miércoles, 23 de enero de 2019

Los crímenes de La Tablada y las vergüenzas de la izquierda



por Alejandro Guerrero


El hecho de que se haya quebrado uno de los represores de La Tablada (César Ariel Quiroga) ante los tribunales de San Martín, no agrega  mayores novedades a lo que ya se sabía de aquellos crímenes, aunque sí algunos detalles particularmente repulsivos: por ejemplo, que el encubrimiento de los asesinatos, torturas, fusilamientos y desapariciones fue tramado personalmente por el asesinado ex fiscal Alberto Nisman —por entonces secretario del Juzgado de Morón— con el presidente Raúl Alfonsín y el alto mando del Ejército.
Quiroga dice haber sido obligado a firmar una declaración fraudulenta (“es un trámite, por si en algún momento alguien reclama algo”, lo apretaron, “hay que hacerlo por la Institución”). Así fue que el oficial firmó dos hojas con todas las falsedades pergeñadas por Nisman y compañía. De este modo, como dice la abogada Liliana Mazea, se quiebran décadas de escuchar, por parte de los involucrados, el hastiador “no me acuerdo, pasaron muchos años”.
El juicio, se sabe, sólo tiene en el banquillo al ex general Alfredo Arrillaga, condenado ya a otras cinco perpetuas por delitos de lesa humanidad. Otro de los acusados, el teniente coronel Jorge Varando, falleció antes de llegar a juicio.
Como se recordará, el 23 de enero de 1989 un grupo de militantes del Movimiento Todos por la Patria (MTP) ingresó en el Regimiento de Infantería 3, en La Tablada, a bordo de un camión de Coca-Cola y otros seis automóviles. Según su jefe, Enrique Gorriarán Merlo, se proponían evitar un golpe contra Alfonsín, que fue después uno de sus masacradores.
Pero, si bien se mira, en un banquillo de acusados políticos deberían estar también los dirigentes de la entonces Izquierda Unida: Néstor Vicente, Luis Zamora, el Partido Comunista, el MAS, el Partido Humanista y Patria Libre. Ellos, que ahora simulan horror por la masacre, las torturas, los fusilamientos y las desapariciones, denunciaron entonces, con gritos de horror, a los atacantes del cuartel y sólo a ellos. A tal punto llegaron que el 24 de Marzo de ese año se negaron a asistir a la marcha de las Madres de Plaza de Mayo, que sí denunciaron  los crímenes cometidos por los militares en La Tablada. Por eso aquella tarde atronó el grito “la plaza es de las Madres, no de los cobardes”.
De todos ellos, Luis Zamora excedió los límites de lo repugnante al enviar ofrendas florares y telegramas de condolencias a las familias de los militares muertos.  Como ni siquiera hizo lo propio con los familiares de los militantes caídos, superó la teoría de “los dos demonios”. Ahora había un demonio solo.
Únicamente Familiares de Detenidos-Desaparecidos, las Madres de Plaza de Mayo y el Partido Obrero (junto con algún grupo menor) condenamos en aquella ocasión la barbarie represiva. Poco después el hambre promovido por el gobierno radical arrojó a las masas populares contra los supermercados (lo que la mismísima ley burguesa llama “robos famélicos”) y el juez Gerardo Larrambebere, de Morón, otro de los grandes encubridores de los crímenes de La Tablada, organizó una rápida provocación contra el Partido Obrero y ordenó detener a todos sus dirigentes. La respuesta del PO fue una enorme movilización política “con todo lo que había de honesto en la Argentina” (PO 1301, 30/ene/2014).
Hoy, ante la revelación de aquellos crímenes por uno de sus autores quebrados, se rasgan las vestiduras muchos que deberían ocultarse de vergüenza.

sábado, 19 de enero de 2019

Reforma o revolución


A 100 años del asesinato de Rosa Luxemburgo (nota 3)




por Alejandro Guerrrero



Entre 1897 y 1898 Eduard Bernstein[1] escribió dos largos artículos en números sucesivos del periódico “Neue Zeit”, órgano teórico del PSD. En esos trabajos Bernstein rebatía la teoría marxista de que el capitalismo lleva en sí mismo los gérmenes de su propia destrucción por la disminución continua de la tasa de ganancia; por lo tanto, de sus contradicciones internas y de la lucha de clases. Consecuentemente la revolución se tornaba innecesaria: el socialismo llegaría por sí, pacíficamente, mediante la organización de cooperativas de consumo, el fortalecimiento de los sindicatos y la extensión de la democracia política. El PSD debía transformarse en el partido de las reformas sociales, no de la revolución. Poco después, Bernstein extendería esas ideas en su libro “Der Voraussetzungen des Sozialismus und Aufgaben der Sozialdemokratie” (“Las premisas del socialismo y las tareas de la socialdemocracia”). Como se ve, ya no se trataba de una divergencia táctica sino de una revisión de la estrategia del partido.
Rosa Luxemburgo, como veremos, fue la primera en advertir los alcances de esa polémica mientras todos los demás —incluido el partido ruso— tomaban al PSD alemán como modelo a seguir, como el partido más importante de la Internacional Socialista (II Internacional), que se fundaría en 1889. Contra esas posiciones de Bernstein, Luxemburgo escribió su primer libro: “Reforma o revolución”, que obligó a la vieja guardia del partido a considerarla una dirigente política a pesar de tratarse de una veinteañera, extranjera y mujer (Rosa acababa de doctorarse en Suiza pero, como ya se dijo, debió huir de ese país por una orden de captura en su contra).
En cambio, la dirección del PSD tomó la controversia como un asunto menor, entre ellos sus principales figuras (August Bebel, Karl Kaustsky, Whilhelm Liebknetch —padre de Karl—, Igmaz Auer y otros). Kautsky, por ejemplo, escribió en el periódico socialdemócrata “Leipziger Volkszeitung” que aquellas posturas de Bernstein constituían “observaciones interesantes que, de todas maneras, culminan en una conclusión falsa; algo que siempre puede ocurrir, sobre todo a personas inquietas y de espíritu crítico. No es más que eso”.
Bernstein, por cierto, no estaba solo ni en Alemania ni en el extranjero. En la Argentina, por ejemplo, el principal de los fundadores del Partido Socialista, Juan B. Justo, fue un seguidor de las ideas de Bernstein. El PS argentino llegó a sostener que las huelgas constituían “un modo atrasado” de lucha y que la clase obrera debía concentrarse en la pugna política; es decir, parlamentaria. Así fue que, con una bancada importante de diputados, el socialismo logró en la Argentina la aprobación de toda una cantidad de leyes favorables a los trabajadores que no se aplicaron nunca, porque las patronales las desconocieron y el partido se negó a imponerlas mediante la acción directa.
El PSD había sido fundado en 1875 sobre la base del Programa de Gotha (véase nota 2), duramente criticado por Marx y Engels[2]. Fue puesto en la clandestinidad por la ley antisocialista del canciller Bismarck en 1878 y legalizado nuevamente en 1890. Durante ese periodo clandestino, el partido registró no obstante un crecimiento sostenido. Una vez en la legalidad, obtuvo un fuerte bloque parlamentario en el Reichstag y en las provincias; y, al mismo tiempo, un cada vez más poderoso movimiento sindical.
En la Internacional Socialista, como se ha indicado, era considerado “el gran partido”, el modelo a seguir. Lenin aún consideraba a Kautsky su maestro teórico y, sobre todo, su gran punto de referencia en lo que hacía a la organización del partido.
Entretanto, la corriente de Bernstein crecía también aceleradamente. El camino del menor esfuerzo se impone con mayor facilidad cuando se está ante un desarrollo capitalista acelerado que permite al movimiento obrero la obtención de mayores concesiones. Europa conocía un prolongado periodo de paz y, particularmente Alemania, una prosperidad cuyo final no se avizoraba.
Hasta ese momento, el PSD proclamaba “ni un hombre, ni un centavo para este sistema”, al tiempo que proclamaba su rechazo incondicional a cualquier gravamen impositivo a obreros y campesinos, porque sostenían “la tiranía del capital, del Estado, las cortes, la policía y el ejército de la clase dominante”. El abandono de ese programa fue en principio gradual. En 1891, los diputados socialistas de Württemberg, Bavaria y Baden, en nombre de supuestas “condiciones especiales” del sur de Alemania votaron en favor de los impuestos estaduales porque, según arguyeron, resultaban precisos para obtener mayores concesiones. Necesitaban, dijeron, un presupuesto mejor para sostener un capitalismo pujante y conveniente a la clase obrera.
La actitud de esos diputados fue rechazada por el partido pero no se criticó el mito de las “particularidades sureñas”: sólo se votó en contra de la postura de esos legisladores en los congresos de 1894 y 1895. No hubo sanción alguna, mientras Engels, en 1894 (moriría al año siguiente) le enviaba una carta a Wilhelm Liebcknetch (el 27 de abril de ese año) en el que criticaba ácidamente la actitud de aquellos legisladores.
Cuando Rosa Luxemburgo llegó a la escena política alemana, esa batalla política apenas empezaba. Kautsky adujo su vieja amistad con Bernstein para no polemizar y nadie contestaba sistemáticamente las posiciones del líder reformista con la solitaria excepción de Alexander Parvus (Izráil Guélfand o Helphand), un emigrado ruso que más tarde tendría un papel relevante en la construcción, junto con León Trotsky, de la teoría de la revolución permanente. Parvus dirigía en Alemania el “Sächische Arbeirztung”, y desde allí lanzaba contra Bernstein una crítica implacable.
Pero Rosa Luxemburgo fue terminante al señalar los alcances teóricos y políticos de la discusión. La controversia con Bernstein, dijo en “Reforma o revolución”, ponía sobre el tapete “la existencia misma de del movimiento socialdemócrata”. Como ya se señaló, fue la primera en advertir la magnitud del problema y en dar la voz de alarma.
Rosa subrayaba que la socialdemocracia en modo alguno se oponía a las reformas, al movimiento sobre el cual se desenvolvía la vida misma de la clase obrera. Sin embargo, esas reformas debían vincularse con el objetivo, señalado por Marx, de la revolución proletaria y la construcción del socialismo. En cambio, Bernstein sostenía: “El objetivo final, sea cual fuere, es nada; el movimiento lo es todo”. Esa posición, añadía Luxemburgo, no era una cuestión táctica sino la lisa y llana supresión de la estrategia política del partido.
Vale la pena transcribir los párrafos finales del prólogo que Rosa Luxemburgo escribió a “Reforma o revolución” el 18 de abril de 1899:

“La teoría oportunista del partido, la teoría formulada por Bernstein, no es sino el intento (…) de garantizar la supremacía de los elementos pequeño burgueses que han ingresado en el partido. El problema de reforma y revolución, del objetivo final y el movimiento es, fundamentalmente, bajo otra forma, el problema del carácter pequeño burgués o proletario del movimiento obrero.
“Interesa, por tanto, a la masa proletaria del partido, conocer, activa y detalladamente, la actual polémica teórica con el oportunismo. Mientras el conocimiento teórico sea privilegio de un puñado de ‘académicos’ en nuestro partido, éstos corren el peligro de desviarse. Recién cuando la gran masa de obreros tome en sus manos las armas afiladas del socialismo científico, todas las tendencias pequeño burguesas, las corrientes oportunistas, serán liquidadas. El movimiento se encontrará sobre terreno firme y seguro. La cantidad lo hará”.

Ya se desenvolvía, claramente, una polémica que sigue hasta nuestros días.


[1] Eduard Bernstein  (1853-1923), antiguo dirigente de la socialdemocracia alemana, albacea literario y amigo de Friedrich Engels.
[2] Véase “Crítica al Programa de Gotha”, en “Programas del movimiento obrero y socialista: desde el Manifiesto hasta nuestros días”, Rumbos, 2013, p. 80.

lunes, 7 de enero de 2019

El oportunismo en la socialdemocracia


A 100 años del asesinato de Rosa Luxemburgo (nota 2)




por Alejandro Guerrero



Rosa Luxemburgo tenía 19 años cuando el entonces canciller alemán, Otto von Bismarck, derogó la llamada “ley antisocialista”, que permitió al SPD tener vida legal, presentarse a elecciones y conseguir, cada vez en mayor número, diputados en el Reichstag. Rosa siempre vio con desconfianza esa actividad parlamentaria del partido, al que veía crecientemente domesticado. Pero vamos por partes.
Bismarck tenía su mayor preocupación interna en el crecimiento del socialismo (al punto que en 1871 concedió una tregua a Francia, con la que estaba en guerra, para que pudiera aplastar a la Comuna de París). Así fue que en 1878 dictó una ley de excepción que prohibía la existencia de los partidos socialistas —los obligaba a pasar a la clandestinidad— y ponía severísimas restricciones al funcionamiento de los sindicatos. Sin embargo, sus medidas no tuvieron el resultado esperado y el socialismo continuó su desarrollo. También aumentó la fuerza de las organizaciones sindicales. El asunto tenía su lógica férrea, porque desde la década de 1860 Alemania registraba un desarrollo industrial acelerado y, en consecuencia, una fuerte concentración proletaria contra la que no sirvieron los sindicatos amarillos creados por la patronal. Ese desarrollo derivó en la creación del Partido Socialdemócrata de Alemania en 1863, un año antes del surgimiento de la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT) o I Internacional.
Ante tal panorama, Bismarck entendió que el problema que le presentaba el movimiento obrero no podía solucionarse con la simple represión y dictó algunas reformas en favor de los trabajadores. Esas reformas, por otra parte, intentaban poner algún límite a una superexplotación que ya atentaba contra la reproducción misma de la fuerza de trabajo.
No obstante, las luchas obreras prosiguieron hasta culminar en una poderosa huelga general en 1889, mientras otra huelga de los mineros del Ruhr era fuertemente reprimida. En 1890 la ley de proscripción al socialismo había perdido todo sentido y fue derogada.
El desarrollo parlamentario de socialismo fue casi aluvional, y llegó a sobrepasar el millón de votos. En este punto resulta obligatorio detenerse. Marx había considerado siempre progresiva la unidad de Alemania, porque ello contribuiría a completar allí una revolución burguesa necesaria al desenvolvimiento de la clase obrera. Uno de los fundadores del socialismo alemán, Ferdinand Lasalle, llegó a respaldar a Bismarck porque el canciller promovía esa unidad. Tal posición condujo a Lasalle a un choque definitivo con Marx, quien sostuvo que se debía defender a los trabajadores del Estado prusiano y no al represor Bismarck.
Aquellas posiciones de Lasalle resultan del mayor interés, porque en ellas se advierte el origen del reformismo parlamentarista en las corrientes socialistas. Contra ese reformismo lucharía Rosa Luxemburgo intransigentemente durante toda su vida.
Lasalle sostenía que la humanidad estaba regida por oportunidades ajenas al control de los individuos y, por eso, el Estado debía hacerse cargo de la producción y distribución de bienes. En lo inmediato, Lasalle sostuvo las consignas del sufragio universal y las asociaciones de productores subvencionadas por el Estado. En su juventud había integrado la Liga de los Justos, devenida en Liga de los Comunistas después de los acontecimientos revolucionarios de 1848. En ellos Lasalle tomó parte activa y entabló una gran amistad con Marx, rota de la forma en que ya se dijo. Fundador también de la Asociación General de Trabajadores de Alemania (ADAV), fue promotor de la fusión de esa organización con la socialdemocracia, que se declaraba marxista. El programa surgido de esa fusión, el Programa de Gotha, fue duramente criticado por Marx y Engels por las concesiones que hacía, precisamente, a las ideas de Lasalle. Como se ve, las luchas internas dentro del socialismo ya se desenvolvían en plenitud.
En medio de esas luchas comenzó su actividad Rosa Luxemburgo. En 1893, con Leo Jogiches y Julián Marchiewski (Julius Karski) fundó el periódico “La Causa de los Trabajadores” (Sprawa Rabotniza), en oposición al nacionalismo del Partido Socialista polaco. Una Polonia independiente, sostenía Rosa, sólo podía surgir de una revolución proletaria en Alemania, Austria y Rusia. Por lo tanto, correspondía luchar contra el capitalismo y no por una Polonia independiente. En esa línea, llegó a desechar el derecho a la autodeterminación nacional. Ése sería uno de sus puntos de polémica más álgidos con Lenin.
Aunque Luxemburgo vivió casi toda su vida adulta en Alemania mantenía su condición de principal teórica y dirigente del partido polaco junto a Jogiches, su gran organizador. En 1898 Rosa obtuvo su ciudadanía alemana al casarse con Gustav Lübeck y se mudó a Berlín. Allí organizó el ala izquierda del SPD, ya en lucha abierta contra el llamado “padre del reformismo”, Eduard Bernstein. Bernstein sostenía que por su propio desarrollo, y con un poderoso movimiento obrero y sindical que impondría medidas más importantes cada vez, el capitalismo transitaría gradualmente hacia el socialismo en un proceso pacífico.
Rosa intervino en esa polémica con uno de sus libros más conocidos: “Reforma o revolución”.