por Ricardo Lusso
Una tarde de setiembre en Puerto Iguazú, Roberto Bustos esperaba
algún pasajero en su remís (un Ford Focus azul) en la terminal de ómnibus. El
celular le interrumpió la somnolencia.
−¿Dónde andás? −preguntó una voz tajante.
−En la terminal ¿Adónde voy a estar? −contestó desanimado.
−¿Pudiste pasar? Mirá que no tenemos mucho tiempo… ¿También
pudiste conseguir lo otro?
−No, no, no, todavía no… Estoy esperando −la comunicación se
cortó abruptamente.
Alrededor de él, cientos de personas subían o bajaban de los
micros, otros caminaban apurados y algunos sólo esperaban, como él, con sus
grandes bultos y valijas. En medio de la multitud, Roberto se sentía solo, muy
solo. En verdad, estaba completamente solo, desoladamente solo. Los vendedores
ambulantes cubrían con nylon sus chucherías y preparaban sus puestos para el
día de mañana. Empezaba la noche y llegaban nubarrones arrastrados por el
viento norte, cálido, pesado.
Un ómnibus acababa de entrar. Venía de Foz de Iguazú. Iba
repleto. Una mujer se bajó de ese micró y se dirigió directo al Focus. Ahora la
lluvia, súbita como suele por esos parajes, no dejaba ver bien a través de los
vidrios. El limpiaparabrisas se movía con su cadencia repetida, aburrida. La
mujer trataba de abrir la puerta trasera, pero estaba trabada. Lo intentó
nuevamente, hasta que Roberto levantó la traba y la puerta por fin abrió.
−Un cajero, necesito un cajero… −dijo ella. Cuarenta y
tantos, tez blanca, pelirroja teñida.
A Roberto se le ocurrió en el momento
–Esta es la mía, no la puedo dejar pasar… Es porteña,
seguro…
Ella estaba ansiosa, muy ansiosa.
−Necesito ya un cajero, tengo que volver al hotel en Foz… me
olvidé de avisar al banco que viajaba y no tengo un peso, o real, lo que sea ¿Aceptarán
pesos argentinos en Foz? Necesito un cajero para sacar plata ¿me puede ayudar?
Lo necesito ahora ¡por favor!
Ella se sentó en la parte trasera del auto, Roberto no decía
palabra alguna. Ella seguía.
−Tengo a mis dos hijos en el hotel, tengo que volver cuanto
antes… rápido, por favor. No sé ¿dónde hay un cajero? Dejé a mis hijos en
custodia con la gente del hotel, imagínese si les pasa algo… Los dos se quedaron
en la pileta… Espero que el más grande no se ponga a tomar alcohol. Es menor,
imagínese el lío que se arma. Es que fui al cajero del hotel, puse la tarjeta y
la rechazó. La puse de nuevo, puteando al maldito cajero. De nuevo y de nuevo, y
otra vez la rechazada. No puede ser, pensé, qué hago ahora. Hasta que se acercó
una señorita del hotel, argentina, muy amable, y me explicó que no podía sacar
plata si no le había avisado al banco que iba a otro país. Imagínese ¿qué hago
ahora? ¿Cómo hago? y me dijo venga, firmé unos papeles y los dejé allá. Tengo el
permiso del padre, si se entera que los dejé en otro país solos y sin plata… me
mata… aunque él sea flor de pelotudo también. Señor ¿puede ayudarme? Por favor,
lléveme a un cajero…
Roberto tenía problemas, pero no contuvo la risa. Con las
dos manos en el volante, miró a su pasajera por el retrovisor. Ella se irritó
más.
–¿De qué se ríe?
−Es que sos muy bonita y también graciosa… Tranquila, hay un
cajero acá dos cuadras, te puedo llevar…
Ahora los dos se ríen juntos.
−Perdoname –dijo ella, y Roberto registró el tuteo−, estoy
un poco nerviosa.
El Focus partió hacia el cajero. Bajaron ambos y ella le dio
su tarjeta. Roberto la introdujo, ella puso la clave.
–Es increíble esta mujer –pensó él.
−Te llevo a Foz, es sin cargo –propuso Roberto.
−No, no hace falta, gracias –la negativa de la pelirroja
quería decir lo contrario y se le notaba en la voz.
−No me cuesta nada... ¿Pensaste venirte a Iguazú? −preguntó
Roberto como al pasar.
Ahora la colorada tenía cara de sorpresa. El Focus ya iba
hacia Foz. Roberto siguió.
−Yo soy divorciado, tengo una hija de trece años. Candela,
se llama. Compré con la indemnización un
terrenito en Foz. Venite, sos muy bonita.
La colorada pensó ¿puede ser que este tipo me esté
proponiendo matrimonio? Para su propia sorpresa, se sintió adulada.
–¿Cómo te llamás?
−Carla.
−Hermoso nombre.
La lluvia ahora era más intensa. Pasaron como si nada el
puesto de control fronterizo. Apenas un hola… Roberto hizo un ademán con la
mano izquierda. “Hola”, contestó el policía con acento portugués… siguieron sin
más.
–¿No debería presentar documentación? −pensó Carla. Era
evidente que ciertas caras pasaban esa frontera una y otra vez sin control
alguno. Siguieron camino al hotel.
−¿Dónde están parando?
−En el hotel Carama.
−¿Y no pensás volver a enamorarte? Una mujer tan hermosa,
tan inteligente… yo acá tengo un terrenito… podés venirte con los chicos…
Carla rió.
−No, no… hace un par de años estuve enamorada, pero ya no
más.
−¿De tu marido?
−No, de mi marido no estuve enamorada nunca. Fue de un
novio, pero ya fue. Era un imposible, un impostor, un…
−Siempre hay otra oportunidad… conmigo la tenés.
A Carla, la sorpresa le transformaba la cara.
−No, no –contestó, y ahora sin querer empezaba a levantar la
voz.
El Focus se estacionó frente a la puerta del Carama. Roberto
sacó una tarjeta de la agencia de remises, anotó un número y se lo dio.
−Este es mi celu particular. Yo quiero que vos lo pienses
¿sabés? Podemos volver los dos a pensar en formar algo. Yo tengo un negocito
acá. Vos podés dar clases ¿dijiste que sos profesora de inglés, no?... tenemos
otra oportunidad.
Ahora Carla se sintió casi irritada.
−¡Ni loca! –contestó. Cerró la puerta del auto entró en el
hotel con paso rápido, sin mirar atrás. En la mano, sin embargo, llevaba la
tarjeta que le había dado Roberto.
Mientras tanto, el hombre la miró perderse en el hall del
hotel
−Era mi última esperanza −pensó.
Al regreso hizo la parada que le habían pedido y dejó el
paquete en el cesto de la basura de la intersección de la avenida Morenitas y
Serafim da Silva. Continuó por la avenida Mercosul, cruzó nuevamente los
puestos de control fronterizo como si nada. Hola… Hola…
El teléfono sonó otra vez. Roberto atendió.
−¿Entregaste?
−Sí.
−¿Y cómo te fue con el otro tema?
−Nada, subió una al auto pero no aflojó. No conseguí nada, aunque
me dijo que lo iba a pensar… prometió llamarme… −mintió.
−Sí, sí, claro. Tenías tiempo hasta esta noche, lo sabías.
Hoy se definía… Bueno, andá de la Charito que ahí te van a dar algo para llevar…
−¿A esta hora?
−Sí, a esta hora…
Roberto sintió que el miedo le subía con la bilis. Los
brazos le pesaban demasiado cuando tomó Estanislao del Campo y fue a lo de “la
Charito”. No quería abandonar la esperanza inútil de que la colorada lo llamara
en algún momento durante los próximos minutos. Necesitaba antes del día arreglar
el tema de una pareja, necesitaba esos papeles para solucionar una macana que
de otro modo sería imperdonable. El barro rojo en las calles hacía patinar las
ruedas del Focus, que quería ladearse a un lado y a otro y casi tocaba las
zanjas en los dos costados del camino. Ya estaba acostumbrado a manejar en esas
condiciones, pero esa noche era distinta.
Una par de lámparas iluminaban la calle casi descampada, de pocas
casas, y algún que otro galpón se divisaba a lo lejos. La lluvia se había
transformado en llovizna tenue, molesta. Se detuvo frente a la casa de Charito,
tocó bocina. Nada, nadie salía. Tocó nuevamente. Nada. Con bronca se puso la
campera negra con capucha y bajó pisando el barro de la calle con dificultad.
Ese barro de mierda podía mandarte a la zanja en cualquier descuido. Golpeó las
manos y gritó.
−¡Charooo! ¡Charooo!
Para colmo, de nuevo llovía fuerte, muy fuerte.
Nada como la lluvia para apagar los sonidos, dicen. Eso pasó
con los dos disparos secos que sonaron entonces. Después el silencio, o mejor
dicho la lluvia. Sólo la lluvia,
Roberto quedó al borde de la zanja, la cara hundida en el
barro, definitivamente muerto.
Dos hombres lo subieron al baúl del Focus. Pusieron el auto
en marcha y rumbearon hacia la costa, para que el río, los peces y las alimañas
hicieran de las suyas.
Del otro lado de la frontera, Carla les contaba a sus hijos,
entre carcajadas, sus andanzas con el remisero enamorado. Su hijo mayor dijo a
risotadas
−Tendrías que haber agarrado viaje, mamá, llamalo.
Carla miró la tarjeta, la hizo un bollito y la tiró en el cesto
de la basura.
−¡Brindemos por el enamorado! –dijo, y volvió a reír con esa
risa clara, sonora, esplendorosa.