jueves, 15 de diciembre de 2016

Navidades paganas



Por Alejandro Guerrero



En los templos católicos cuelgan en estos días carteles que dicen “Navidad es Jesús” ¿Por qué necesitan aclararlo con tanta insistencia? Simplemente,  porque no es cierto.
Si el cristianismo fue, al decir de Karl Kautsky, “uno de los fenómenos más gigantescos de la historia humana”,[1] sólo el Iluminismo del siglo XVIII se asomaría a una indagación científica de sus orígenes y sentido. El historiador inglés Edward Gibbon, que dedicó más de cuarenta años de su vida (entre 1744 y 1788) a escribir una monumental “Historia de la decadencia y caída del imperio romano”, señala con una ironía finísima que, a pesar de sus milagros resonantes y del impacto social de sus andanzas terrenales, ninguno de sus contemporáneos menciona a Jesús.
Séneca (4aC-65), impulsor del estoicismo filosófico que fue parte fundante del corpus ideológico del cristianismo (la filosofía de la decadencia), era hombre obsesionado por los profetas de su tiempo y confeccionó una larga y minuciosa lista de los muchos predicadores que por entonces recorrían Palestina; pues bien, no hay en ella ningún Jesús.
Plinio el Viejo, gran astrónomo (Roma fue pobre en astrónomos y matemáticos), estudió minuciosamente los eclipses y su mecánica, y los describe con cuidadoso detalle en su Historia natural ¿Cómo pudo pasársele el oscurecimiento de tres horas que siguió inmediatamente a la muerte del Cristo?
La primera mención a la existencia física de Jesús se encontraba en Antigüedades judías, de Josefo Flavio —nacido en el año 37—, pero luego se comprobó que se trataba de un agregado fraudulento hecho mucho después por un copista cristiano, ofendido porque el texto no hablaba ni una vez del Mesías.
Aquellas indagaciones de la ciencia dieciochesca sobre el cristianismo continuaron y culminaron en el siglo XIX, el de la victoria definitiva y la consolidación de la revolución burguesa que, al cargar contra el feudalismo y los monarcas absolutos, debió emprenderla también contra el rey de reyes, el papa de Roma. Sería la presencia del proletariado la que interrumpiría esos aires anticlericales de los patrones decimonónicos. Esa presencia haría, como dice Engels, que los burgueses alemanes volvieran a ayunar los viernes y a sudar en sus reclinatorios mientras soportaban interminables sermones protestantes. Fue el marxismo, la ideología de la clase obrera, el encargado de retomar aquellas investigaciones sobre el cielo y la tierra, y desenvolverlas a fondo. Mucho les debemos, en ese punto, a estudiosos como Kautsky o Lucien Henri, entre otros.
Pero volvamos al “Navidad es Jesús”.
En el Evangelio de Lucas (2,8) se lee que en el momento de la natividad de Cristo “había en la región unos pastores que pernoctaban al raso y de noche se turnaban velando sobre su rebaño”. De modo que, aun si se aceptara que el personaje en cuestión nació alguna vez, eso no podría haber ocurrido en diciembre, cuando el rigor invernal hacía imposible que pastor alguno pernoctara a la intemperie o que velara en las noches para cuidar su rebaño.
Así las cosas ¿por qué la Navidad en diciembre?
Se debe señalar, en principio, que se vivían tiempos de crisis histórica. El esclavismo, que había construido civilizaciones maravillosas como Grecia y Roma, se agotaba aceleradamente. La expansión romana no podía proseguir sino muy costosamente y se detendría por completo en el segundo siglo; a partir de entonces no haría sino retroceder. Las grandes extensiones agrícolas, las latifundia, empezaban a encerrarse en sí mismas y a transformarse en feudos.
Levantamientos de esclavos, como el de Espartaco en el 44aC, terminaban en masacres atroces (por otra parte, los esclavos no tenían ningún modo de producción superior que ofrecer: su victoria tal vez los habría convertido en amos, pero no podrían haber creado una sociedad de hombres libres). El esclavismo cedía desde sus cimientos y nada progresivo se avizoraba en su reemplazo. Por eso su derrumbe provocaría una enorme regresión histórica, un milenio de oscurantismo, de miseria física, moral e intelectual, de pestes y suciedad. Bien venía, entonces, una religión que proponía el abandono de toda lucha, aceptar el sufrimiento y esperar el reino de los cielos después de la muerte. Eso era el estoicismo y eso fue el cristianismo.
Se debe recordar que el cristianismo primitivo, perseguido ferozmente, vinculado con una suerte de comunismo rudimentario, fue el grito confuso pero rebelde de los parias de Israel. Cuando el régimen de los Césares llegara a su ocaso final sería el momento de la derrota definitiva de aquel cristianismo, que ya era otra cosa, opuesta a sus orígenes, en el momento en que Constantino lo declaró religión oficial del Imperio en el siglo IV. En ese momento, sin embargo, la Navidad aún no existía.
El avance de la barbarie cristiana sobre la civilización antigua fue arrasador. Atila fue poco comparado con el grado de destrucción de la espada, el fuego y la cruz de los cristianos contra una cultura abrumadoramente superior a ellos aun en su decadencia, a la que no podían asimilarse y, por lo tanto, necesitaban aplastarla. No obstante, 2000 años de civilización no podían suprimirse con el único recurso de la represión, por más brutal que fuera. Así, la festividad más importante del paganismo, las Saturnales que en diciembre celebraban el solsticio de invierno, el día del Soli Invictus en el que la Tierra retorna al Sol después de la noche más larga del año; ese día, en fin, sería la Navidad de los cristianos, en el que era, al decir del poeta Cátulo, “el mejor de los días”.
La Saturnalia empezaba con un banquete público el 17 de diciembre y duraba siete días. A ese banquete estaban invitados todos: nobles, plebeyos y hasta los esclavos, que por un momento dejaban de serlo y eran servidos por hombres libres e incluso por sus amos. Se hacían sacrificios en honor de Saturno, el dios de la agricultura, y se encendían velas y antorchas por el renacimiento (la natividad) del Soli Invictus (la entrada del Sol en la constelación de Capricornio, el solsticio de invierno). Era, además, el momento en que había terminado la siembra invernal, de modo que se estaba en un periodo de descanso. Se celebraba en un ambiente de carnaval, se comía, se bebía y se intercambiaban regalos. (Las Saturnalia empezaron en el año 217aC, seguramente para levantar la moral del pueblo después de la derrota romana contra los cartagineses en el lago Tresimeno).
No solo era la Roma que hablaba en latín. Toda la Europa antigua y más allá, compuesta por pueblos de agricultores, festejaban el solsticio de invierno a partir del cual los días volvían a alargarse. Persia honraba, el 24 de diciembre, el nacimiento de Mitra, la divinidad de la luz, un culto que Pompeyo, conquistador del Asia Menor, llevó a Roma en el siglo II antes de nuestra era. Mitra, dice la leyenda persa, mató al toro sagrado cuya sangre, al mojar la tierra, hizo surgir todas las plantas y todos los animales. Mitra lleva un gorro frigio y se la representa en el momento de matar al toro con un cuchillo largo (algunos sostienen que las corridas de toros tienen su origen ancestral en el culto a Mitra).
La primera mención comprobada al nacimiento de Jesús se lee en el Calendario Philocalus, del año 345. Allí se dice que el 25 de diciembre es Dies natalis Soli Invicti. En él se ponen a la par los nacimientos de Mitra y de Jesús.
En definitiva, el solsticio de invierno, que en el hemisferio norte dura del 25 de diciembre al 6 de enero (la Epifanía cristiana) fue la fiesta más importante de los pueblos indoeuropeos, y sobrevive hasta hoy en todas las culturas creadas por ellos (los carteles “Navidad es Jesús” son un intento inútil de proseguir la lucha de 2000 años contra el paganismo). La Navidad empezó en la Europa suroriental del siglo IV, en la que confluían tradiciones griegas, egipcias, judeo-cristianas y otras del Oriente próximo. En las culturas de celtas, germanos e indios védicos esos eran los días en que se comunicaban el mundo de los muertos con el de los vivos, cuando se anunciaba el retorno del Sol y el renacimiento de la vida, que no muere con el frío invernal y reverdece en la primavera, en la Pascua.
Se trataba, en fin, de un rito pagano imposible de suprimir por la sola represión; por eso se lo coopta, se lo integra como hicieron los incas con las deidades de los pueblos que conquistaban y sojuzgaban. No fue sencillo. A tal punto no fue sencillo que todavía San Agustín (354-430), en sus Sermones, les pide a sus contemporáneos que el 25 de diciembre no adoren solamente al Sol y que recuerden también el natalicio de Jesús. No lo lograron nunca, y hasta hoy tienen que poner en los templos que “Navidad es Jesús”, lo cual de ningún modo es así.
Fue, según parece, en el año 345 cuando Juan Crisóstomo y Gregorio de Nancieso incorporaron las Saturnales al rito cristiano-romano, y fundaron la Navidad para furia de los cristianos de la Mesopotamia, que los acusaron de idolatría pagana. Todavía durante el reinado del emperador Honorio (395-423) la Navidad se celebraba el 25 de diciembre sólo en la Iglesia occidental, mientras la oriental aún festejaba la natividad en Epifanía, el 6 de enero.
Sólo en el año 440 la Iglesia decide oficialmente conmemorar el nacimiento de Jesús el 25 de diciembre; y será fiesta obligatoria recién en 506, por resolución del Concilio de Agde. Pero habría que aguardar hasta 529 para que el emperador Justiniano lo declarara día festivo.
Como se ve, el rito pagano de Saturnalia, con sus banquetes y sus regalos, no se suprimió jamás y aún hoy se celebra. En el siglo VII, Gregorio Magno quiso “cristianizar” la Navidad y pidió que se hicieran ayuno y penitencia en Adviento (las cinco o seis semanas previas a la Navidad), pero fracasó: su orden se derogó en 1918 sin haber regido nunca, salvo en una porción de la Iglesia oriental.
El intercambio de regalos propio de Saturnalia está representado por Santa Claus, que es en verdad el dios germano Thor, el más alegre, el que protegía los hogares que le consagraban un lugar especial en los altares caseros. Thor descendía por las chimeneas para encontrar su elemento: el fuego. Eran también las fiestas paganas de Jul, a fines de diciembre, cuando se plantaba frente a la casa un abeto adornado con pequeñas antorchas y cintas de colores: el árbol de la Navidad.
Por cierto, develar el origen de la Navidad (del cristianismo) no suprime el hecho de que “la angustia religiosa es al mismo tiempo expresión del dolor real y la protesta contra él. La religión es el suspiro de la criatura oprimida, el corazón de un mundo descorazonado, tal como es el espíritu de una situación sin espíritu. Es el opio del pueblo” (Marx, Crítica a la filosofía del derecho de Hegel). No los suprime, como el cristianismo no suprimió los ritos paganos por más que cuelguen carteles en las iglesias. La inexistencia física de Jesús no suprime tampoco su incuestionable existencia social, una construcción histórica de veinte siglos. Pero, en cambio, permite advertir cómo los hombres, según el modo en que producen su vida material y social, crean sus dioses a su imagen y semejanza. Los socialistas luchamos por un mundo sin suspiros de criaturas oprimidas porque toda opresión se habrá eliminado, un mundo sin miserias infames que necesiten buscar en fantasmas etéreos el clamor de la desesperanza. En el que ningún patrón ensotanado pueda amenazar a nadie con los fuegos del averno.
Cuando no haya amos en la tierra los cielos se verán libres de dioses.


[1] Kautsky, K.; “Orígenes y fundamentos del cristianismo”; enhttp://www.nodo50.org/ciencia_popular/articulos/Cristianismo.pdf

domingo, 11 de diciembre de 2016

El lobo de Yago Franco

¿fue una tragedia el Argentinazo?


El 5 de setiembre de 2002, en el suplemento de Psicología de Página/12, el licenciado Yago Franco —redactor también de la revista Topía, dedicada al psicoanálisis— publicó un artículo sobre los "padecimientos" generados a partir del 19 y 20 de diciembre de 2001, por el Argentinazo. Tal como él los presentaba, se deducía que aquellos sucesos significaron una gran tragedia, cuyo rasgo clínico sería, según sostenía, la "afánisis" (desaparición del deseo). Esa tesis de Franco fue rebatida por Paola Valderrama en Prensa Obrera N° 773, y las repercusiones de esa respuesta dieron origen a esta segunda nota sobre la cuestión, publicada en Prensa Obrera N° 778, del 31 de octubre de 2002. A tres lustros del Argentinazo, queremos recordar aquella polémica que permanece vigente.




por Alejandro Guerrero


La idea de un monstruo que por las noches habita debajo de la propia cama es un terror habitual en los niños. Ahora, el monstruo que vivía debajo de la cama de Yago Franco ha salido de su cubil y amenaza devorarlo. Yago sucumbe a su catástrofe mental e imagina que ése, su monstruo personal (un lobo), no salta sobre él mismo sino "sobre la inmensa mayoría de los argentinos"; es más, lo ve pasearse por las calles intimidatoriamente, abiertas las fauces.
Como toda monstruosidad individual, surgida de oscuridades inaccesibles, el lobo de Yago tiene origen indefinido, no se sabe en qué consiste ni de dónde viene, aunque sí conocemos la fecha de su aparición: finales de diciembre, cuando el Argentinazo echó a De la Rúa y a Cavallo. Ante la bestia despertada por el batifondo de la lucha callejera, Yago está inerme porque su figura paterna —los poderes del Estado "que debieran amparar a los ciudadanos"— no lo defienden y, además, esos poderes, "aquello que debiera ser familiar/amparador, se transforma en persecutorio o abandonante". Esto es: Yago creía que el Estado era su familia, que ella le daría amparo cuando el lobo atacara, pero ahora descubre que ese Estado es el instrumento del lobo, o el lobo mismo. Este descubrimiento de Yago lo pone, según él mismo, delante de "un panorama siniestro".
La polémica con Yago es posible y adquiere interés político porque, según se desprende de esa función paternal que asignaba a la institución estatal, su crisis deviene de la rotura drástica de una ilusión social: la ficción de comunidad organizada por y en el Estado. Ahora resulta que tal comunidad no existía, que el Estado sólo era la asociación de una clase social en contra de otras y, por tanto, para las clases sometidas la idea comunitaria sólo constituye una fantasía y, sobre todo, una traba.
El Estado, en definitiva, no sólo no ampara a los ciudadanos: los ataca en nombre de los destructores de la ciudadanía. "Esto —dice Yago— coexiste con hiperdesocupación, expulsión del sistema económico, pauperización, lo cual conduce a la imposibilidad de toda idea de futuro a nivel individual y colectivo". En verdad, tales estropicios no "coexisten" con el Estado-lobo: son parte del fenómeno. La crisis capitalista mundial —ése es su lobo, amigo Yago— se hace sentir de ese modo en todas partes, y en la Argentina ha producido una fractura revolucionaria. La tragedia personal de Yago, y por eso resulta socialmente interesante y digna de polémica, es la tragedia política de todo el arco reformista: él confunde "la imposibilidad de toda idea de futuro" del régimen capitalista con la imposibilidad de todo futuro en general; esto es, no hay futuro fuera del capitalismo.
Por eso Yago, al igual que todo el reformismo, no logra advertir las proyecciones de lo que él mismo observa: "Los cacerolazos, piquetes, escraches, clubes de trueque, asambleas populares, obreros ocupando fábricas, son las armas que los ciudadanos han inventado y esgrimen contra la bestia". No lo advierte porque dos párrafos más adelante, víctima de su propia desesperación, dice: "Se hace insoportable y sin sentido la participación en el colectivo social".
Acción colectiva y libertad individual
En este punto, conviene recordar que todas las colisiones en la historia han resultado, en última instancia, de la contradicción entre el desarrollo de las fuerzas productivas y las formas de intercambio, dadas por el régimen de propiedad de los medios de producción. Ese choque produce guerras, revoluciones, lucha de ideas y también crisis y conflictos en los medios por los cuales los hombres intentan conocer la realidad, manifestados en la tendencia a tomar cualquiera de las facetas secundarias del fenómeno y colocarla en el papel de factor determinante, como bien lo indica Paola Valderrama al referirse a la supuesta "objetividad" o "extraterritorialidad" de algunas prácticas profesionales (Prensa Obrera 773).
Así, el economista dirá que la evolución humana ha dependido del desarrollo de las teorías económicas, el abogado la atribuirá a las nociones en materia de derecho y el psicoanalista pretenderá analizar "la situación social y política desde la práctica o las concepciones psicoanalíticas" (P. Valderrama, ídem anterior). La base de ese desvío, a juicio nuestro, radica en la división entre trabajo intelectual y trabajo manual, que produce un hombre alienado, partido, presa fácil de las ilusiones individuales acerca de la propia actividad.
Por cierto, subordinar los poderes materiales de la sociedad (sus potencias productivas) a las decisiones conscientes del hombre y eliminar la división del trabajo, es tarea comunitaria, no individual; de la lucha de clases, no del psicoanálisis. En un régimen que reserva las libertades individuales y sociales a la clase dominante, el individuo de las clases oprimidas sólo encuentra ocasión de desarrollar su libertad en la acción colectiva, cuando se expresa en el colectivo, en las asambleas populares, en las organizaciones piqueteras, en las fábricas ocupadas. Ese es uno de los sentidos de "la participación en el colectivo social" y está dado por "las armas que los ciudadanos... esgrimen contra la bestia", que Yago observa sin ver.
En esos organismos los oprimidos desarrollan su libertad personal, manifiestan sus opiniones a viva voz y ejecutan su pensamiento ellos, los que estaban condenados al silencio obediente, a la sumisión. Ahí, colectivamente, en esa asociación libre, encuentran su propio deseo y "el deseo del Otro", que Yago cree perdidos.
Revolución y cultura
En otra parte de su análisis, Yago habla del papel de la cultura en todo el asunto. "La cultura cumple una función de amparo", dice, pero añade que eso ha cambiado "dramáticamente" porque "la sociedad" ya no ampara.
Yago no explica qué entiende por cultura, pero para saber de qué hablamos resulta necesario recordar lo siguiente: en un mundo al borde de la barbarie definitiva, la actividad cultural radica sobre todo en tomar conciencia de la necesidad de terminar con la dominación de los bárbaros, en el conocimiento de los modos de la opresión y de la forma de liberarse de ella. En general, la cultura está dada por el desarrollo de necesidades de todo tipo y por el desenvolvimiento de los medios necesarios para satisfacerlas; por tanto, la liberación de la humanidad consiste, básicamente, en superar los obstáculos que impiden satisfacer la necesidad, saciar el deseo. Así, la revolución obrera es la más formidable tarea cultural de la historia.
Está a la vista la relación dialéctica causa/efecto (la confusión de ambos) entre desarrollo cultural y desenvolvimiento industrial y comercial. En una crisis como la que sufre la Argentina, se produce un desequilibrio abrupto de la relación entre el desarrollo de las necesidades (grado de cultura) y los medios para satisfacerlas. En tales casos, la alternativa es férrea: se multiplican esos medios —revolución mediante— o se eliminan necesidades por la vía del desastre, de imponer un retroceso catastrófico al nivel de civilización de la sociedad.

Desde ese punto de vista, lo mejor que la Argentina tiene para ofrecer a la cultura universal es su lucha proletaria, su organización piquetera, sus asambleas populares, sus fábricas ocupadas. Por tanto, la cultura —contra lo sostenido por Yago Franco— cumple hoy más que nunca su función de amparo; la cultura argentina es fuerza obrera organizada que crece y se desenvuelve. Cierto es que la lucha de clases en una situación de características revolucionarias coloca en tela de juicio los poderes del Estado que Yago creía paternales; se combate abiertamente contra la voluntad del Estado (de la clase dominante) y contra todo su andamiaje legal, y esto no puede menos que alterar la tranquila digestión de algún intelectual pequeño burgués. Pero ese movimiento gigantesco de enormes fuerzas sociales sólo puede verse si se desecha la práctica tautológica del bobo que se mira al espejo y cree mirar por la ventana. Yago será capaz de superar sus fobias, el taxi con que elude la violencia callejera y su refugio en la televisión, en fin, su afánisis, si deja de ser, como decía Robert Owen - aquel genial socialista temprano inglés—, this poor localized being (ese pobre ser limitado) que intenta medir las cosas más generales con la vara corta del mundillo que le rodea.

viernes, 9 de diciembre de 2016

Fuego seco

                                                                                   Banderas Rojas


por Belén Mar


En el estómago le estallaban las ganas de atravesarlo con sus manos húmedas. El clítoris se despertaba con furia, los músculos se endurecían y la energía llegaba a mover las cortinas del carromato.
El susurro fue el punto de partida.
- Un café amargo. Quiero un café amargo.
Una carcajada se escuchó hasta la plaza central, sin embargo el clima permanecía intacto.
Las pelvis aparentaban tener el poder de los imanes. El hierro de sus deseos ya no daba tregua. Se miraban inmensamente desnudos.
- Anís, le contestó.
Se acercó al bajo mesada, tomó la botella a medio beber y la colocó entre sus piernas. Un instante después de terminar el primer sorbo una gota cayó sobre los comienzos del pecho izquierdo recorriendo la turgencia de su piel hasta acabar en el pezón. Era una invitación clara.
No fue necesario el diálogo. Con la lengua sedienta de placer se acercó despacio, disimuló el apuro y el fuego de la tarde los hizo pura ceniza. Las paredes transpiraban y se tragaban el sudor, no había en el aire espacio para el desasosiego. Los gemidos eran interminables, dulces, como las despedidas. Los dedos del hombre estaban tensos como cuerdas pero cada vez que se acercaba al extremo sur de aquella espalda se volvían arcilla para moldear cada rincón. Las bocas embriagadas de anís y de sexo se buscaban desesperadas en cada propuesta.
Los aullidos llegaron con la luna y el viento que secaba cada tronco mojado de aquel pueblo hambriento de lujuria. Las figuras moviéndose simulaban un cuadro viviente. Era una realidad implantada, una esperanza de salvación ciega.

lunes, 5 de diciembre de 2016

The Theatre Group o “la revolución de la dramaturgia" en Estados Unidos


Por Ricardo Lusso


Era el comienzo de la década más convulsiva, conflictiva y de ascenso de luchas obreras en Estados Unidos. En ese contexto un grupo de directores, actores y actrices, se introducirían en la “aventura” de revolucionar el teatro estadounidense. The Theatrer Group (1931-1941) fue creado a partir de ideas y reuniones de Harold Clurman; Cheryl Crawford y Lee Strasberg, junto a un equipo de 28 actores.
Durante la gran crisis de 1930 la economía capitalista se derrumba frente a la “prosperidad” de los años ´20 en los Estados Unidos. Durante toda esa década  el desempleo afectaba, en promedio, al 25 por ciento de la población, unos 30 millones de trabajadores. Otros 6 millones se encontraban directamente fuera del sistema económico.  En respuesta a esa situación surgieron organizaciones de desocupados que emprendieron una tenaz lucha contra la pérdida de empleos y los desalojos de viviendas. Las huelgas recorrían las fábricas y conmocionaban la situación política y social de los Estados Unidos.
El Partido Comunista y el Partido Socialista, junto a organizaciones troskistas de aquella época, tenían una amplia presencia en los sindicatos y agrupaban cientos de miles de trabajadores ocupados y desocupados. La magnitud de esta presencia se puede apreciar en que, por ejemplo, por iniciativa del Comunist Party, el 6 de marzo de 1930 en todo Estados Unidos se movilizaron alrededor de 1 millón de desocupados. Huelgas victoriosas se desarrollaron a lo largo y ancho de los 50 Estados de la Unión.
Sin lugar a dudas el entorno social y político convulsionado tocó, de una manera u otra, a los fundadores del The Theater Group que se propusieron cambiar rotundamente la forma y estilo de producir teatro hasta ese momento. “El grupo apuntaba a cultivar al individuo a través de una disciplina colectiva y un acercamiento colectivo a los problemas del individuo” decía Clurman en 1945 en su libro Los fervientes años. Pero aún más lejos pretendían llegar los directores del grupo: “Cambiar lo que se estaba viendo en teatro hasta ese momento”. Se referían a la estética naturalista, predominante desde finales del siglo XIX hasta mediados de los años ´20 en las presentaciones teatrales estadounidenses.
El grupo comenzó a tomar forma en el verano de 1931. En las primeras reuniones participaron Clurman y Crawford, y luego se incorporó Lee Strasberg. Este último tomó la tarea de seleccionar los actores. Durante los diez años de vida del grupo llevaron al escenario más de veinte obras. Clurman y Stella Adler (actriz, productora, y amiga de los fundadores) viajaron a Rusia en esos años a estudiar lo que llamarían “el método” de Konstantin Stanislavsky.
Ellos tuvieron el mérito de introducir el método teatral que trascendería hasta más allá de la existencia del grupo y marcaría generaciones enteras de actores de renombre internacional: Marlon Brando, Robert De Niro, Al Pacino,  entre otros que aprendieron en academias actorales “herederas” del maestro ruso.
Pero volvamos al año de gestación. Con muchos esfuerzos económicos y financieros, el grupo se constituye en 1931. Los actores y sus familias se instalaron en las afueras de Nueva York. En la casa Connelly, en la apacible Connecticut.  Allí construirían una rutina de entrenamiento diario: desayunaban juntos, asistían a una clase dada por Stranberg, almorzaban, charlas por la tarde sobre el teatro a desarrollar, cena y a dormir. En su mayoría los actores “originales” del grupo estaban influidos por ideas de izquierda y tenían acuerdo con las nuevas propuestas metodológicas de los directores.
Al regresar a Nueva York asumieron el desafío de emprender las primeras puestas en escena. El 23 de setiembre de 1931 se estrena a sala llena, en el Teatro Martin Beck,  en la calle 302 W. 45th St. de Nueva York, la obra El juego de la Casa Connelly. La expectativa era grande, el público acompañó el nuevo juego teatral y la crítica los aplaudió. La audaz apuesta del teatro independiente surgía al calor de las luchas políticas y sociales de principios de los años ´30.
Luego vino 1931. Fue el primer golpe: solo duró en cartel nueve días. La prensa neoyorquina los hizo añicos con la crítica. A pesar del traspié, el grupo ganaba un nuevo público entre sus seguidores, con orientación a las preocupaciones por la situación social y política imperante en ese momento.
Al año siguiente, la dureza de la situación económica hizo que  el grupo atravesara uno de los peores momentos. Clurman tuvo que darse un par de chapuzones en la costa oeste, en Hollywood, para recaudar fondos y sostener, literalmente, la vida del equipo teatral que estaba organizando: “Para que no murieran de hambre”, diría.
Entre el elenco se encontraba un tímido actor, que no sobresalía en las presentaciones. Se trataba de Clifford Odest, quien, después de un tiempo, comenzó a hablar con Clurman y a exponerle sus ideas de izquierda (estuvo vinculado con el Partido Comunista). Al principio Clurman desconfió, según lo revela en su libro, sobre la certeza de las obras que escribía Odest.
Nacido en Pennsylvania, había transcurrido su niñez y adolescencia en los barrios neoyorquinos del Bronx. Luego de la experiencia del Group Theatre marchó a California, donde elaboró guiones para películas como None but the Lonely Heart (1944), que dirigió él mismo, y The Sweet Smell of Success (1957), dirigida por Alexander Mackendrick.
Odest, antes de incorporarse al Group Theatre, había formado parte del Theatre Guild, una compañía fundada en 1919 por Elmer Rice (dramaturgo que incorporó temas de interés social en sus obras) para favorecer la difusión del teatro no comercial.
La obra que llevó a la “gloria” al grupo fue Esperando al Zurdo (1935) que convierte al espectador en cuasi protagonista de la trama. Los personajes se distribuyen en un círculo que cubre el escenario y se distribuye entre las butacas, de modo que adquiere forma de coro o “asamblea” donde se  enfatizan las diferentes situaciones. La participación de los espectadores  es clave en el  conflicto que propone la obra: la necesidad de convocar la huelga en repuesta a la intolerable situación social. Los problemas de la vida cotidiana son llevados por la trama hacia conclusiones políticas. La xenofobia, el fascismo, la burocracia sindical, el preludio de una nueva guerra mundial, el chantaje patronal; todas esas cuestiones dan paso, mientras esperan al Zurdo, que no llegará porque ha sido asesinado, a la decisión de seguir luchando. El primer paso, la huelga. El único camino posible.
Aquella realización llevó a que Odest fuera declarado, en 1935, “hombre del año” por la revista Time. Odest se había convertido en un “ídolo” de multitudes. Y varios de sus compañeros y reseñas señalaban que se trataba de un “revolucionario” de la dramaturgia norteamericana.
Sin embargo, Odest sería uno de los pocos dramaturgos que adhirió al proyecto del Federal Theatre, promovido por la administración Roosevelt para relanzar la cultura teatral después de la crisis de los años 30. El dramaturgo seguía así la línea del PC estadounidense, que respaldó las medidas del gobierno, al New Deal. Recordemos que el PC norteamericano apoyaba a la burocracia sindical a la que tanto criticaba Odest en sus obras. Esa fue una de las tantas contradicciones en las que quedó atrapado el brillante dramaturgo.
La fama lo condujo, a finales de los años 30, a Hollywood, y se instalaó en California hasta el final de sus días. A pesar de este salto cuantitativo de su situación económica siguió aportando obras al Theatre Group hasta por lo menos 1940.
El grupo continuó hasta 1941 con sus presentaciones, más de veinte obras en escena. Hasta pudo recorrer varios Estados y logró llegar a la costa oeste. El periplo fue agitado, varios de los actores originales del grupo, por necesidades económicas, debieron migrar a donde encontraban trabajo, por lo general en la “meca” hollywoodense.
Por otra parte, las diferencias iniciales entre Clurman y Strasberg se fueron acentuando con el tiempo; las dificultades financieras agregadas a las diferentes ideas sobre la interpretación del “método” hizo que a finales de los 30 Clurman decidiera convocar actores de “influencia” a las obras, lo que ofuscó a los “originales” del grupo. Dos de sus fundadores renunciaron: Cheryl Crawford y Lee Strasberg. La debacle se volvió inevitable. En 1941 hicieron su última representación.
Los fundadores del The Group Theater no tenían en ese momento mayor idea de la influencia que habían logrado en esos diez años de existencia para las generaciones futuras de actores y actrices del teatro y el cine norteamericanos. Del teatro naturalista de finales del siglo XIX pasaron a uno comprometido en las formas actorales a partir de una estética colectiva, realista, influidos por la agudización de la lucha de clases en suelo norteamericano.
El derrotero político posterior de varios de los actores y directores, que se consideraron “herederos” del “método” del juego teatral separaron posteriormente el proceso de creación original del proceso político que se vivió décadas después en Estados Unidos. Algunos crearon un gran negocio alrededor del “método” y vaya que les fue bien: son íconos actuales en la formación de actores para la industria artística y cinematográfica de su país.

Otros, por ejemplo, declararon ante el Congreso estadounidense  en la Comisión de Actividades Anti-comunistas creada por el senador Joseph McCarthy. Pero esa etapa de la historia del teatro y cine norteamericano será parte de otras notas.