lunes, 22 de enero de 2018

Soledades íntimas

(y multitudinarias, soledades de medianoche)






por Alejandro Guerrero




He sido, a mi modo, un combatiente; inconstante, tal vez, pero un combatiente (aún lo soy, después de todo).
He hecho, si se quiere, cosas de importancia: he escrito, por ejemplo, algún libro que contribuyó a entender ciertas claves, por lo menos de estos confines (y en esta época, se sabe, los confines suelen tener magnitud universal, o casi).
He ayudado también a moldear unos ladrillos para una construcción, a veces a un costo que me resultó definitivo en varios aspectos (si fui negligente eso me afectó, ante todo, a mí mismo). He amado tan intensamente (o casi) como he llegado a odiar. Vi una tarde a un chico que cargaba a su novia cuadripléjica y subió a mendigar a un tren del Sarmiento. El guarda lo echó de manera humillante. El chico le contestó con insultos de odio contagioso. Sí… se me contagió ese odio para siempre. He visto, pasadas las medianoches de invierno, a dos viejecitos que vendían muñecos de trapo (seguramente ellos los habían hecho durante todo el día) en las medianoches de las escalinatas de la estación Once (antes de que saliera el tren de la 0.12). El verles el frío, el sentirles el frío, me hizo trepar el odio desde las tripas, como si me naciera atrás de la espalda.
Y vi, no hace mucho, a un hombre que dormía con su perro en un pasillo del subte, justo a la entrada del shopping Abasto. Un cartel que seguramente había escrito él mismo decía que había sido un payaso famoso, y enumeraba los circos de renombre donde había trabajado hasta que un accidente lo arrojó a los túneles, a mendigar con su perro. Recuerdo de esa tarde (era una tarde) el llanto compulsivo que esa visión alucinante le produjo a Cata, mi hija. Le pusimos un billete en el sombrero que el hombre tenía para eso: nunca supo quién fue, porque el payaso dormía, pero a Cata se le iluminó la carita (¿tendría cinco, seis años?). En esa sensibilidad reconocí tanto a mi hija… Seguramente, su mamá y yo (no nos vemos ni queremos vernos) hicimos con ella tantas cosas mal… pero una parte de lo mejor de nosotros está en ella: la sensibilidad y el odio, porque una cosa no va sin la otra.
He tomado decisiones determinantes casi sin querer, como al pasar, sin pensarlas, como se debe. Pienso que hasta podría haber sido (como unos cuantos que conocí de cerca, personalmente), colaborador, infidente y madama de canallas de grosor. Tengo el altísimo honor, que comparto con tantos grandes compañeros, de no haber sentido siquiera la duda, aun a sabiendas de lo que vendría.
Debo confesar que en ocasiones estuve a punto de sucumbir a esa semiparálisis parecida a la nada, y he tenido en esos periodos las compañías adecuadas. Fueron tiempos absurdos, violentos y, qué paradoja, de creatividad exultante. En esas épocas fui mucho mejor que yo mismo.
A veces, no tuve conciencia de los resultados de esa exultancia. Por ejemplo, no supe mucho del libro El peronismo armado hasta que académicos de renombre hablaron de él y uno de ellos le escribió el prólogo a la segunda edición.
Y hay otros escritos, casi una pequeña multitud de ellos. La mayoría han sido destruidos y suelo extrañarlos, como extraño no tener una solo foto de mis padres (quizá quise borrar su imagen, pero no he podido).
Tal vez, un día, alguien me recuerde por aquellos libros, algunas fichas, unas notas al margen; tal vez ese alguien ocupe un rato en curiosear quién fui y quizá ni siquiera lo considere tiempo del todo perdido.
Lamento (no demasiado) las historias que me quedarán sin escribir, las cosas que no alcanzaré a contar, algunas inconclusas que posiblemente lleguen a conocerse (la muerte es una marketinera excepcional ¿no, Salvador?).
Ciertas etapas de mi vida han tendido grandes amigos, pero estos son tiempos de soledad (son falsas de toda falsedad las amistades vitalicias: los tiempos cambian, uno cambia y con aquel que fue íntimo ya no tenés mucho que ver y te encontrás con que luego del ¿te acordás? no queda nada.
La vida, en fin –lo diré a riesgo de obviedad− tiene contradicciones tan absurdas como ella misma, o como aquella mujer de Homero que comía en un rincón.

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