miércoles, 28 de noviembre de 2018

A 100 AÑOS DEL ASESINATO DE ROSA LUXEMBURGO




"El río de Heráclito" publicará, a partir de la primera semana de diciembre, una serie de artículos sobre el centenario del asesinato ce Rosa Luxemburgo

martes, 27 de noviembre de 2018

El niño muerto



por Silvia Coronel





El niño muerto

Una corriente fría partió el  calor de  noviembre en  el noroeste de la ciudad de Santa Fe: un niño había sido muerto a golpes en su hogar. Un hogar que, como tantos, se había convertido en lugar de muerte casi casual.
Tomás se llamaba el chico. Iba a primer grado.
Aquella mañana los maestros pusieron la bandera a media asta ¿Qué otra cosa se les podía ocurrir?
El sol blanquea las calles de tierra bordeadas de veredas desparejas. Sobre ellas se han ido acomodando las  casuchas. Ahí se sobrevive de changas y rebusques. A veces el rebusque es quedarse con algo ajeno, como sea.
Frente a la puerta de la escuela la ronda de madres se rozaba, como para comprobar que seguían vivas, y su parloteo se encimaba.
Eva, de piel cetrina, obesa, con sus brazos cruzados, reunía toda la atención porque había sido testigo de primera mano.
“… golpié y no me atendían y yo escuchaba que adentro la hermanita, la Leila, no dejaba de llorar, Entonces entré y  vi al nene tirado en la cama, todo moreteado. Le salía  un líquido por la boca y tenía  los ojitos abiertos, como mirando el techo por donde se le habrá ido el almita, que Dios lo tenga en gloria pobre angelito. La madre, sentada en una silla al lado de la cama, lo miraba y le espantaba las moscas. Me dijo que estaba esperando que despierte, que al Mingo se le había ido la mano. La que salió espantada fui yo, direto  a llamar al 911 ¡Qué ambulancia ni ocho cuartos! Se notaba que el nene estaba muerto de hacía rato. Cuando llegó la policía la Dalila ya no estaba. La nena, que también estaba toda golpeada, no quería soltar el cuerpito del hermanito. Se llevaron a los dos. A los hijos de puta los agarraron más tarde, a los dos juntos. Al  Mingo lo conozco de chico, es del barrio; ella no, vino de un pueblo con los dos  hijos. No, no eran de él… ¿que cuál es Mingo? Es el mayor de los Giménez, el que cartoneaba de chico con el padre, sí… que lo hacía trotar al lado del carro con los perros. Sí, sí, a los rebencazos lo llevaba al Mingo, hasta que se le rebeló y se fue por ai. Vivió en la calle un tiempo, dos por tres salía de alguna comisaría hecho hilacha y ahora dio con ésta… No entiendo cómo le fue a pegar así a esa criaturita…  la hija de puta era ella; yo supe verla cuando les castigaba, les daba golpes como para  atravesarles los cuerpitos, como si le pegara a otra cosa con furia... ¡Qué podría hacerle un chiquito! ¡Seis añitos, por Dios! ¿Viste la carita de ese nene lo que era? Una dulzura. Mirá, hace como un año el juez se los había sacado; fue una noche después que  les había dado tal paliza que  los nenes se fueron y  anduvieron caminando por ai  hasta que una policía los encontró  y los llevó al hospital… Después que les curaron los golpes los mandaron con unos parientes de ella en un pueblo; ¡A la “señooora”  la mandaron a una psicóloga! A principio de año ya estaban de nuevo en Santa Fe y hace un par de meses de nuevo con ella. La verdá no sé qué hacen estos jueces, volver a poner a esas criaturas en la boca del lobo...”
El asiento de Tomás no quedó vació: en él se sentó la muerte, que apagó los colores de los carteles y dibujos colgados en la pared. Los niños descubrían lo ya sabido: te pueden matar de una paliza.
De poco sirven los abrazos de porteras y maestras, que naufragan en esos ojitos anegados.
Las cicatrices se develan en laberintos de burocracia por donde desaparecen vidas de niños. O de maestras.
Después empezaron a hablar de lo apremiante: juntar los pesos para velar a Tomás, aunque sea en una caja de cartón.

Silvia Coronel


miércoles, 14 de noviembre de 2018

El Pozo




por Laura Trombetta



El tiempo era simple para Elías. Su pueblo, como tantos… Lo singular era la fuente. El trabajo de Elías, ocuparse de ella. En medio de la avenida principal. Frente a la Catedral y la Municipalidad. Nadie sabía como llegó ahí, ni quién la había colocado. Un lugar impropio. Por las tardes, cuando alguien hundía sus manos en ella, el agua se coloreaba. Azul para los enamorados. Amarillo para los solitarios. Rojo para los egoístas. Verde para los saludables. Violeta para los envidiosos. Negro para los amargados. Así los habitantes eran descubiertos en sus miserias y bondades. Nadie ponía las manos allí en presencia de otros.
Una tarde, la primera visitante fue una niñita. El agua no tomó ningún color especial. Agua, sólo agua, incolora… Nadie sabía por qué representaba. Los vecinos se reunieron y durante semanas aquello fue tema de discusión. Que la pureza. Que la virginidad. Que la inocencia. Que la ingenuidad… Nadie más que la niña se acercó. Todas las tardes jugaba y hundía sus manitos. Sola. Todo el pueblo estaba feliz. Todos espiaban. Una tarde de mayo, la niña no apareció. Con el Intendente a la cabeza, una gran muchedumbre se encaminó hacia su casa. Y allí, en una de las habitaciones, sobre la cama de sus padres, reposaba. Los ojos cerrados. Sus padres, entrelazadas las manos, lloraban en silencio. La mañana siguiente, todo el pueblo acompañó el cortejo hasta el cementerio. Nadie volvió a la fuente. Elías la tapió.

viernes, 9 de noviembre de 2018

El camino por la Puna de don Juan Lavalle

El amor de Damasita Boedo





por Ana María Pérez



Camino a la Puna jujeña, en un lugar entre Tres Cruces y La Quiaca vivía doña Isabel Mamani. Decían que tenía como cien años, ni ella lo sabía con exactitud. Don Cosme era el guía de aquel hombre que decía ser escritor y andaba averiguando sobre una historia que quería escribir. Un dato que había obtenido en Tucumán debía ser corroborado por esa viejita.
El camino se volvió agotador. Habían pasado de Humahuaca y el paisaje se hacía cada vez más árido. Ya ni siquiera se veían esos cactus, centinelas de los cerros según los lugareños. Piedra y algunos guijarros más la altura, el sol quemaba al mediodía y la noche congelaba. Entendió el hombre buena parte de la historia que perseguía.
Don Cosme conocía varios ranchos en la región y a la noche se acercaban para pedir refugio y provisiones. Él era pariente de casi todos por allí. Los recibían en silencio y compartían lo poco que tenían a cambio de unas monedas. Sólo cuando el forastero explicaba la causa de su búsqueda empezaba la charla. Todos conocían o decían conocer a alguien que fue con ellos.
—Por acá todos saben bien lo que le pasó a Juan Lavalle y a la Damasita Boedo. El que no, cobijó al cadáver del hombre y a sus soldados, y los acompañó un trecho. Y esa vieja que usted busca era la mucama desde chiquita de la Damasita y se vino con ella desde Salta.
Por suerte Don Cosme era conversador y matizaba el viaje con sus narraciones y con sus acullicos de coca o dientes de ajo para que pase el apunamiento.
Después de tres días de viaje a lomo de mula desde Jujuy llegaron a una especie de oasis en medio de los cerros. Vieron unos álamos doblados por los vientos y algunos corrales con unas pocas ovejas y cabras. Según bajaban hacia el rancho de adobe se veían plantas y una pequeña huerta. Cerca, un arroyo.
Salió a recibirlos doña Isabel, muy amable.
—Pase hombre, pase. Acá hay poco que ofrecer pero buena voluntá— Y comenzó a contar su historia.
—Me llevó mi tío a Salta pa'trabajar con los Boedo. Este rancho era de mi papá, éramos muchas bocas pa’ comer y poco pa'dar. Así nos fuimos a Salta o Jujuy a servir. Yo tenía que acompañar a la Damasita. Éramos casi de la misma edá pero ella era más corpulenta que yo. Muy linda, con esos ojitos celestes como el cielo y su pelo rubio. Ella me enseñó a leer y escribir.
Mientras contaba su historia preparaba unos mates y unos trozos de pan.
—Allá, en esa finca de los Boedo, trabajaba también una prima de mi mama, la Amanda Mamani. Era la cocinera y las que nos mandaba a todas las sirvientas. Ella me cuidaba a mí y yo a la Damasita. Se reía y mostraba su boca grande, desdentada, mientras seguía por largo rato mirando el fuego.
—La tía Amanda tenía un hijo, el Juliancito, que fue después mi marido. Él era hijo de unos vecinos de los Boedo. La tía, cuando era chica, también tuvo que ir a trabajar igual que yo. Estaba sirviendo en una finca vecina de los Boedo, y el hijo de los patrones la agarró a la fuerza. Ahí quedó preñada, cuando la patrona le vio la panza le preguntó de quién era el crío. Le dijo la verdá y la echó cuando fue a parir. Con el crío en brazos estaba llorando en la recova frente a la plaza. La patrona la vio y se la llevó pa'que cocine y sabía cocinar rico. Otra vez la sonrisa desdentada y el rato de ausencia.
Entonces el escritor, ya ansioso por llegar a la parte del relato que buscaba, la interrumpió para ir al grano.
—¿Usted sabe qué pasó con Lavalle y Damasita?
La vieja se despertó de su sueño de recuerdos y ofendida le contestó;
—Usted, jovencito ¿qué se cree? Yo volví a este lugar acompañándolos cuando los soldados de ese Rosas lo buscaban a Lavalle. Mire, se dijeron tantas cosas. Que él la robó, que  la familia la mandaba para matarlo al general en venganza porque él había matado a su primo que era federal. Lo cierto es que ellos se enamoraron apenas se vieron. Ella lo quiso acompañar, estaba durmiendo con él la noche que lo mataron en esa casona de Jujuy. Juliancito trabajaba con los unitarios de Lavalle así que los dos nos vinimos para acá acompañándolos. Yo vi cómo sufrió ella con su muerte y cuando tuvimos que salir con el muerto huyendo de los federales.
Allí otra pausa y otra ausencia. Cien años dicen que tenía. Llegó entonces una jovencita que vivía con la vieja, una nieta que era pastora. Ya atardecía y volvía con su huso hilando la lana que cambiarían luego por harina, yerba y azúcar. La vieja se despabiló al oírla llegar y siguió.
—Cuando lo mataron al general el soldado que quedaba a cargo de la partida le dijo a la Damasita que se vuelva a Salta… ¿Y sabe quú le contestó ella? “Una mujer de mi posición social que hizo lo que yo hice, no puede volver a su sociedad sin ser repudiada” Así que seguimos viaje con el muerto. Llegamos a Tilcara y ahí lo velaron al hombre. Al alba tuvimos que seguir porque les avisaron que los otros estaban llegando. Al mediodía, con ese sol que raja la tierra, el muerto hedía así que a orilla del río grande, en Huacalera, se lo descarnó, se puso los huesos y el corazón en una urna con no sé qué menjunje y a la carne la enterraron. Ella, pobrecita, era un desastre llorando, toda insolada con esa piel tan blanca. Cuando llegamos acá descansamos un rato. Yo ya no podía seguir porque estaba preñada. Ella se fue con los hombres hasta el Potosí. De ahi no la vi nunca más pero me escribió una vuelta y me mandó unos regalos con unos de mis changos que trabajaba en Salta. Ella fue a ver a su madrecita enferma y dicen que estaba más linda que nunca.
Buena parte de la información que buscaba el escritor estaba en ese relato. Faltaba saber qué destino corrió después la Damasita. Ya era entrada la noche. La viejita se dormía en su hamaca y era hora de descansar. Al día siguiente vería qué otro dato lograba.
Esa noche poco pudo dormir por la emoción de encontrar a esta mujer que revolvía entre sus recuerdos experiencias oscuras y dolorosas, contadas con orgullo. Una espectadora viviente de hechos sangrientos de la historia. Sin embargo poco más tendría para agregar ya que doña Isabel Mamani no siguió siendo testigo. Sólo el relato del relato de algunos que pasaban y se llegaban a saludarla, los hijos que se fueron  cuando en algún acontecimiento regresaban,  traían los chimentos de la ciudad. Esa hamaca vienesa que tanto atesoraba, algunos cacharros de cocina y un hermoso armario con gran espejo era una carga de regalos enviada por Damasita después de un tiempo de peregrinar por el Alto Perú y terminar en Chile, con un amante muy rico, un tal Billinghurst que Isabel Mamani no conoció.
Su vida continuó en el lugar donde había iniciado con más experiencias de las que cualquier mujer de allí podría siquiera imaginar. Así entendió el joven escritor que con esos datos terminaba su incursión por aquellos largos, solitarios, polvorientos rincones de la Puna.

miércoles, 7 de noviembre de 2018

Irredentos



por Eugenia Cabral




Los poetas de Córdoba sobrevivientes a la era
del Terrorismo de Estado somos unos perdedores.
Cuando no nos encierran en los manicomios,
nos volvemos alcohólicos, nos secuestran a los hijos,
nos quita la vivienda un estafador, 
nos suicidamos a los veintiún años,
somos indígenas y usamos peluca rubia,
en pro de la salud dejamos de fumar tabaco
para fumar marihuana, o fumamos tabaco
para salvarnos de la locura;
nos cambian de domicilio por el solo hecho
de haber realizado un viaje a otra ciudad;  
viajamos constantemente de ciudad en ciudad;
trabajamos en la recolección de basura
y un día encontramos al fondo del depósito
un libro de Alfonsina Storni que nos abrirá a la poesía;
nos niegan un gran premio y declaramos haberlo obtenido;
necesitamos cambiar de rumbo estético
tras una operación de columna,
o tras un accidente de tránsito,
que nos haya postrado por largo tiempo,
sorprende el cáncer a los veinticuatro años y nos aniquila
después de haber conocido las maravillas del amor;
dejamos un arcón de madera lleno de manuscritos
en la casucha de una pensión miserable;
nos dedicamos poemas unos a otros sin saber
que las dedicatorias son llave de rupturas;
nos volvemos casi ciegos leyendo
hasta en las paradas de ómnibus;
nos atenazan los ataques de pánico hasta desmayarnos;
los maridos y las esposas nos despojan de nuestros bienes,
o nos persigue la miseria durante toda edad, todo esfuerzo;
nos consume la pasión erótica hasta obnubilarnos;
sabemos tantísimos sonetos de memoria,
componemos tantísimos sonetos cuasi perfectos;
publicamos nuestros libros pagándole a un editor,
nos endurecen la envidia y el resentimiento
hasta el punto de negar a nuestros pares,
nos pasamos la vida buscando libros
que probablemente se hayan salvado de la quema
realizada por la dictadura militar;
nos volvemos peronistas después de haber sido marxistas;
fuimos trotskistas siempre, perretianos siempre;
nos pasamos las noches y los días buscando
la manera de editar libros y revistas, nos gastamos
la mayor parte de nuestros salarios adquiriendo
libros nuevos o usados, desconocidos o agotados;
reivindicamos la producción de un autor
sólo para defenestrar a otro;
nos lloramos sin haber luchado,
reunimos dineros y firmas para nobles causas,
reivindicamos los poemas de un autor
que ya nadie querría leer;
vivimos queriendo ver el mar
porque somos mediterráneos,
nos dividimos en gremios y asociaciones;
antes éramos pocos y ahora, muchísimos;
olvidamos los nombres y las obras
de nuestros antepasados;
al final juntamos los pesos necesarios
y llevamos nuestro libro a la imprenta más barata;
practicamos la endogamia hasta el colmo de formar parejas
entre nosotros mismos, después nos divorciamos…
en suma, no tenemos redención,
pero vamos teniendo biografías.