domingo, 24 de diciembre de 2017

Arbolitos de navidad



por Eugenia Cabral



Hace muchos, muchos años, en tiempos del escritor Hans Christian Andersen, el abeto para adornar la fiesta navideña se cortaba del bosque cuando el árbol todavía era joven. Al convertirse en “arbolito de Navidad” sobre el piso de la sala de una casa familiar, ya se lo consideraba árbol viejo y, pasadas las fiestas, se volvía madera de leña. Pero todavía eran tiempos mágicos, donde los árboles y los animalitos se comunicaban entre sí, cada uno con la lengua propia de su especie, y se consolaban entre ellos o se preguntaban acerca de sus respectivos destinos.
En cambio, en los tiempos actuales, que son los del cineasta Walt Disney, aquellos abetos naturales sólo se ven en sus películas basadas en cuentos de Andersen, o de Grimm, o de Perrault, pero los que se lucen en los hogares durante la fiesta navideña son objetos de plástico, imitaciones de árboles. Y los trabajadores pobres (algunos de ellos, los mismos que han fabricado las imitaciones de abeto navideño) los conservan de año en año, de Nochebuena en Nochebuena, porque resultan caros para sus bolsillos de mera supervivencia. Los ricos, es decir, los dueños de las fábricas de arbolitos donde trabajan los desunidos proletarios del mundo, descartan cada año los abetos de plástico, para adquirir un nuevo modelo en la siguiente Nochebuena.
En tiempos de Andersen, la muerte de leño viejo que tenían los campesinos -que a su vez habían talado los juveniles abetos- ni siquiera figuraba en las estadísticas de producción, ni el Estado se ocupaba de sus condiciones de vida. En los modernos tiempos de Disneylandia, los trabajadores son descartados legalmente, como un arbolito plástico de Navidad pasado de moda.
Pero en la era Disneylandia, las luces intermitentes no permiten ver a los ángeles navideños que imaginaba Andersen, los que transportaban a los cielos las almas de los humildes y los sufrientes, entre los haces de luz emitidos por las estrellas como si fueran cosecha de frutos cósmicos, a granel.
En los tiempos de Walt Disney, parece que sólo van al cielo las princesas. De los rústicos trabajadores ni tan siquiera se informa que, en cierta manera, son arbolitos de navidad durante toda su existencia. Que son como plástico descartable en los residuos que van al reciclado. Que casi no se nota en ellos cuándo son jóvenes, cuándo mueren, o si todavía viven.
Nos enteramos de que tal o cual trabajador estaba vivo, cuando ya lo mataron. José Luis Cabezas, Carlos Fuentealba, Cristian Ferreyra, Rafael Nahuel, Juan Carlos Erazo, Roberto López, Silvia Suppo… miles de nombres. Millones de nombres. Incluso en países que no festejan la nochebuena. Namibia, la India, la China, Yemen, Afganistán… cuando los asesinan, entonces sí parece que la muerte consiente en encender un camino de luz en medio de los astros celestes, como le gustaba imaginar a Hans Christian Andersen, ascendiendo en luminosa redención hacia donde ya nadie podrá talar la juventud de los árboles, hacerlos trabajar intensivamente y, luego, quemarlos como a leña seca, hasta el siguiente año en que, nuevamente…


diciembre de 2017

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