Los lingüistas versus
los hablantes: un matrimonio mal avenido
por Eugenia Cabral
Tiempos de innovaciones sociales, tecnológicas, políticas,
lingüísticas, geográficas, arquitectónicas, artísticas, científicas. No
revoluciones, pero sí innovaciones. Los problemas enunciados por la Revolución
Francesa: Libertad, Igualdad, Fraternidad, son aún el espinazo de la tragedia.
La diferencia es que se comunica por WhatsApp.
En ese contexto, la literatura prosigue siendo una actividad
artística cuya única herramienta es el lenguaje, la palabra. Con el lenguaje
caminamos, soñamos, golpeamos, acariciamos, insultamos, desvariamos,
reflexionamos, a cada línea de texto literario. Como buena herramienta, tiene
sus beneficios y sus peligros. La pinza corta el alambre, pero también puede
rebanarte el dedo. Límites y permisos que proceden del mismo ser del lenguaje y
la literatura. Una cara de la moneda compensa a la opuesta. La libertad que
provee el lenguaje no es absoluta ni el lenguaje es un freno carcelario.
El problema es que no se trata de una herramienta, o un
medio, meramente material, pues su única materialidad es el casi inaprensible
sonido. El lenguaje es una institución social, usted está en lo cierto, M.
Ferdinand de Saussure. Y no hay manera de que no lo sea ¿Para qué hablaríamos,
si no hubiese alguien que nos escuchara? A lo mejor al principio hablar fue un
juego, nada más, pero terminó institucionalizándose.
Cuando los novios van al
registro civil...
Como en toda institución social, después de los escarceos surgieron
las normas. Primero el dulce noviazgo, después el aburrido matrimonio. Cada
idioma fija sus normas a fin de instituir un código en común para que lo
utilicen los miembros de una sociedad, en un tiempo y un lugar dados. Que si el
sujeto va antes del verbo (como en las lenguas latinas) o después (como en el
gaélico); que si la coma va con espacio intermedio o sin espacio; que si tal
adjetivo puede tener también un uso de sustantivo... Son normas para
homogeneizar ese código en común, el idioma, pues si no se las estableciera sólo
estaríamos ante una suma de idiolectos individuales o grupales, no ante una
lengua. Y las dicta e impone alguna academia, no importa cuál, siempre una
academia. Así el idioma haya nacido en la fronda selvática o en algún alto
desierto montañés, las normas del idioma las termina imponiendo alguna academia
con sede ciudadana. Es que la mayoría de las instituciones educativas, en las
sociedades actuales, se instalan en las ciudades. En ellas el capitalismo
concentra los resortes más sólidos de su dominio, no en zonas rurales.
Y sucede que una academia, por caso, la rae de la lengua castellana (o española, como la nombra dicha
academia), presunta, hipotética, idealmente, podría funcionar sólo como un
organismo superior de estudio de una determinada lengua, estudio muy valioso
para investigar los mecanismos lógicos de la construcción lingüística y, así,
ayudar a construir con mayor calidad el discurso a todos y cada uno de los
hablantes. Vale decir, una guía lingüística erudita. Quien conoce en
profundidad la estructura de su propio idioma posee un caudal de instrumentos
para desarrollar el pensamiento mediante el uso de la palabra. Pero la rae ni ninguna otra academia nació con
esa finalidad. Habráse visto.
Obviamente, el funcionamiento de las academias es otro. Tras
desarrollar el estudio objetivo de los componentes y la estructura y, en
consecuencia, las posibilidades del uso de la lengua pretende, imperiosamente
(y nunca más acertado decirlo que de la rae),
determinar quién hace buen o mal uso del idioma y, con fuerza de decreto o
certificación, pasar a la actitud calificativa, ya no sobre la lengua sino sobre
el uso que se haga de ella; es decir, del habla. Y cobrar en efectivo por dicha
calificación o certificación.
Consideremos, además, que la penetración en el estudio
academicista de un idioma le está reservado a los sujetos hablantes integrantes
de las clases poderosas económicamente y, por lo tanto, con acceso a
instituciones educativas superiores. Al final, quienes más lejos se hallan de
acceder al estudio académico de la propia lengua termina siendo, injustamente,
quien se ve descalificado en los usos "incorrectos" que hiciere de
dicha lengua.
Los enamorados... van a
divorciarse
Hasta ahí, los "errores" académicos cometidos por
defecto, o por inercia socio-económico-política. Pero resulta que el hablante
es un tipo viviente y semoviente, cuyo mayor defecto suele ser el dinamismo, que lo lleva en forma permanente a
probar nuevas formas del discurso, la denominación, el ritmo, la sintaxis. Y es
seguro que, en esos casos, recaerá también en errores por exceso, por la
curiosidad intrinseca del ser humano. La creatividad literaria incluso es un
juego constante de equivocaciones donde, por excepción, aparece un logro que
será acabado y duradero. Esto no es difícil de comprobar. Existen miles y miles
de textos de toda índole cuyo valor es o ha sido nimio, desacertado,
inadecuado, y dichos textos fallidos
y sus correspondientes discursos seguirán produciéndose. La comisión de
errores, la falencia, es inherente a los seres humanos.
Las academias, entonces, se echan con furia sobre los
hablantes con el dedo admonitorio para señalar la herejía lingüística,
olvidando que si no fuera por la paciente tarea, ya errónea o ya atinada, de
cada hablante, la lengua no podría existir y, menos aun, la academia que
legisle sobre dicha lengua. No obstante, si el hablante quiere certificar su correcto dominio del idioma deberá
abonar por su certificado. Extraño caso donde el que más trabaja es el que
paga.
Los problemas franceses
André Breton y Diego de Rivera (tras del cual asomaba la
insigne melena de León Trotsky) dieron en 1938 por redactar, en las calurosas
tierras de Méjico, un Manifiesto donde se lee un axioma memorable: "Toda
libertad en arte". Axioma que también es conclusión, si lo leemos en el
contexto internacional de los totalitarismos de la época. Es un ars poetica. Una legislación no
academicista. Sienta un dogma revolucionario en la estética y en la política,
para enfrentarse con los dogmas del estalinismo. Sanciona un dictamen
totalitario para, precisamente, oponerlo a la censura totalitaria. Y a la
demócrata. Y a la socialdemócrata. A cualquier censura. A toda censura.
Si trasladásemos ese principio o premisa de libertad
absoluta en el arte al habla, al uso de una lengua, que es materia prima de la
literatura, no nos queda otra cosa que pronunciarnos en el mismo sentido: toda
libertad en la lengua y en el habla.
¿Que vamos a escuchar barbarismos
en lugar de correctas elocuciones? ¿Que la rae
nos va a señalar como hablantes de algún idiolecto no reconocido dentro de la
lengua castellana, a la cual ellos mismos empiezan por deformar llamándola española?
Es muy probable, pero la libertad bien lo vale. Si no lo
creen ustedes así, pregúntenles a los vascos, catalanes, valencianos,
asturianos, por ejemplo, qué tal la pasaron bajo las botas del franquismo por
querer seguir hablando sus idiomas vernáculos. O preguntémosles a los
irlandeses, cuánta sangre les costó mantener viva a la lengua gaélica en el
Reino Unido. Y de América ni hablemos. La Égalité
es una promesa de seductores incorregibles.
Hasta podríamos recordar los infortunios del lunfardo
porteño que, con señorío rioplatense, terminó por fundar su propia academia. Y
chau pinela. De lo contrario, para acordar con la normativa de la Real Academia
Española tendría que haber escrito la letra de los tangos a la manera de
Gustavo Adolfo Bécquer... y de mina que
fuiste la más papa milonguera... ¡ni soñar!
Acuerdo con el poeta Eduardo Mileo quien, en "¿Arte
libre en sociedad esclava? " (un artículo del 29de agosto de 2017) pone
razonablemente en entredicho el axioma del Manifiesto por un Arte
Independiente, al afirmar que..."vivimos en una sociedad
explotadora, y en esas condiciones el artista sólo puede esperar la cooptación
o el destierro platónicos". Es cierto. La Liberté dentro del sistema capitalista
es una herida absurda. La libertad interior, subjetiva, y con ella la del
artista, del escritor y de cualquier hablante, choca con la piedra incesante de
la realidad del capitalismo, que lo pone entre la espada de la cooptación y la
pared del destierro. El libro que nunca se muestra en vidriera y la seguridad
de la familia quedando al descubierto, ese es el pronóstico para un escritor
que no asimile ya no sólo las normas académicas, sino los estilos que fija cada
editorial comercial. No obstante, los poetas (tribu perseguida y humillada si
las hay en el mercado editorial) rara vez abjuran de la libertad estética y...
una semana no comen y la siguiente, tampoco. La libertad tiene a menudo la
desventaja de deslucirnos la ropa, atrasarnos el modelo de coche, avejentarnos
la piel sin aplicación de cosméticos adecuados.
Nos queda la
Fraternité...
Lo que muestra la historia de todos y cada uno de los
pueblos y sus respectivas lenguas es que, tarde o temprano, incluso después de
feroces exterminios, los hablantes se esfuerzan por seguir manteniendo vivo el
idioma. Ninguna academia lo hace forzosamente, lo hacen los hablantes para
seguir manteniendo ese vínculo social. Únicamente el genocidio que no deja un
solo habitante vivo logra sepultar, también, la lengua que éstos hablaron. O,
en otros casos, la cooptación que envilece con sus degradantes dádivas de
colonizadores —veneno peor que el alcohol, que se ingiere como medicamento
cuando se está en la miseria y la opresión— logra empobrecer y deformar los
idiomas de países colonizados culturalmente.
Las academias aparecen a la hora de registrar o de legislar,
no son organismos creativos. Por eso su valor es o debería ser únicamente el de
una guía erudita, capaz de enriquecer la biblioteca lingüística subjetiva, de
indicar el camino de la excelencia y de la mayor fertilidad posible en el uso
de las herramientas, los recursos, los mecanismos, sus aptitudes y límites
intrínsecos, no arbitrarios.
Habitualmente, los hablantes se toman todas las libertades
con su propia lengua. Juegan con ella como se juega entre hermanos. Pero no lo
hacen por banalidad o capricho. El idioma permanece a condición de la
inestabilidad. Si se queda quieto mucho tiempo, muere por esclerosamiento. Por
eso no es una mera postura ideológica proponer “Toda libertad en el habla“ y
que la autoridad académica se utilice donde debe estar: abonando y sembrando en
las instituciones educativas y los medios de información —que, a su manera,
funcionan como instituciones educativas—, pero fuera de allí que se llame a
silencio. Si esta transformación en alguna futura sociedad se cumple,
probablemente vayan a aparecer adefesios lingüísticos. No importa. Asomarán
lingüistas y hablantes inclusivos,
exclusivos, sectarios, estrafalarios, comedidos, impertinentes. No importa.
Serán modas pasajeras, serán clisés politizados, serán formulismos
superficiales. No importa.
Lo único que importa es defender la estrechísima hilera de baldosas
por donde pasamos con esa pancarta con la palabra LIBERTAD (así de la igualdad
y de la fraternidad no tengamos más que la esperanza) que nunca vamos a dejar
de levantar, con esa bandera que nunca vamos a desechar frente a los popes de
las academias, las dictaduras nacionales, las opresiones extranjeras, las
invasiones imperiales. Es apenas una hilera de baldosas. Pero cada uno elige
caminar por ahí con su habla a cuestas. Y en esa medida y en ese momento es
libre, libre de oponerse a lo que considera que lo oprime.