer “buenos negocios”, no la de preparar la revolución
mundial.
Aquella crisis venezolana, en fin, no era un rayo en cielo
sereno. Era una de las tantas manifestaciones del estallido de los llamados
“treinta años gloriosos” (que no fueron treinta y mucho menos gloriosos)
posteriores a la II Guerra Mundial. Durante el auge de esas supuestas tres
décadas se prepararon las condiciones para el desplome comenzado en 1973-1974
con la crisis del petróleo (el precio del barril de crudo trepó de 3 a 11
dólares en pocos días) y que, con alzas y bajas, no cesa hasta hoy, hasta la
implosión de 2007-2008 que derivó en la peor crisis de la historia del
capitalismo, incluida la de 1929-1930. Se trata de manifestaciones de la
quiebra capitalista que recorre a todos los países y provocó la crisis rusa, el
“efecto tequila” en México, el derrumbe estrepitoso de los “tigres asiáticos”
convertidos en gatitos famélicos y, después, Argentina, Uruguay y Grecia antes
de la transformación de los grandes “emergentes” (Brasil, Rusia, India, China y
Sudáfrica) en enormes ruinas (salvo China, claro está, cuyo lugar en la crisis
es otro aunque no sustancialmente diferente). En la Argentina se llegaron a
publicar libros, por ejemplo, que hablaban de la “solidez económica” de Irlanda
y ponían a ese país como ejemplo de capitalismo exitoso… apenas seis meses
antes de que Dublin se transformara en un pordiosero internacional con Portugal
y Grecia (también Italia).
Había antecedentes. En Brasil, el Partido de los
Trabajadores, que llegó al gobierno con Lula en 2002, fue un frente popular
poderoso constituido después de la bancarrota brasileña que siguió a la crisis
asiática y luego a la rusa, y sobre todo a la quiebra del gigantesco fondo de
inversión LTCM de Estados Unidos en 1998, diez años antes de la caída de Lehman
Brothers. También Evo Morales en Bolivia y Rafael Correa en Ecuador fueron
resultados demorados y distorsionados de grandes insurrecciones populares, de
la dispersión, también en esos países, de los partidos que tradicionalmente se
habían repartido el poder. Dicho de otro modo: como indicó la tesis de la
Conferencia Latinoamericana reunida en Montevideo en julio de 2016, esos
gobiernos fueron una “respuesta defensiva a la crisis mundial”, y habrían de
demostrar que “el nacionalismo burgués encuentra sus límites insalvables en esa
misma crisis mundial y en la declinación histórica del nacionalismo”.
El gobierno de Chávez, junto con sus grandes logros a los
que resulta obligatorio referirse, desarrolló –como Lula, como Morales, como Correa, como el Frente Amplio
uruguayo, como los Kirchner−
un capitalismo fuertemente parasitario, sustentado en el abultado superávit
comercial que le daba el aumento sostenido del precio de las materias primas y
el consiguiente crecimiento de sus reservas. Contradictoriamente, al no
desarrollar un desenvolvimiento industrial con ese ingreso de divisas, se
generó un nuevo ciclo de endeudamiento, público y familiar. La abundante
liquidez promovió la expansión del crédito al consumo, a tasas de usura o
subsidiadas por el Estado, en lo que llegó a llamarse “populismo bancario” (en
la Argentina, durante los gobiernos de Menem y De la Rúa, ya los bancos les
tiraban a sus clientes tarjetas de crédito por la cabeza, aunque aquéllos ni
siquiera las hubiesen pedido). Mientras tanto, la deuda heredada se pagaba con
emisión de deuda nueva, cosa que iba vaciando las reservas (mejor que los
otros, Kirchner le pagó 10.000 millones de dólares “cash” al Fondo Monetario
Internacional, y llegó a decir, como si les hablara a tontos que lo miraran con
la boca abierta, que en eso consistía la recuperación de la “soberanía
monetaria”). Aquello podía hacerse, en Venezuela y en la Argentina, mientras
los vientos de la economía mundial soplaban en la popa de los precios
primarios, siempre cambiantes; después, ya no. Mientras duró, por supuesto, los
beneficios financieros de los bancos escaparon de toda lógica: por eso, en la
Argentina, Cristina Kirchner confesó que durante su gobierno los bancos “la
embolsaron con pala” (también confesó que, como el chavismo, fue una “pagadora
serial” de deuda externa usuraria). El festival terminó en 2007, cuando empezó
la crisis de los “subprime” en los Estados Unidos, y estalló al año siguiente
cuando cayó Lehman Brothers. El capitalismo, como la vida en general, es una
cosa cruel.
Mientras tanto, los llamados “planes sociales”, muchas
veces financiados por el Banco Mundial, encubrían la falta de empleo y la
ausencia de industrialización. Ahora ocurre lo inverso: se tiene (en Venezuela
esto alcanza proporciones de catástrofe) un déficit fiscal enorme, debido a los
intereses usurarios de una deuda externa ilegítima de principio a fin y al
financiamiento público a capitalistas privados. (Dicho sea al pasar: durante la
última campaña presidencial argentina, jóvenes kirchneristas, próximos a la
desesperación, le reprochaban a la “clase media” su “enojo” con la Presidenta:
ahí tienen la explicación).
En Venezuela, como en la Argentina o en Brasil, capitales
internacionales excedentes (sobrantes, que no encontraban colocación) financiaron
obras públicas, que en caso alguno estuvieron orientadas al desarrollo armónico
de la economía nacional sino a satisfacer las ansias de beneficios de la
especulación y la corrupción desatada, con una festichola repulsiva de robos y
sobreprecios. Ahí están los casos, sin ir más lejos, de las coimas de Odebrecht
con Petrobras e YPF. En Venezuela salen a la luz ahora desfalcos por casi
70.000 millones de dólares en 89 casos radicados ya en tribunales de ese país.
Ese dinero se giró a cuentas en el exterior en sólo cuatro meses, mientras la
población sufre desabastecimiento, inflación galopante y cortes de luz,
proliferan las amenazas de saqueos, el salario mínimo cubre apenas el 10 por
ciento del costo de la canasta familiar y el 80 por ciento de los venezolanos
no puede pagar sus gastos en alimentos y medicinas.
A todo esto, quienes aún sostienen al nacionalismo suelen
argüir una obviedad: “Con los neoliberales estamos peor que con los
nacionalistas”. Por supuesto que sí, pero es un razonamiento bobo. La pregunta
es ¿por qué estamos peor? Correa, por ejemplo, le dejó al Ecuador –debe recordarse que su moneda es
el dólar norteamericano, de modo que la “soberanía monetaria” ecuatoriana
depende de la Reserva Federal−
una deuda impagable con China; ahora su sucesor, Lenin Moreno, de su mismo
partido (es el Scioli ecuatoriano), se encarga de aplicar el ajuste contra las
masas mientras Correa se refugia en el exterior. Entre un gobierno y el otro
hay una continuidad y una consecuencia: se trata de una crisis de régimen, no
simplemente de gobernantes “buenos” o “malos”.
El “socialismo del
siglo XXI”
En este punto se hace obligatorio hablar del académico
alemán Heinz Dieterich Steffan (1943), radicado en México desde 1976 y autor
del libro Hugo Chávez y el socialismo del
siglo XXI (2005). Él introdujo e impulsó en Venezuela ese concepto, del que
ya habían hablado el ruso Alexander Buzzgalin en 1996 y el sociólogo chileno
Tomás Moulián en su libro Socialismo del
siglo XXI, la quinta vía (2000). Según Dieterich, observador atento del
proceso cubano, ese “socialismo” debe sustentarse en la “democracia
participativa”, la “economía igualitaria” y la creación de “nuevas
instituciones” respaldadas “en las bases”. Amigo y socio ideológico de Noam
Chomsky (escribió con él el libro La
aldea global) y de James Petras, vive en México desde 1976 –es profesor allí en la Universidad
Autónoma Metropolitana (UAM) y director del Centro de Ciencias de la Transición
(CCT).
Esa “democracia participativa” que proponía Dieterich hizo
que Chávez rompiera con él en 2007, porque el académico alemán se opuso, en
nombre de ella, a la reelección del presidente. Sin embargo, Dieterich no
rompió con el chavismo y hasta hoy dice que Chávez fue uno de “los padres de
patria grande”.
Ahora bien, más allá de ese conglomerado de ideas,
Dieterich da la clave de su posición actual en una entrevista con La Nación hace algo más de cuatro años, el
6 de enero de 2013, cuando Chávez ya agonizaba: “Sería mejor –dice allí al señalar cuál sería a
su juicio la salida política para una Venezuela pos-Chávez− la presión de China, Rusia y Cuba
para negociar la ‘solución sandinista’ de 1990, cuando fueron las elecciones”. Se
debe recordar que en aquellos comicios nicaragüenses los sandinistas fueron
derrotados por su ex aliada Violeta Chamorro, derechista y multimillonaria,
propietaria del diario La Prensa de
su país. Contra quienes no querían entregar el poder se impuso la posición del
sector de Daniel Ortega: negociar con Chamorro una transición pacífica y la
continuidad del cogobierno con la derecha. A cambio, durante un periodo los
sandinistas mantendrían el control de la policía y el Ejército.
Ésa es la salida que Dieterich propone ahora en Venezuela,
con las diferencias del caso pero idéntica en lo sustancial: la negociación
conciliadora con la derecha, con los escuálidos, porque Caracas no podrá
“equilibrar geopolíticamente” con Rusia y China “lo que Washington no le va a
dar” (Clarín, 15/9). Como se ve, todo
sería una suerte de partida de ajedrez jugada en el tablero internacional: como
los aliados propios son más débiles que el adversario, se debe negociar con el
adversario (en los términos de éste) a ver si el otro acepta tablas. Lo
contrario, dice él, sería la guerra y las cosas se encaminarían “hacia un
desenlace trágico, sangriento” (ídem). Dieterich, en caso de que Maduro y su
camarilla se resistan a dejar el poder, prevé la instalación de “fuerzas
paramilitares organizadas en Colombia, en sectores de la Amazonia de Perú y
Brasil, que empezarán a destruir infraestructura” (ídem), tal como los
“contras” le hicieron a los sandinistas después de la revolución de 1979.
He ahí la definición de fondo del “socialismo del siglo
XXI”: una réplica negativa no ya a la Revolución Rusa sino a la Revolución
Cubana, el estadio más alto que alcanzó el proceso revolucionario
latinoamericano y del cual Dieterich, como ya se dijo, es un observador atento.
La Revolución Cubana tuvo un propósito democrático que, llevado hasta sus
últimas consecuencias, obligó a la expropiación masiva del capital. El
“socialismo del siglo XXI” implica el rechazo a esas expropiaciones,
precisamente cuando el desarrollo de las fuerzas de producción choca de la manera
más violenta contra las relaciones sociales, contra el modo de producción
capitalista y la propiedad privada de los medios productivos. El “socialismo
del siglo XXI”, como el “socialismo andino” pensado por el vicepresidente
boliviano, Álvaro García Linera (sería una suerte de combinación imposible
entre el precapitalismo altoperuano y el imperialismo, regalías petroleras y
mineras mediante), no son más que
recursos publicitarios contra la revolución proletaria, contra el socialismo. El
Frente Sandinista –actualmente
gobierna Nicaragua y Daniel Ortega es el presidente− volvió al poder como un gendarme del orden capitalista, conducido
por el propio Ortega. Conviene recordar eso, como conviene recordar que aquel
pacto sandinista con la derecha se hizo con el pleno acuerdo; es más, con el
impulso de la burocracia cubana, como antes el mismo Fidel Castro y la Unión
Soviética habían avalado y respaldado enfáticamente la “vía pacífica al
socialismo” de Salvador Allende en Chile, que terminó en la masacre por todos
recordada.
En definitiva, Dieterich, como Chomsky, Petras, Buzzgalin
y Moulián son productos de la caída del estalinismo, de la desaparición de la
URSS. Ellos claman su impotencia desde debajo de las ruinas del muro de la infamia
demolido por el pueblo alemán en 1989.
Algo así proponía el inglés John Holloway −hoy olvidado
pero presentado hace unos años por Luis Zamora como si se hubiese tratado de
una suerte de rock star. Holloway enseñaba “cómo hacer la revolución sin tomar
el poder”. Los sandinistas nicaragüenses, como los ex guerrilleros salvadoreños
del Farabundo Martí, hoy parte del gobierno de su país –en fin, como todo el
nacionalismo burgués latinoamericano− se han transformado en una caricatura
trágica del populismo de Napoleón III en Francia o del alemán Otto Bismarck en
el siglo XIX.
Estamos ahora ante una realidad de hierro: “La crisis
venezolana se ha convertido en terreno propicio para una disputa de alcance
internacional, que tiene por objetivo proceder a una reorganización social en
el conjunto de América latina” (Jorge Altamira; La Voz, 13/9). Es la reorganización que intenta ejecutar en Brasil
el gobierno del derechista Temer –cogobernó
con el PT y con Dilma Rousseff, debe insistirse en esto una y otra vez para
determinar con toda claridad quién “le hace el juego a la derecha”− “donde se encuentra en marcha un
desplazamiento de la estatal Petrobras en beneficio de las grandes operadoras
petroleras” (ídem), y se intenta imponer una reforma laboral que retrotraería
las condiciones de vida y trabajo de la clase obrera al siglo XIX. Y no sólo en
Brasil: hasta en la otrora poderosa Arabia Saudita se privatiza a precio de
remate la petrolera estatal Aramco.
Por lo demás, la “unidad latinoamericana” que promovía ese
nacionalismo, con los chavistas a la cabeza, terminó en un completo fracaso. El
Banco del Sur jamás pudo constituirse porque no consiguió reunir las divisas
necesarias (ni a Brasil ni a la Argentina ni a ningún otro le interesaba poner
ahí una moneda, más allá de los “relatos”, de las invocaciones nacionalistas
románticas y declamatorias). El oleoducto del sur ni siquiera empezó a
construirse y, en un acto de traición patética, Cristina Kirchner hizo que la
Corte argentina rechazara un pedido de embargo contra Chevron que había pedido
el gobierno ecuatoriano de Correa, debido a desastres ecológicos y crímenes que
esa petrolera había cometido en aquel país. Era obvio: la Presidenta argentina
negociaba en esos días con Chevron la entrega del petróleo argentino a los
yanquis, otra que “unidad latinoamericana”. Y la Unasur, pensada originalmente para
construirle un mercado continental a la industria brasileña de armas y a la
empresa de aviación Embraer, dejó de existir sin que nadie se diera cuenta.
Sobre ese fracaso rotundo del nacionalismo centroizquierdista se montó la
derecha (que en muchos casos había cogobernado con los nacionalistas) para
hacer del Mercosur −que nunca
tuvo existencia real− una
agencia de colocaciones del imperialismo norteamericano. La unidad de la
América del Sur es definitivamente una tarea reservada a la clase obrera, y
encuentra su síntesis en la consigna de los Estados Unidos Socialistas de
América Latina.
La izquierda, las
izquierdas
Cuando Chávez llegó al gobierno, la burocracia sindical se
concentraba en la Confederación de Trabajadores de Venezuela (CTV), vinculada
con Acción Democrática, el partido oficialista. Contra ella, dirigentes
sindicales chavistas crearon la Unión Nacional de Trabajadores (UNT o Únete),
que tuvo su auge allá por el año 2002. En ese momento, buena parte de los
burócratas que habían conducido la CTV se pasaron a la UNT después de haber
saboteado infructuosamente al nuevo gobierno.
Ahora, una ya muy debilitada UNT (la central oficialista
es la Confederación Sindical Socialista Boliviariana, una agencia gubernamental
que se limita a emitir convocatorias estériles a “la paz social”) es coordinada
por la ya citada Marcela Máspero, y se ha subordinado a las posturas de la
conducción escuálida, de la MUD. En julio de este año, la UNT (tiene su
principal fuerza en la Federación Única de Trabajadores Petroleros) se sumó al
lockout patronal convocado por la MUD “en defensa de la Carta Magna –así decía su declaración− y la restitución del orden
constitucional roto por Maduro”. En aquel documento, la UNT, para caerle más
simpática a la MUD, se desbarrancaba hacia el anticomunismo cerril al acusar a
Maduro de pagar “salarios de hambre como en Cuba”.
Máspero, en un tuit del 9 de setiembre de este año,
escribió: “La única salida a esta situación es el cambio de gobierno de forma
inmediata y la conformación de un gobierno de unidad nacional”, y ese mismo
día, en otro tuit, habló de “la tiranía” para referirse al gobierno de Maduro.
Como se ve, aquella izquierda que quiso mantener una posición independiente
para volver al “chavismo de los orígenes” termina hoy subordinada a la derecha,
a la peor política patronal.
Es parte de la tragedia de la izquierda venezolana y de
Venezuela misma, puesto que, como en todas partes, la resolución de la crisis
depende allí de la dirección política; es decir del partido obrero, del partido
revolucionario, de su presencia o de su ausencia.
Un caso extremo es el del Partido Socialismo y Libertad
(PSL), organización hermana de Izquierda Socialista de la Argentina, integrante
del Frente de Izquierda. Esa organización tiene, por ejemplo, un peso
importante en dirección de la fuerte Federación de Petroleros. Con la UNT
adhirieron al lockout patronal de julio, que “convocado por la MUD, se
convirtió en una extraordinaria medida de fuerza en el marco de la rebelión
popular…” (La
Cl@se.info; 24/7). Por ese mismo
medio el PSL dijo: “Esta acción fue un claro mensaje del pueblo trabajador, que
gritó ¡fuera Maduro!”. En cambio, se negaron a respaldar el nuevo lockout en
setiembre porque, según ellos, ya no buscaba el derrocamiento de Maduro sino
una vía de negociación con el gobierno. El PSL critica que la MUD “no llama a
derrotar el ajuste”, cuando es precisamente la oposición escuálida la que
deberá encargarse de aplicar un ajuste criminal contra el pueblo venezolano.
Esta subordinación del PSL a la derecha (aunque ahora la
critican por no ser tan golpista como ellos quisieran) tiene su historia, como
que aún integran la llamada Plataforma del Pueblo en Lucha y del Chavismo
Crítico. Como Máspero, del chavismo “crítico” pasan a someterse a la derecha, a
los escuálidos. Como decíamos, es una tragedia política.
El “chavismo crítico” del PSL-Izquierda Socialista y su
pasaje a la reacción escuálida tienen toda una historia de idas y venidas. El
PSL cambió de nombre casi tantas veces como de política: fue Partido Socialista
de los Trabajadores (PST) hasta los años ’90, cuando se disolvió; luego se
llamó Organización de Izquierda Revolucionaria (OIR) pasó a ser Partido
Revolución y Socialismo (PRS) en 1998. En ese caso, el cambio de nombre
obedecía, según explicaban, a la necesidad de hacer frente “a la nueva etapa”
abierta por la elección de Chávez; es decir, se trataba de una herramienta de
adaptación al chavismo.
Al año siguiente integraron el Frente Nacional
Constituyente, que aprobó la nueva Constitución chavista. En ese año, 1999, su
principal dirigente, Orlando Chirino, visitó Buenos Aires y fue entrevistado
por Página/12 (16/11/1999). En esa
entrevista Chirino dijo que la nueva Constitución tenía “muchos elementos
progresistas”, y añadió: “Chávez representa algo muy deseado por los trabajadores:
la derrota del régimen que dirigieron Acción Democrática y Copei (demócrata
cristianos)”. También manifestó esperanzas en la modificación de la Ley del
Trabajo, porque “creemos que allí puede haber un avance”. También advirtió: “Si
Chávez no empieza a resolver los problemas fundamentales de la población, la
misma gente que hoy lo apoya saldrá a las calles a protestar” (ídem). Como se
ve, en ningún momento señala los límites del nacionalismo ni la imposibilidad
de que esos límites sean traspasados, ni propone política independiente alguna.
Sólo critica a Chávez por lo que no hace (por eso lo de “chavismo crítico”) y
le pide que lo haga. Ahora, la desilusión lo lleva a entregarse a Henrique
Capriles y Leopoldo López, a la MUD, a la derecha escuálida. (No totalmente:
son escuálidos “críticos”).
Otro caso es el de Marea Socialista, equivalente al MST
argentino. Se constituyeron como corriente sindical en 2007 y al año siguiente
se integraron al oficialista PSUV en carácter de “corriente interna”. Ahora,
ante la crisis, su posición puede resumirse en una “carta abierta” que enviaron
el 1° de agosto “a la izquierda autónoma y al chavismo crítico” (en
https://mst.org.ar/2017/08/01/venezuela-carta-de-marea-socialista-izquierda-autonoma-al-chavismo-critico/).
En esa carta, Marea Socialista dice que se ha hecho
presente en Venezuela un “tercer sector” que, “de hecho, se transformó en un fenómeno
político: es el que la prensa local e internacional ha llamado primero
‘chavismo crítico’ y ahora intentan etiquetar como ‘chavismo no madurista’.
Este sector incluye a militantes y grupos de izquierda o democráticos…”
La carta añade: “A una parte sustantiva de este sector es
que nos dirigimos, incluyendo a su parte de izquierda crítica y autónoma, que
mantiene los sueños emancipadores que surcaron la primera década del siglo XXI
en nuestro país y en América latina…” El texto no exige segundas lecturas: es
una defensa explícita de los “nac & pop” originales, de Chávez, de Lula, de
Evo Morales, de Rafael Correa, de los Kirchner (de todos modos se debe tener en
cuenta que mientras Marea Socialista integraba el PSUV chavista, sus
correligionarios argentinos del MST marchaban con los escuálidos locales detrás
de la Sociedad Rural, de la patronal agraria cuando el conflicto por la
Resolución 125). Además de reaccionaria es una postura utópica, porque las
condiciones en que nació aquel nacionalismo son irrepetibles; es decir, ya no
son los partidos tradicionales del capitalismo latinoamericano los que se
desintegran sino ese mismo nacionalismo al que Marea quiere volver.
El objetivo del rejunte que proponen sería “restablecer la
Constitución del ’99, que es hoy, en el país, la única forma de defender la
democracia que agoniza”. No es cierto: más allá de que aquella Constitución
chavista (defendida también por Chirino) de democrática tenía poco o nada, la
única forma de defender la democracia en Venezuela es promover una salida
obrera y socialista a la crisis, no de convencer a las masas para que vuelvan a
andar desde el comienzo el camino que condujo al desastre; un camino que, por
otra parte, ya no existe.
Otro caso extremo es el del Topo Obrero, adherido a la
Corriente Socialista Internacional, que tiene también alguna presencia sindical
y defiende explícitamente la represión callejera por parte de Maduro. En una
declaración del 7 de setiembre que llamaron “¡Unidos contra el intervencionismo
imperialista en Venezuela!” (
https://www.facebook.com/csreltopoobrero.org/posts/1688586954492850)
dicen que la MUD se sintió fortalecida con su victoria electoral de 2015 para
“cortar el proceso que les impide manejar a su antojo la política venezolana.
Sin embargo −añaden− Maduro se dio modos (no los
explican) para impedirles a los escuálidos “ver realizado su sueño de ver caído
al régimen...” La mediación papal y de Rodríguez Zapatero habría sido una
victoria gubernamental y popular, puesto que la MUD, al sentarse a negociar,
“se desmoviliza”. Topo Obrero admite un dato clave: la derecha “venía
desarrollando su poder de movilización de masas”, terreno en el cual, según
ellos, empezaron a imponerse frente al chavismo a partir de 2016. Este año,
dicen, la MUD volvió a la calle pero “con violencia”, por lo cual,
legítimamente, “son respondidos con la violencia de la Guardia Nacional
Boliviariana”.
Por supuesto, Topo Obrero respalda la convocatoria
oficialista a la Asamblea Constituyente y dice que las medidas de Trump contra
Venezuela son parte de una “ofensiva reaccionaria del imperialismo contra los
gobiernos progresistas” en Latinoamérica, entre los que incluye a la destituida
Dilma Rousseff en Brasil, Cristina Kirchner en la Argentina y Rafael Correa en
Ecuador. La defensa del Topo a Maduro y a la represión policial se combina con
la defensa de un “programa independiente de lucha por un gobierno obrero y
popular”, alquimia que no se toman el trabajo de explicar.
¿A dónde va
Venezuela?
León Trotsky dijo del Frente Popular español (1936-1939),
y de los frentes populares en general, que eran “el último recurso” para salvar
al capitalismo. El chavismo, como las demás experiencias nacionalistas en el
periodo reciente de la historia latinoamericana, también lo fueron: después de
todo resultaron un producto emergente del derrumbe de los partidos
tradicionales de la burguesía. Pero, a diferencia del Frente Popular en España,
que no tenía idea sobre cómo desarrollar el capitalismo en su país (caso
contrario habría empezado por democratizar la tenencia de la tierra, cosa que
no hizo), los frentes populares nacionalistas que conoció América latina en los
últimos años –sin la algidez
de la situación europea durante la segunda preguerra− recibieron, a diferencia de aquellos, el respaldo de la burguesía y
del imperialismo para sacarle las castañas del fuego a regímenes derrumbados,
acosados por grandes levantamientos populares.
Se trató de gobiernos
de bonapartismo tardío. Ahora bien ¿qué significa “tardío”? Precisamente eso:
que llegaron tarde, como llegó tarde el bonapartismo alemán del canciller
Heinrich Brüning (1885-1970), del Partido del Centro. Brüning llegó tarde para
contener al nazismo y debió cederle su puesto a Hitler, nombrado canciller en
1933 por el presidente monárquico y conservador Paul von Hindenburg.
El hecho de que
Maduro haya perdido el control de las calles a manos de la derecha y que de
obtener triunfos electorales plebiscitarios el chavismo se haya transformado en
un gobierno de facto, sostenido sólo por la policía y las Fuerzas Armadas (y
aún esto es relativo, porque allí se desenvuelve alguna forma de golpe), no
cambia su condición bonapartista. No cambia la categoría, sólo debe ser
precisada.
El gobierno de
Venezuela no cae pese a su debilidad porque de un modo u otro mantiene el
control de las masas empobrecidas aunque no pueda movilizarlas en su favor (la
derecha ni lo intenta, no levanta ningún programa de reivindicaciones
populares). No cae porque la derecha es una bolsa de gatos y a su izquierda no
encuentra oposición, porque los izquierdistas lo siguen a él o a la MUD. Esto
es: Maduro gobierna ante todo por defecto de la oposición y por la todavía muy
vigente regimentación de distintos sectores (por ejemplo, los obreros de las
empresas estatales, sometidos a una fortísima burocracia gubernamental y a la
represión: dirigentes sindicales de Sidor, por ejemplo, fueron encarcelados en
enero de este año). Las premisas que le permitieron al chavismo ser lo que fue
(el alto nivel de regalías petroleras) ya no existen.
La crisis
venezolana, hay que repetirlo, se desenvuelve en el contexto de un movimiento
capitalista global cuya perspectiva es el derrumbe, la catástrofe. Se debe
considerar en primer término ese fenómeno general para luego, y sólo luego,
descomponer las particularidades de la crisis en cada lugar. Y entra en una
crisis terminal, cosa que nos debe interesar especialmente, el armazón
ideológico de una izquierda que confunde nacionalizaciones con socialismo.
Ahora se llega a la aparente sinrazón de que una parte de la izquierda quiere
pagar la deuda externa venezolana, mientras una parte de la derecha la rechaza
o, al menos, propone renegociarla porque la sabe impagable, insostenible. En
otras palabras: la fuerza motriz de la crisis es internacional, mientras
internamente la economía de Venezuela se paraliza. Por eso, porque el problema
es internacional y sólo en ese terreno puede discutirse, el
“insurreccionalista” Leopoldo López se ha tranquilizado y acepta una salida
electoral en vez del golpe directo. Por eso otra vez se han abierto
negociaciones, ahora en la República Dominicana. Desarmar a las FARC
colombianas llevó años de negociaciones entre el Pentágono, la jefatura del
Comando Sur, el Vaticano y la mediación decisiva de Cuba, y hasta
representantes de Wall Street fueron a la selva para conversar con la
comandancia guerrillera ¿tendrán tanto tiempo en Venezuela?
El ya citado académico
y economista venezolano Ricardo Haussman, profesor en Harvard, calcula que para
empezar y sólo para empezar a poner en movimiento la economía de Venezuela
hacen falta 200.000 millones de dólares. Por eso cualquier negociación necesita
incluir indispensablemente a Rusia y a China, y por eso Maduro no disuelve la
Asamblea Nacional.
Otra vez: la
tragedia venezolana es, por sobre todas las cosas, la tragedia de la dirección
política del movimiento obrero. Hablamos de un país en el que la izquierda
tiene una fuerza y una tradición histórica superiores a la izquierda argentina
y a la de varios países latinoamericanos. Sin embargo, esa izquierda está
perdida en su propio laberinto y ha permitido casi dos décadas de regimentación
estatal, adaptada al chavismo, sometida al nacionalismo y, una parte de ella,
subordinada ahora a los macristas venezolanos.
Por eso una
salida obrera a la crisis parece lejana por el momento. Sin embargo, se tiene
la ventaja de que la salida misma de la crisis también está lejana. Lo está
independientemente de la suerte de Maduro, porque si él cae la derecha todavía
tendrá que aplastar a las masas para aplicar a fondo su política y la
posibilidad de que tal cosa se consume está más lejana aún. La clase obrera
venezolana, como en toda América latina, es una minoría de la población, pero
necesita organizarse independientemente de los bandos capitalistas para poder
convertirse en el caudillo de la nación oprimida. Ésa es una tarea de partido.
Por el momento, “todo indica la necesidad de que se convoque a un Congreso de
Trabajadores independiente de los contrincantes capitalistas. La clase obrera
independiente −minoritaria− necesita un programa para movilizarse como clase” (Prensa Obrera; 31/3/2017).
Ese Congreso de
Trabajadores puede legítimamente convocar a una Asamblea Constituyente para
debatir el plan de emergencia que Venezuela necesita, que debe empezar
obviamente por la suspensión de todo pago de la deuda usuraria hasta que un
comité obrero la investigue a fondo; la inmediata nacionalización bajo control
obrero del sistema bancario, por una banca estatal única para poner el crédito
venezolano al servicio del desarrollo del país y no de los intereses de la
usura financiera; resulta indispensable la nacionalización de los grandes
monopolios para asegurarle a la población el abastecimiento industrial y
alimentario. Eso vuelve a su vez preciso el control obrero del comercio
exterior y del mercado cambiario, y la constitución de un frente único de los
partidos de izquierda y los sindicatos independientes. La crisis venezolana
debe encontrar su salida obrera y socialista.
Por la unidad socialista latinoamericana. Por
los Estados Unidos Socialistas de América Latina. Que gobiernen los trabajad