Inaugurada por la corrompida familia
real española con Macri y Awada. Denuncias por un gasto exuberante de 50
millones de pesos para instalar un stand argentino que ni siquiera estuvo
terminado el día de la inauguración.
Por Alejandro Guerrero
La Feria Internacional ARCO (Arte Contemporáneo) de Madrid
tiene bien puesto su nombre: es, ante todo, una feria, un mercado donde se hacen
negocios. La versión 2017 de la muestra —finalizada el domingo 26— ha movido, según
sus organizadores, unos 100 millones de euros aunque nadie ahí habla de
precios. Y ese es el monto facturado, porque siempre hay otro, soterrado,
clandestino. En las artes plásticas, debe recordarse, no rige la ley del valor,
porque ¿cuánto cuesta un Van Gogh o un Rembrandt? Exactamente lo que un
coleccionista esté dispuesto a pagar. Por eso, y porque cualquier obra de arte
pasa por cualquier aduana en su estuche y no paga impuestos ni necesita ser
declarada, las grandes galerías —y las no tan grandes— son un ámbito ideal para
lavar dinero.
Por eso no deja de ser todo un símbolo que este año ARCO
haya sido inaugurada por Mauricio Macri —un experto en off-shore, otrora procesado
por contrabandear autos aunque en aquel caso “la famiglia” hizo destituir al
juez— con su mujer, Juliana Awada —vinculada desde hace muchos años con el
mercado del arte y las galerías, acusada reiteradamente de emplear fuerza de
trabajo semiesclava en sus talleres textiles. Con ellos estuvo la familia real
española, que apenas logra eludir la cárcel por hechos de corrupción
variadísimos.
La Argentina fue el país invitado en esta versión de la
feria, y ARCO hizo que se trasladara por unos días a Madrid la pelea entre
macristas y kirchneristas por ver quién más corrupto. Ahora, según los
diputados Liliana Mazure y Rodolfo Tailhade, ambos del Frente para la Victoria,
el ministro de Cultura, Pablo Avelluto, y la mujer de Macri gastaron unos 3
millones de euros (más o menos 50 millones de pesos) para instalar el stand argentino
en la feria. Para eso, dicen los denunciantes, se firmaron contratos
clandestinos cuyos términos no se conocen.
Por otra parte, el stand argentino, curado por Inés
Katzenstein, ni siquiera estuvo terminado el día de la inauguración, de modo
que al gasto exorbitante se le añadió un papelón. El stand, además, recibió
críticas peor que ácidas por su gusto dudoso y la escasísima imaginación que
exhibió.
La feria ARCO tiene dos partes, una secreta y otra pública.
Las actividades de los primeros días están reservadas a “especialistas”; es
decir a marchants, a mercaderes del arte, galeristas y lavadores, y hasta
podría ocurrir que se negocien allí piezas no declaradas, de las que se han
“extraviado” en distintos países. Dicen los cronistas que en esos días por ahí
anduvo, entre otros, Eduardo Costantini, propietario del Malba en Buenos Aires,
y que pagó cifras de cinco ceros por algunas pinturas de Alejandra Seeber y
Guillermo Kutika. Como para darle la razón a la directora de ARCO 2017, Rosina
Gómez-Baeza Tinturé: “El mundo del arte mueve mucho dinero”.
Como se ve, el arte no es en modo alguno la finalidad de la
feria. El propósito de ARCO, como todas las muestras de su estilo, es hacer
negocios —algunos oscuros— y el arte sólo es un medio para realizarlos.
Según Marta Minujin, en el arte “no hay nada nuevo desde los
años 60”. Cuando fue preguntada por las novedades que podrían verse en ARCO, la
artista argentina respondió: “De todas las puertas abiertas en los 60 la gente
hace variaciones, no hay nada nuevo. Como en el rock: todo son repeticiones.
Algunas fantásticas y geniales, pero no es que alguien invente algo” (El País, 17/2). Seguramente no es casual
que la última explosión de creatividad artística se haya producido al mismo
tiempo que la fortísima oleada revolucionaria de aquellos años. Luego
sobreviene el impasse, la transición.
Párrafos aparte merece el gran artista conceptualista
argentino Alberto Greco, presente a su pesar en ARCO. Algunas páginas sueltas
de su obra “Besos brujos”, que combina literatura y plástica en una combinación
alucinante de textos y dibujos con tinta, se vendieron en 500 mil euros. Fue la
penúltima obra de Greco, en 1966. La última fue su propia muerte, que él
convirtió en obra de arte: pintó las paredes de su cuarto en Barcelona en una
sucesión que advierte “Esta es mi mejor obra”. Luego escribió en la palma de su
mano la palabra “Fin” y se suicidió. Tenía 34 años.
Ahora, hasta los expertos de ARCO consideraron que “Besos
brujos”, por sus características, debería estar en un museo público y no en una
colección privada. En agosto de 2015, cuando se cumplieron 50 años de la
edición de aquella obra, Prensa Obrera
escribió (una nota de Miriam Liguori y de quien esto escribe):
“Greco, considerado por algunos el fundador del arte contemporáneo
argentino, fue el iniciador en nuestro país del informalismo, esa escuela
rebelde a la que pertenecieron artistas como Rómulo Macció, Keneth Kemble,
Clorindo Testa o Martha Peluffo. Opuestos al academicismo artístico, usaban
(Greco fue el primero en hacerlo) elementos de collage, telas orinadas, dibujos
entremezclados con excrementos de aves (como Ferrari haría después) o trapos
viejos a modo de bastidores (un recurso que luego sería habitual en Berni)… Entre
ellos, Greco, una personalidad particularmente fuerte, grita desde su obra que
se siente atrapado, frustrado, controlado, y que busca casi desesperadamente
rebelarse contra ese estado de cosas (en 1961, en una performance callejera,
hizo pegar carteles en las paredes que decían ‘Alberto Greco ¡qué grande sos!’
para recrear una parte de la entonces prohibidísima ‘Marcha Peronista’, aunque
el peronismo había encarcelado a Greco en 1950 por exponer poemas y dibujos
eróticos)”.
Es una constante: aquel arte rebelde de los años 60 y 70, de
artistas que quisieron fusionar la vanguardia artística con la vanguardia
política, con las luchas de la clase obrera, hoy han sido transformados por los
mercaderes del arte en piezas de colección que cotizan fortunas. La burguesía,
decía Marx, construye un mundo a su imagen y semejanza. En materia de arte, ese
fenómeno se opera en antros como ARCO.
Se trata de arrebatarle a la burguesía el monopolio de la
belleza.