martes, 21 de noviembre de 2017

Murió Charles Manson



Su vida fue un viaje a los umbrales de lo más atroz de un mundo en derrumbe






por Alejandro Guerrero



¡cuidado!
porque aquí llega
cuando llego abajo vuelvo a subirme al tobogán
ahí me paro, me giro y me tiro
hasta que llego abajo y te vuelvo a ver

dime ¿no quieres que te lo haga?
bajo rápido pero no dejes que te rompa
dime, dime, dime la respuesta
quizá seas una amante pero no sabes bailar
¡cuidado!
descontrol
descontrol
descontrol
¡cuidado!
descontrol

mira que rápido baja
sí, muy rápido, sí, muy rápido

¡tengo ampollas en los dedos!

Helter Skelter

Paul McCartney




Nació en noviembre de 1934, hijo de una prostituta adolescente (algunos dicen que alcohólica; puede ser, pero sobre la infancia de Charles Manson las leyendas contaminan la historia a cada paso) que lo abandonó de bebé (es una certeza) y lo rechazó de niño cuando él la buscó después de huir de una de esas jaulas que son las “escuelas” para chicos como él (es otra certeza, lo contó ella misma después de los crímenes cometidos por su hijo biológico, de modo que lo abandonó por tercera vez como seguramente habían hecho con ella).
Tuvo su primera condena por robo  a sus 8 años de edad. Luego conoció reformatorios, fue violador, proxeneta, traficante, siempre ladrón. Una historia infantil y adolescente similar, por ejemplo, a la del ex campeón mundial de los pesados Archie Moore, sólo que Moore terminó sus días como un pacífico anciano que había invertido todo su dinero en instalar un hogar para niños abandonados, que él mismo atendía. Para aclarar un poco el asunto: historias similares no siempre generan productos parecidos.
Manson se hizo músico en la cárcel, donde un asaltante de bancos le enseñó a tocar la guitarra, y se volvió místico cuando, una vez más, quedó libre en 1967 después de haber pasado en correccionales, a sus 33 años, más de la mitad de su vida. Decía entonces que quería ser “famoso y millonario”. Nunca fue millonario, por cierto, y sólo en prisión pudo comer todos los días, pero famoso fue hasta la exageración. No deja de resultar útil el indagar por qué.
Obsesionado con los Beatles, quiso ser como ellos, así de famoso y millonario. Lo intentó. Incluso llegó a vivir un tiempo en la casa de Dennis Wilson, baterista y fundador de Beach Boys, una banda de rock pop que tuvo su influencia en el desarrollo del género. Wilson dijo de él que “parecía un buen tipo cuando lo conocí”, y que musicalmente Manson tenía “un talento potente y extraño”. Fue un fracaso, pero un par de años después un grupo de sus seguidoras se había consolidado detrás de él (“era como Cristo, tenía todas las respuestas”, dijo una de ellas) y constituido “La Familia”. Era, como tantas de la época, una secta hippie que proclamaba “paz y amor”, pero, casi súbitamente, Manson comenzó a anunciar el apocalipsis, una guerra racial que derivaría en el exterminio de la raza blanca.
Supremacista delirante, Manson decía a sus seguidores que esa guerra debía ser proclamada y acelerada; es más, que ellos mismos debían mostrar cómo comenzarla para que los negros cumplieran su cometido. Después, por ser los negros una raza inferior, Manson y los suyos, únicos blancos sobrevivientes, serían los amos del mundo. Por alguna razón que las oscuridades de su mente jamás pudieron explicar, Manson creyó encontrar una convocatoria a esa guerra en la canción Helter Skelter, de Paul McCartney, que los Beatles grabaron en su The White Album (1968). Traducida al español mayoritariamente por Descontrol, la canción hace una metáfora con los helter skelter que, en la realidad, son un juego para niños muy común en Gran Bretaña: un gran tobogán en espiral que bordea una torre cónica. Abundan en las plazas de las ciudades inglesas. (Dicho sea al pasar: en 2005, la revista musical inglesa Q incluyó a Helter Skelter entre las cien mejores composiciones para guitarra de la historia).
Por esos tiempos comenzó la carrera homicida de Manson, cuando estafó y luego asesinó a balazos a un narcotraficante negro, a quien miserablemente los medios de la época trataron de hacer pasar por militante de los Black Panters (Panteras Negras, un grupo armado que luchaba contra la opresión racial del pueblo negro en los años 60 y parte de los 70). El 8 de agosto de 1969 asesinó también a Terry Melcher, un productor musical que había rechazado varias de sus composiciones. Un crimen de venganza.
Dos días después, el 10 de agosto, “La Familia” conmocionó al mundo. Manson no fue personalmente, pero mandó a su gente (tres muchachas de entre 20 y 22 años) a la mansión que ocupaban en Beverly Hills el director de cine Roman Polanski y su esposa, la actriz Sharon Tate, por entonces de 26 años y embarazada de ocho meses (iba a dar a luz, calculaban, un par de semanas después).
Tate estaba con otras cuatro personas. Una de las atacantes, Susan Atkins, de 21 años, la apuñaló 16 veces, le vació el vientre, bebió de su sangre y también con la sangre de la actriz escribió en la pared la palabra “pigs” (cerdos). Los otros cuatro acompañantes de Tate también murieron a puñal y a balazos. Polanski había viajado a Londres.
Dicen que Manson se disgustó porque aquel crimen estuvo “lleno de ruido” y había sido “ineficaz”. Al otro día, para “mostrarles cómo se hace”, él mismo asesinó dos víctimas elegidas al azar: el empresario Leno LoBianca y su esposa. Los mató en su casa, donde también escribió “pigs” con sangre pero, esta vez, añadió “Helter Skelter” en la puerta de la residencia.
La policía, desconcertada por la desconexión entre las víctimas, estuvo meses sin saber por dónde buscar. Finalmente, una de las seguidoras de Manson que había estado en la residencia de los Polanski la noche de la masacre, Patricia Krenwinkel (22 años), fue detenida por otra cosa y se jactó en la cárcel de los crímenes cometidos. Otra presa la denunció y así cayó “La Familia”. Como otras veces, había funcionado lo que los criminalistas llaman “imprevisibilidad criminal”.
Desde ese día, Manson logró uno de sus propósitos: fue famoso como pocos. Famoso hasta hoy, al punto que grabó algún tema de él una banda fascistoide como Guns N’ Roses (tiene un tema sobre el sida, por ejemplo, que dice “los inmigrantes y los putos nos trajeron una peste de mierda”), y el cantante y artista plástico Marylin Manson tomó de él su nombre artístico (y de Marylin Monroe). El fiscal de la causa se hizo millonario al publicar un libro sobre el caso, Tarantino aún está por filmar una película sobre Manson y en estos días se encuentra en cartel, por Netflix, la serie Aquarius, dedicada también a “La Familia”.
¿Cómo se explica?
La de Manson decía ser una secta “satánica” como las que hoy proliferan en los Estados Unidos e incluso en la Argentina, donde tienen 90 mil miembros según el obispo Manuel Acuña, de la Asociación de Iglesias Luteranas de Sudamérica. Por supuesto, Acuña pide represión (deberá contenerse para no clamar por la hoguera). Si bien las sectas evangélicas ven por todas partes a los adoradores del “Señor de las Sombras”, lo cierto es que abundan quienes se proclaman cultores del “Rey Sol” o “Lucifer” (“Señor de la Luz”). Hasta han visto en logos de grandes empresas señales que indicarían devoción al “maligno”. Son cosas de tiempos de crisis, claro está, cuando se hace tentador buscar salidas en cielos o en avernos.
Manson, además, anunciaba una guerra racial, el final de una época y se preparaba para la que sobrevendría. También es típico de tiempos de crisis, y ni siquiera es tan extraña la atrocidad espectacular de sus crímenes (“la banalidad del mal”, diría Hanna Arendt). Manson no es ni aproximadamente el peor asesino serial de la historia norteamericana (cometió nueve homicidios, mientras otros han pasado el centenar): el apocalipsis social, la catástrofe que anunció convertida en acto le dio esta fama descabellada. No fueron sus crímenes por sí mismos los que produjeron semejante conmoción mundial (más allá de la fascinación morbosa que produce este tipo de asesinos) sino que, en su locura, su prédica alienada y la sangre que derramó, convertida en símbolo, se engarzó con un tiempo de  guerras, convulsiones sociales, conflictos raciales, hambrunas y terror masivo. Él, de alguna manera, obligó a la humanidad, con un empujón brutal, a asomarse a los umbrales de un abismo horroroso: rompió, con intención o sin ella, la banalidad del horror.
Durante el juicio se grabó a cuchillo una esvástica en el entrecejo. En la cárcel jugaba al ajedrez, leía la Biblia y los sábados y domingos, de 8.30 a 13.30, recibía decenas de visitantes aún deslumbrados por esa caída desde un tobogán en espiral, que él describía con incoherencias a veces inaudibles.
Este domingo 19 no recibió a nadie porque murió a sus 83 años en el hospital Mercy, de Bakersfield, California, a las 8.20 de la mañana, diez minutos antes de que empezara el horario de visitas.

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