por Ana Maria Pérez
Decidió ir a la dirección escrita en el viejo documento que
encontró entre fotografías, postales, cartas y actas en la vieja valijita de
madera atada con piolines. Se miró las manos que sostenían la foto, arrugadas y
torcidas. Se convenció entonces de que era el tiempo de ir en busca de una
memoria ajena, que sin embargo surgía propia en esas imágenes antiguas, como un
espejo retrovisor que la reflejaba en un pasado desconocido para ella y no
sabía cuál era la razón. Ir ahora, sus manos le decían que el tiempo pasa
inexorable, es fantástico vivir y llegar, pero el camino se acorta. En sueños
vio esa casa en la pampa bonaerense, típica de campo, de pueblo, parecen una
esquina en medio de la nada, rodeada de árboles. Se dijo ¿Soñaron con ser
fundadores de pueblos sus constructores? ¿O simplemente orientaban el frente
entre el norte y el este, formando esa esquina, para aprovechar mejor el
ingreso del sol? La soñó una y mil veces, y en sus sueños se veía recorriendo
su interior como en una danza, con la luz del día inundando las habitaciones.
Nunca había estado en esa casa, nunca estuvo en ese lugar, sólo
vio esa foto que tenía en sus manos. Había otras en esa pequeña caja de
Pandora, antiguas, de fines del siglo XIX, las primeras que se tomarían por
estas tierras, tipo postales. Eran mudas, sin un dato la mayoría, con
dedicatorias pocas, testigos de una época lejana para ella, pero se obsesionaba
pensando que conocía a esos personajes, como el espejo roto de un pasado
ancestral, de memorias no vividas que la asaltaban y esclavizaban, en una
angustia inexplicable, de dolor atávico. Decidió emprender el viaje antes de
que sus manos no le respondieran, abrir las puertas como Alicia, mirarse en los
espejos sin saber que encontraría:iSi yo pudiera remontarme al origen de tu
carrera!”( Miguel Hernández.) Entre los documentos encontrados en la valijita
de madera, había una dirección —allí iría— se dijo. Muchos años pasaron,
difícil encontrar alguien con memoria para responder preguntas inciertas. La
memoria es ladina, resbaladiza, serpenteante, pone trampas, tiende emboscadas,
más cuando es vieja, y ésta era muy vieja, más que ella misma. Y entre las
sierras, los valles y la pampa, el paisaje y el lenguaje disgregaban de nuevo
la imagen del espejo en que se reflejaba. Pensó en la lejanía, mucho para
manejar sola —deberías ir en avión y alquilar un auto allí, el avión no te va a
llevar hasta esa laguna perdida en medio de la pampa— le dijo su amiga, y ambas
se rieron con tantas ganas. Su amiga la entendía, hubiera hecho lo mismo —desandar
el camino de los ancestros, pero Europa era otro precio— volvieron a reír, con
nostalgia. No llegarían “al origen de su carrera”. Ya en la ruta, sola, en un
auto alquilado, en un camino desconocido, la soledad se acrecentaba en forma
desenfrenada. “Cuando más solos estamos es cuando nos quedamos con nuestros
mitos” (Alejandro Magno). En esa soledad buscarías sus mitos, los del pasado no
vivido, los de los espíritus atrapados en esas fotos de bocas apretadas,
guardando el silencio de los silencios.
—¿Dónde vive su abuela? —preguntó nerviosa.
—Allá al frente.
Y allá fueron. Cuando la anciana la vio, sonrió
—¡Hola Luisa querida, tanto tiempo que te fuiste y nunca me
visitaste! Las dos mujeres se miraron asombradas.
—¿Usted es Luisa?— preguntó la nieta.
—No, mi abuela era Luisa— contestó en un suspiro.
”El espejo de Alicia, el que deforma”. La nieta le explicó
con paciencia y en voz alta
—Ella está averiguando por la gente que vivía en mi casa,
abuela. Estaba sorda la abuela, su cara amarillenta, como pergamino viejo, su
boca sin dientes sonreía con facilidad y miraba entre nubes de cataratas
achicando los ojos en la ilusión de ver mejor.
—Se fueron cuando murió el hombre, los hijos ya se habían
ido a estudiar y trabajar a Buenos Aires. Después te llevaron a vos Luisa , me
debo estar muriendo. Por eso viniste —insistió la anciana en la confusión de su
memoria vieja.
—Pregúntele si ella conoció esta casa, por favor —y le
extendió la vieja foto. La anciana miró y sonrió.
—Sí me acuerdo, está pasando la laguna, al oeste, quedó
mojada, pobre —y se durmió en su hamaca, al sol, bajo la galería, añeja como la
dueña, la hamaca y la galería. En la también añeja parra unos benteveos
cantaban y el gato volvía de sus andanzas a enrollarse, para dormir calentito
en la falda de su dueña. Más de lo que esperaba encontrar. Otra puerta se abría
en su país de maravillas y mitos. Averiguó cómo podía llegar a la casa de la
laguna, qué distancia había y las condiciones del camino. El camino era simple:
tres kilómetros al oeste del pueblo, recto, estaba feo pero se podía andar, le
dijeron. Compró en el almacén de la esquina (igual esquina que la de la foto)
agua, un poco de pan y fiambres, cargó el termo con agua caliente y partió. La
ansiedad le nublaba toda otra idea. Únicamente llegar tenía en mente. Cuando se
aúna en la corporación artesanal “la noticia de la lejanía, tal como lo refería
el que mucho ha viajado de retorno a casa, con la noticia del pasado que
prefiere confiarse al sedentario “como alguna vez escribió alguien”. Salió
urgente, con la urgencia del que teme perder el tren, o la memoria. Llegó, ahí
estaba después de la laguna, ésta si era la de la foto, estaba rota,
descascarada, “mojada”. Quedó pasmada, sólo podía ver un portón de madera
destartalado, un gato amarillo sentado en el tronco que lo sostenía, sin
alambrado, árboles viejos, casi secos rodeando el frente, y las nubes
oscureciendo el horizonte. Antes de llegar, en la rivera de la laguna, un
cementerio de árboles secos por las crecientes sucesivas “le anunció el estado”
que encontraría lo buscado. Largo rato se quedó observando en lo que se había
convertido en su fetiche, su mito personal. Ver la casa a pesar de todo, fue un
déjàvu, sola con el gato que la miraba, en silencio ella, los pájaros cantando
sus últimos trinos de ese día y la música de la paja brava bailando con el
viento. Absorta en su visión, no advirtió la presencia de la mujer que la
saludaba.
—Buenas tardes…
Miró sobresaltada. Otra anciana a su lado, seguro con
memorias viejas. Le preguntó si ella conocía algo de esa casa.
—Yo vivo en aquel rancho, allá donde se ven esos álamos. Como
ella miraba perdida buscando esos álamos, la anciana señaló.
—Allá, en el poniente. Apenas unas pequeñas figuras vio a la
distancia, supuso que eran los álamos y el rancho.
—Yo era muy chica cuando la gran inundación, todo se perdió,
la gente se fue al pueblo, muchos años seguidos de tantas lluvias fue creciendo
la laguna y llenó todo esto de agua. Los más jóvenes se fueron primero, los
viejos no se querían ir, ella no era de acá, hablaba raro, francesa o alemana
seria, o vasca tal vez, habían muchos por estos lugares; el sí, de la otra
laguna venía según oí. Sus animales se fueron muriendo por falta de pasto, él
se enfermó de pena. Ella tenía un almacén ahí en la esquina, pero ya no había
quien compre. Todos se fueron al pueblo nuevo, esto quedó bajo el agua.
Escuchaba a esta anciana del camino en su relato y una pena,
una nostalgia le subía a los ojos en forma de lágrimas y nudo en la garganta y
el estómago. Pensar en un nuevo éxodo, las pérdidas de lo construido, la
enfermedad y la muerte, acrecentó esa congoja guardada en memorias de fotos,
documentos, cartas, por generaciones. Bocas mudas, sin fechas ni nombres,
algunas cartas de parientes paseando, de niños mandando besitos a tíos y
abuelos. Frente a esa casa que le mostraba el espejo roto del destrozo de una
historia.
—Adiós— dijo la viejita, y se perdió lentamente en el
camino. Cuando salió del pasmo, sólo vio un punto que reverberaba en la
distancia, acercándose a esa alameda señalada al poniente. La tarde se cerraba
lentamente y ella había abierto una nueva puerta de Alicia. Subió al auto y lo
llevó adentro del predio, detrás del portón desvencijado. Entró en la casa de
techos destruidos, de paredes descascaradas y partes derrumbadas, la puerta de
la esquina crujió al empujarla, las otras eran trozos, o nada de puerta.
Paredes descascaradas y cubiertas de moho y hongos. Adentro, una madera colgada
de la pared entera daba la idea de ser un mostrador (el almacén, se dijo). Esa
casa en ruinas parecía estar esperándola, sola, abandonada por décadas, más que
las que ella tenía. En la habitación siguiente, había en un rincón una pila de
ladrillos caído de la pared que daba posiblemente al patio. Se sentó en la
improvisada silla de ladrillos, la luz del atardecer ya no le dejaba ver mucho,
pero con la linterna alumbró el espacio que vio entre los escombros y la pared
que permanecía en pie, alcanzó a ver un pedazo de cuadro ovalado, con un trozo
de foto, de una igual a las de la valijita de madera atada con piolines. Me
quedo hasta mañana, para ver esto con la luz del sol —se impuso. Comió un poco
de pan con fiambres, se tomó unos mates, estiró el asiento del acompañante del
auto alquilado y, rendida, se durmió . Soñó una vez más la casa, se soñó
amazona adolescente cabalgando en esa pampa verde y luminosa anterior a la
tragedia, se soñó nuevamente flotando, como en una danza feliz, entre los
ambientes, con el gran cuadro ovalado colgado de un clavo en la pared entera,
blanca. La luz del sol que le calentaba la cara la despertó. Salió del auto-dormitorio
alquilado, y dijo en voz alta: ¡Esta es la odisea de mi vida! Entró de nuevo,
en puntas de pie para no alborotar los fantasmas si los había. La luz penetraba
por los agujeros del techo, por las ventanas y puertas rotas y ausentes y la
casa brillaba como la soñó tantas veces, o eso creyó. Al alba todavía emprendió
el regreso al pueblo. Volver, la casa, las arboledas, la laguna. Las viejas de
memorias gastadas no podían agregar nada más a su leyenda, a su mito o a su
historia. En el pueblo se acercó al único bar, estaba abriendo, los
parroquianos no llegaban todavía. Pidió un desayuno completo. Tenía hambre ¿Cómo
le fue en las ruinas? le preguntó el mozo. Ya todos sabían de su presencia en
la zona (pueblo chico, pensó…) El mozo le trajo con el desayuno una nueva
leyenda de la laguna: ”Los aborígenes maldijeron a los invasores que les
ocupaban las tierras de las aguas. Toda tierra que le quiten al agua, el agua
las va a recuperar, decían. Ningún huinca podrá vivir en las tierras de las
aguas, y la maldición se cumple señora. Mire, se lo digo yo que siempre he
vivido acá. Sólo el agua puede vivir en esas tierras, con la sequía las aguas
bajan y ya parece que se pueden apropiar de sus tierras, pero cuando llueve se
las cobra, mire”. Conversador el hombre, pensó. El mozo se retiró feliz con su
sentencia y su propina, ella subió al auto alquilado, con más partes del
rompecabezas histórico o mitológico, no estaba segura. El espejo roto tenía más
partes, pero la imagen todavía se veía desarmada.
—Este es mi Guernica —se dijo. En su bolso llevaba un pedazo
de cuadro ovalado, y en su libreta de anotaciones, escrito con mayúsculas: NO
SE PUEDE VOLVER AL PASADO. SÓLO EL ARTE Y LA HISTORIA LO HACEN. PERO ESTA ES
“MI ODISEA Y MI GUERNICA”.
El Viaje es un poco de cada una. Seguramente para releer. Lo tomo y NO SE PUEDE VOLVER AL PASADO.
ResponderEliminar