Por Alejandro Guerrero
En los templos católicos cuelgan en estos días carteles que
dicen “Navidad es Jesús” ¿Por qué necesitan aclararlo con tanta insistencia?
Simplemente, porque no es cierto.
Si el cristianismo fue, al decir de Karl Kautsky, “uno de
los fenómenos más gigantescos de la historia humana”,[1] sólo el Iluminismo
del siglo XVIII se asomaría a una indagación científica de sus orígenes y
sentido. El historiador inglés Edward Gibbon, que dedicó más de cuarenta años
de su vida (entre 1744 y 1788) a escribir una monumental “Historia de la
decadencia y caída del imperio romano”, señala con una ironía finísima que, a
pesar de sus milagros resonantes y del impacto social de sus andanzas
terrenales, ninguno de sus contemporáneos menciona a Jesús.
Séneca (4aC-65), impulsor del estoicismo filosófico que fue
parte fundante del corpus ideológico del cristianismo (la filosofía de la
decadencia), era hombre obsesionado por los profetas de su tiempo y confeccionó
una larga y minuciosa lista de los muchos predicadores que por entonces
recorrían Palestina; pues bien, no hay en ella ningún Jesús.
Plinio el Viejo, gran astrónomo (Roma fue pobre en
astrónomos y matemáticos), estudió minuciosamente los eclipses y su mecánica, y
los describe con cuidadoso detalle en su Historia
natural ¿Cómo pudo pasársele el oscurecimiento de tres horas que siguió
inmediatamente a la muerte del Cristo?
La primera mención a la existencia física de Jesús se
encontraba en Antigüedades judías, de
Josefo Flavio —nacido en el año 37—, pero luego se comprobó que se trataba de
un agregado fraudulento hecho mucho después por un copista cristiano, ofendido
porque el texto no hablaba ni una vez del Mesías.
Aquellas indagaciones de la ciencia dieciochesca sobre el
cristianismo continuaron y culminaron en el siglo XIX, el de la victoria definitiva
y la consolidación de la revolución burguesa que, al cargar contra el
feudalismo y los monarcas absolutos, debió emprenderla también contra el rey de
reyes, el papa de Roma. Sería la presencia del proletariado la que
interrumpiría esos aires anticlericales de los patrones decimonónicos. Esa
presencia haría, como dice Engels, que los burgueses alemanes volvieran a
ayunar los viernes y a sudar en sus reclinatorios mientras soportaban
interminables sermones protestantes. Fue el marxismo, la ideología de la clase
obrera, el encargado de retomar aquellas investigaciones sobre el cielo y la
tierra, y desenvolverlas a fondo. Mucho les debemos, en ese punto, a estudiosos
como Kautsky o Lucien Henri, entre otros.
Pero volvamos al “Navidad es Jesús”.
En el Evangelio de Lucas (2,8) se lee que en el momento de
la natividad de Cristo “había en la región unos pastores que pernoctaban al
raso y de noche se turnaban velando sobre su rebaño”. De modo que, aun si se
aceptara que el personaje en cuestión nació alguna vez, eso no podría haber
ocurrido en diciembre, cuando el rigor invernal hacía imposible que pastor
alguno pernoctara a la intemperie o que velara en las noches para cuidar su
rebaño.
Así las cosas ¿por qué la Navidad en diciembre?
Se debe señalar, en principio, que se vivían tiempos de
crisis histórica. El esclavismo, que había construido civilizaciones
maravillosas como Grecia y Roma, se agotaba aceleradamente. La expansión romana
no podía proseguir sino muy costosamente y se detendría por completo en el
segundo siglo; a partir de entonces no haría sino retroceder. Las grandes
extensiones agrícolas, las latifundia, empezaban a encerrarse en sí
mismas y a transformarse en feudos.
Levantamientos de esclavos, como el de Espartaco en el 44aC,
terminaban en masacres atroces (por otra parte, los esclavos no tenían ningún
modo de producción superior que ofrecer: su victoria tal vez los habría
convertido en amos, pero no podrían haber creado una sociedad de hombres
libres). El esclavismo cedía desde sus cimientos y nada progresivo se avizoraba
en su reemplazo. Por eso su derrumbe provocaría una enorme regresión histórica,
un milenio de oscurantismo, de miseria física, moral e intelectual, de pestes y
suciedad. Bien venía, entonces, una religión que proponía el abandono de toda
lucha, aceptar el sufrimiento y esperar el reino de los cielos después de la
muerte. Eso era el estoicismo y eso fue el cristianismo.
Se debe recordar que el cristianismo primitivo, perseguido
ferozmente, vinculado con una suerte de comunismo rudimentario, fue el grito
confuso pero rebelde de los parias de Israel. Cuando el régimen de los Césares
llegara a su ocaso final sería el momento de la derrota definitiva de aquel
cristianismo, que ya era otra cosa, opuesta a sus orígenes, en el momento en
que Constantino lo declaró religión oficial del Imperio en el siglo IV. En ese
momento, sin embargo, la Navidad aún no existía.
El avance de la barbarie cristiana sobre la civilización
antigua fue arrasador. Atila fue poco comparado con el grado de destrucción de
la espada, el fuego y la cruz de los cristianos contra una cultura abrumadoramente
superior a ellos aun en su decadencia, a la que no podían asimilarse y, por lo
tanto, necesitaban aplastarla. No obstante, 2000 años de civilización no podían
suprimirse con el único recurso de la represión, por más brutal que fuera. Así,
la festividad más importante del paganismo, las Saturnales que en diciembre
celebraban el solsticio de invierno, el día del Soli Invictus en el que la
Tierra retorna al Sol después de la noche más larga del año; ese día, en fin,
sería la Navidad de los cristianos, en el que era, al decir del poeta Cátulo,
“el mejor de los días”.
La Saturnalia empezaba con un banquete público el 17 de
diciembre y duraba siete días. A ese banquete estaban invitados todos: nobles,
plebeyos y hasta los esclavos, que por un momento dejaban de serlo y eran
servidos por hombres libres e incluso por sus amos. Se hacían sacrificios en
honor de Saturno, el dios de la agricultura, y se encendían velas y antorchas
por el renacimiento (la natividad) del Soli Invictus (la entrada del Sol en la
constelación de Capricornio, el solsticio de invierno). Era, además, el momento
en que había terminado la siembra invernal, de modo que se estaba en un periodo
de descanso. Se celebraba en un ambiente de carnaval, se comía, se bebía y se
intercambiaban regalos. (Las Saturnalia empezaron en el año 217aC, seguramente
para levantar la moral del pueblo después de la derrota romana contra los
cartagineses en el lago Tresimeno).
No solo era la Roma que hablaba en latín. Toda la Europa
antigua y más allá, compuesta por pueblos de agricultores, festejaban el
solsticio de invierno a partir del cual los días volvían a alargarse. Persia honraba,
el 24 de diciembre, el nacimiento de Mitra, la divinidad de la luz, un culto
que Pompeyo, conquistador del Asia Menor, llevó a Roma en el siglo II antes de
nuestra era. Mitra, dice la leyenda persa, mató al toro sagrado cuya sangre, al
mojar la tierra, hizo surgir todas las plantas y todos los animales. Mitra
lleva un gorro frigio y se la representa en el momento de matar al toro con un
cuchillo largo (algunos sostienen que las corridas de toros tienen su origen
ancestral en el culto a Mitra).
La primera mención comprobada al nacimiento de Jesús se lee
en el Calendario Philocalus, del año 345. Allí se dice que el 25 de diciembre
es Dies natalis Soli Invicti. En él se ponen a la par los nacimientos de Mitra
y de Jesús.
En definitiva, el solsticio de invierno, que en el
hemisferio norte dura del 25 de diciembre al 6 de enero (la Epifanía cristiana)
fue la fiesta más importante de los pueblos indoeuropeos, y sobrevive hasta hoy
en todas las culturas creadas por ellos (los carteles “Navidad es Jesús” son un
intento inútil de proseguir la lucha de 2000 años contra el paganismo). La
Navidad empezó en la Europa suroriental del siglo IV, en la que confluían
tradiciones griegas, egipcias, judeo-cristianas y otras del Oriente próximo. En
las culturas de celtas, germanos e indios védicos esos eran los días en que se
comunicaban el mundo de los muertos con el de los vivos, cuando se anunciaba el
retorno del Sol y el renacimiento de la vida, que no muere con el frío invernal
y reverdece en la primavera, en la Pascua.
Se trataba, en fin, de un rito pagano imposible de suprimir
por la sola represión; por eso se lo coopta, se lo integra como hicieron los
incas con las deidades de los pueblos que conquistaban y sojuzgaban. No fue
sencillo. A tal punto no fue sencillo que todavía San Agustín (354-430), en sus
Sermones, les pide a sus contemporáneos que el 25 de diciembre no adoren
solamente al Sol y que recuerden también el natalicio de Jesús. No lo lograron
nunca, y hasta hoy tienen que poner en los templos que “Navidad es Jesús”, lo
cual de ningún modo es así.
Fue, según parece, en el año 345 cuando Juan Crisóstomo y
Gregorio de Nancieso incorporaron las Saturnales al rito cristiano-romano, y
fundaron la Navidad para furia de los cristianos de la Mesopotamia, que los acusaron
de idolatría pagana. Todavía durante el reinado del emperador Honorio (395-423)
la Navidad se celebraba el 25 de diciembre sólo en la Iglesia occidental,
mientras la oriental aún festejaba la natividad en Epifanía, el 6 de enero.
Sólo en el año 440 la Iglesia decide oficialmente conmemorar
el nacimiento de Jesús el 25 de diciembre; y será fiesta obligatoria recién en
506, por resolución del Concilio de Agde. Pero habría que aguardar hasta 529
para que el emperador Justiniano lo declarara día festivo.
Como se ve, el rito pagano de Saturnalia, con sus banquetes
y sus regalos, no se suprimió jamás y aún hoy se celebra. En el siglo VII,
Gregorio Magno quiso “cristianizar” la Navidad y pidió que se hicieran ayuno y
penitencia en Adviento (las cinco o seis semanas previas a la Navidad), pero
fracasó: su orden se derogó en 1918 sin haber regido nunca, salvo en una
porción de la Iglesia oriental.
El intercambio de regalos propio de Saturnalia está
representado por Santa Claus, que es en verdad el dios germano Thor, el más
alegre, el que protegía los hogares que le consagraban un lugar especial en los
altares caseros. Thor descendía por las chimeneas para encontrar su elemento:
el fuego. Eran también las fiestas paganas de Jul, a fines de diciembre, cuando
se plantaba frente a la casa un abeto adornado con pequeñas antorchas y cintas
de colores: el árbol de la Navidad.
Por cierto, develar el origen de la Navidad (del
cristianismo) no suprime el hecho de que “la angustia religiosa es al mismo
tiempo expresión del dolor real y la protesta contra él. La religión es el
suspiro de la criatura oprimida, el corazón de un mundo descorazonado, tal como
es el espíritu de una situación sin espíritu. Es el opio del pueblo” (Marx, Crítica a la filosofía del derecho de Hegel).
No los suprime, como el cristianismo no suprimió los ritos paganos por más que
cuelguen carteles en las iglesias. La inexistencia física de Jesús no suprime
tampoco su incuestionable existencia social, una construcción histórica de
veinte siglos. Pero, en cambio, permite advertir cómo los hombres, según el
modo en que producen su vida material y social, crean sus dioses a su imagen y
semejanza. Los socialistas luchamos por un mundo sin suspiros de criaturas
oprimidas porque toda opresión se habrá eliminado, un mundo sin miserias
infames que necesiten buscar en fantasmas etéreos el clamor de la desesperanza.
En el que ningún patrón ensotanado pueda amenazar a nadie con los fuegos del
averno.
Cuando no haya amos en la tierra los cielos se verán libres
de dioses.
[1]
Kautsky, K.; “Orígenes y fundamentos del cristianismo”; enhttp://www.nodo50.org/ciencia_popular/articulos/Cristianismo.pdf