El poeta francés Paul Valéry tiene un frase especialmente
bella: “No se puede gobernar por la pura coerción, hacen falta fuerzas
ficcionales”. Esto es, ilusorias. Juan Perón, de cuya muerte se cumplieron 44
años este 1° de julio, manejó como nadie esa ficción y esas ilusiones.
¿En qué sentido ilusiones? ¿En qué sentido ficciones?
Porque, después de todo, cualquiera podría decir que no fueron ilusiones ni
ficciones las enormes conquistas sociales que Perón concedió —cierto que al
precio de la estatización de los sindicatos, de su conversión en simples
dependencias ministeriales— cuando aún era el jefe del Departamento de Trabajo,
una dependencia menor del gobierno militar instaurado en junio de 1943.
Conquistas que, dicho sea al pasar, eran ley desde hacía tiempo por iniciativa
del Partido Socialista, pero como el PS consideraba que las huelgas y la acción
directa de los trabajadores constituían métodos “primitivos” de lucha, las
patronales desconocían tranquilamente esa legislación, transformada así en
cartón pintado. Las vacaciones, el aguinaldo, la jornada de 8 horas, el mojar
por primera vez los pies en el agua de la Bristol, el comprar el terreno para
edificar su casa, el soñar con enviar sus hijos a la universidad, entre otras
cosas, no eran conquistas menores aunque a cambio se debieran entregar las organizaciones
sindicales ya burocratizadas hasta la médula por lo menos desde 1930.
¿En qué consistían las “fuerzas ficcionales” de las que
hablaba Valéry? En lo siguiente: la confianza de los trabajadores en el
peronismo era la ilusión en un desarrollo infinito e ilimitado del capitalismo
argentino. Dicho de otro modo: en que mantener el progreso social sólo requería
votar y ganar.
Se tuvieron indicios de que eso no era así ya durante el
primer gobierno peronista. Por ejemplo, con la huelga ferroviaria de 1951,
reprimida ferozmente con despidos, detenciones y la delación pública de los
dirigentes de la huelga, cuyas fotos aparecieron en los diarios como si se
tratara de criminales (aquella huelga, dicho sea al pasar, fue reprimida
personalmente por Eva Perón y el ex socialista y ex dirigente sindical Ángel
Borlenghi, por entonces ministro del Interior del gobierno peronista). Pero el
proletariado tomó aquello, precisamente, a modo de indicios.
Ya no fueron indicios los hechos posteriores al Cordobazo,
en 1969, cuando un proletariado joven, ya alejado del peronismo, produjo un
levantamiento insurreccional en Córdoba, una situación abiertamente
revolucionaria y una crisis de poder. Fue entonces que los mismos que habían
derrocado a Perón en 1955 lo trajeron en 1972 —el presidente de facto era el
general Alejandro Lanusse, quien había estado cuatro años preso por el intento
golpista de 1951 que dirigió el general Luciano Benjamín Menéndez— porque se
trataba del único político burgués con suficiente autoridad para sacar las
castañas de semejante fuego.
El tercer gobierno de Perón, muy breve (desde el 12 de
octubre de 1973 hasta su muerte el 1° de julio del año siguiente) ya no fue ni
podía ser un gobierno de cooptación de los trabajadores, como habían sido los
primeros dos. La situación de la posguerra era y es irrepetible, por eso es
irrepetible aquel peronismo. En 1973 había comenzado la crisis que no ha hecho
más que agravarse hasta hoy. Fue la época, por tanto, de la ley de Asociaciones
Profesionales que atornilló a la burocracia en sus sillones, la de las reformas
al Código Penal que transformaba a las huelgas no aprobadas por el gobierno en
materia de persecución judicial y policial, la de los primeros contratos
basura… El comienzo, en fin, de la supresión de las conquistas arrancadas por
los trabajadores desde 1969 e, incluso, de las otorgadas por el peronismo de
sus primeros tiempos. Y para cuando eso no alcanzó ahí estuvo la Triple A,
creada personalmente por Perón el 8 de octubre de 1973 (el día de su último
cumpleaños) en su casa de Vicente López, con el nombre inicial de Comando
Libertadores de América. Cuando, hace pocos años, diversas investigaciones
probaron el papel personal de Perón en la creación de aquella organización
criminal, la burocracia sindical —con Hugo Moyano y el “Momo” Venegas a la
cabeza— empapeló las ciudades con carteles que decían: “No jodan con Perón”.
Eso significaba “no jodan con la burocracia sindical”, porque muchos de ellos
tuvieron su papel personal en las actividades y en la continuidad de aquella
Alianza Anticomunista Argentina.
Después del 1° de julio, después de la muerte de Perón, se
abrió una situación alucinante: el gobierno quedó directamente en manos de la
camarilla terrorista de Isabel Perón y López Rega; es decir, de la Triple A,
continuado poco más tarde por la dictadura militar.
Pero ésa es otra parte de la historia. Hoy el peronismo —que
tiene su expresión en Cristóbal López, Rudy Ulloa, el valijero López, Miguel
Pichetto, Moyano, “601” Martínez o los estancieros Rodríguez Sáa y Gildo
Insfrán, entre otros— es lo que representa
la colaboración, el cuasi cogobierno con la administración Macri, continuación
directa de los gorilas que derrocaron a Perón en 1955.
Alejandro Guerrero