“El narcotráfico y la xenofobia son parte de la vida cotidiana”
por Alejandro Guuerrero
El llamado “Campo Tupsay” (del guaraní Tupsӑy, que significa Virgen María),
está en Trujuy, una barriada que pertenece en parte a Moreno y en parte a San
Miguel. Se encuentra en Camino del Buen Ayre y Ruta 23. Lo del narcotráfico y
la xenofobia lo dice la abuela de Sheila, la niña violada y asesinada, y el
periodista añade: “Dicen quienes viven ahí que el narcotráfico es cosa de todos
los días” (Clarín Zonales, 23/10). Ahora, desde que ocurrió el crimen, ese
predio de 20 mil metros cuadrados (dos manzanas) está militarizado por la
Bonaerense y Gendarmería, y dicen que el juicio de desalojo comenzado en 2009
por la recolectora de basura Panizza, podría acelerarse.
Hasta ese año funcionaba allí una bailanta paraguaya pero
fue clausurada. Entonces la compró Panizza y comenzó el juicio de desalojo de
unas 50 familias que viven hacinadas en ese lugar, en la marginalidad, en la
peor miseria material y moral. La degradación y la descomposición de las
franjas más empobrecidas de la sociedad, las que quedaron afuera de todo,
tienen allí una pintura atroz, indecible.
Tupsӑy es
un predio cerrado con portones de hierro, muros, árboles y casas precarias.
Ahora, la Bonaerense y Gendarmería han cerrado el lugar, si bien no impidieron
que vecinos de otros barrios lo atacaran a piedrazos después del crimen de
Sheila. “Antes no se veía a ningún patrullero dando vueltas, dice Mariela, del
aledaño barrio Mitre” (ídem). En tiempos pretéritos, el vecindario de los
aledaños cruzaba ese barrio para llevar a sus hijos a la escuela 18; ahora, en
cambio, caminan ocho cuadras para rodearlo. El asunto tiene su lógica: nunca se
ven patrulleros “dando vueltas” cuando “el narcotráfico es cosa de todos los
días”. El narcotráfico en esa escala es imposible sin respaldo policial.
El gallo ciego
“Yo soy ciego y no veo nada
A quien diere no se me da nada”
Dicen las viejas historias que el juego del “gallo ciego”
comenzó a practicarse en Francia hace mil años, después de que un caballero
llamado Colin Mallard quedara ciego en una batalla y, sin soltar su espada, se
negó a que lo curasen y siguió peleando hasta morir. El rey mandó que en los
torneos siempre luchara un caballero con los ojos vendados para recordar el
coraje de aquel hidalgo.
Con los años el “juego” se reprodujo en las aldeas pero con
niños a partir de los 9 años. Luego de recorrer el mundo durante un milenio,
aquella brutalidad llegó al Bajo de Buenos Aires, a los tugurios del Paseo del
Prado (hoy Leandro Alem), traída por marineros que se divertían y apostaban con
la sangre de chicos de entre 10 y 13 años.
La costumbre nunca se perdió, aunque lejos de toda hidalguía
e incluso de aquellos divertimentos del Bajo porteño.
En los barrios más marginales —más que las villas— se ha
instalado la costumbre de la “riña de niños”. La abuela de Sheila cuenta que la
chica de 10 años, el sábado anterior a su asesinato, fue obligada por su padre
a pelear contra otra nena de su misma edad, “El padre la obligó (…) la hacían
pelear por plata”, añadió la mujer (Diario Popular, 20/10). El crimen de la
chica ha puesto a la luz pública una práctica antigua, oscura, de la que el
público en general sabía muy poco.
El especialista en seguridad Luis Vicat explicó: “La
modalidad de utilizar menores en combates feroces se viene registrando en
lugares de extrema vulnerabilidad de las víctimas” (ídem), y agrega: “En barrios
de emergencia siempre se apostó en competencias entre niñas y niños (…)
campeonatos de fútbol donde vale todo”, en las que fracturas y aun lesiones
peores son más que comunes.
En cuanto a las peleas, dice Vicat: “Para las apuestas se
eligen diferentes categorías, siempre con nenas menores de edad (…) las peleas
pueden ser entre chicos, niñas como en el caso de Sheila (…) o mixtas, con
parejitas enfrentándose” (ídem).
Los combates ni siquiera se hacen al aire libre. En esos
clubes también luchan —en una parodia de boxeo— personas adultas, sin guantes.
“Siempre se apuesta por dinero o su equivalente a un monto en drogas”.
Las apuestas generan deudas, venganzas, ajustes de cuentas y
hasta homicidios. En esos barrios hay códigos y leyes internas que impiden
decir que no. Todos callan, nadie denuncia, el acatamiento es la norma. La
aberración se ha vuelto rutinaria, desapasionada, banal, diría Hanna Arendt.
Por cierto, quien quiera juzgar estas cosas desde el punto de vista de la moral
burguesa o pequeño burguesa no logrará entender nada. Como dijera hace un siglo
Roberto Arlt: “El que haga la apología o la nostalgia de esos barrios sólo
puede ser un izquierdista pequeño burgués que sólo conoce de la pobreza a su
propia sirvienta”.
Víctimas y
victimarios
La autopsia preliminar hecha al cadáver de la niña
martirizada muestra señales de abusos sexuales antiguos. En la vulnerabilidad
de esos barrios, los más vulnerables son los niños. El padre obligaba a la niña
a pelear, sus tíos abusaban de ella como seguramente hacían otros parientes sin
que nadie, ni siquiera sus padres, vieran la abyección como una anormalidad.
Por el contrario, la abyección es allí la norma. Se trata de un terreno en el
que víctimas y victimarios se confunden: los tíos que supuestamente asesinaron
a Sheila seguramente fueron abusados ellos mismos desde que tenían meses. La
banalidad del mal. Además, la pareja convivió días con el cadáver de la niña
dentro de su casa, algo que ha ocurrido muchas veces. La relación con la muerte
en los últimos escalones de la sociedad es distinta.
Y corresponde volver al principio: “el narcotráfico es cosa
de todos los días”. Y donde el narcotráfico es cosa de todos los días (incluso
la madre de Sheila se dedicaba a la venta de cocaína al menudeo) está presente
la policía. Es imposible que no lo esté.
Correspondería preguntarse, así, por qué los sospechosos
fueron interrogados (y allí “confesaron”) en una repartición policial y no en
sede judicial, de modo que la tal “confesión” no tiene valor legal alguno ¿Se
trató de un interrogatorio o de una negociación para que los acusados no
dijeran ciertas cosas?
Otras dudas al pasar: ¿Por qué Policía Científica llegó
cuando un tropel de agentes estaba allí desde hacía por lo menos media hora, de
modo que la contaminación de la escena del crimen se volvía inevitable?
Será, seguramente, un asunto destinado a perderse en la
bruma de otros casos. De lo contrario, dejaría mucha tela para cortar.