martes, 9 de octubre de 2018

El “Plan Blattodea” y las cucarachas albinas



Por Sebastián Rodríguez



         

Debo admitirlo. No son pocas las circunstancias que hacen brotar mi mal genio. Incluso alguien, alguna vez, insinuó que son demasiadas. Creo que exageraba un poco. Entre muchas, reconozco una situación capaz de ponerme casi violento. Eso me volvió a suceder. Hoy. En el momento menos oportuno. A horas del casamiento de mi mejor amigo. Aunque algunos insisten en que pasaron varios días.
Juro no faltar a la verdad cuando digo el motivo de mi ausencia al casorio. Que la pareja de mi amigo haya sido mi novia no determinó el faltazo. No haría semejante chiquilinada por más que siga tan enamorado como dicen que sigo. Juro, una vez más, que quien me conoce sabe de mi fobia. Que en realidad no es al bicho en cuestión sino a su proliferación dentro de la casa. La de hoy era una cucaracha casi transparente. Albina, para quienes desconocen la materia. Una ninfa, para lo que sabemos y entendemos, alarmados por el riesgo. Porque sabemos bien que entre treinta y cuarenta ninfas nacen por cría. Lo que implica, por carácter transitivo, una buena probabilidad estadística de treinta y nueve mil cucarachas pululando los esos rincones de la casa en busca de alimentos. Además de la segura existencia de un nido oculto preparando nuevas generaciones al acecho. Ahí reside la explicación profunda. Llegó el momento de hacer público el secreto guardado durante años: El “Plan Blattodea”. Un plan de dominación que amenaza a la humanidad entera.
Es un plan macabro por lo real. Su objetivo es, en principio, apropiarse de mi casa, devorar todo lo que hay en ella. Incluso a mí. Y a mi perra Roxi. Establecer aquí mismo su centro de operaciones y no detenerse hasta dominar el planeta. Casa por casa.
El simple mortal es incapaz de advertir la amenaza. Lo sé muy bien. Yo mismo me di cuenta casi de casualidad. La vi aquella tarde otoñal mientras tomaba unos amargos en el jardín de mi casa. Un día muy triste, imposible de olvidar. Roxana me había dejado por un amigo.
La vi en el jardín cuando trepaba una pared, como si el bicho inspeccionara el terreno. La seguí, estudié sus movimientos. Nada de lo que hacía era casual: era comando de avanzada. Cuando encontró un hueco entre los ladrillos de la pared descascarada se escondió y ahí permaneció durante horas. Tal vez reponía energías. O repasaba cierta información clasificada. Un día entero estuve de pie con la mirada puesta en la trinchera enemiga. Por fin, cuando se decidió a proseguir su exploración y emergió del agujero, pude descargarle unos martillazos. Con la vida del bicho se fue una buena parte de la pared. Daños colaterales le llaman. Aunque el vecino nunca lo entendió y no me habló más. Decía algo de la propiedad de su medianera y de un resarcimiento que nunca entendí. Claro, él pertenece a los mortales sumergidos en las sus preocupaciones del día, como los demás. Así, al fin y al cabo, juegan para el enemigo. Creo que ligó algún martillazo.
Desde entonces me preparé para la guerra. Día tras día. Consumí a granel información del enemigo. Acumulé armas letales como insecticidas y pesticidas de todo tipo. Esperaba ansioso el momento de la batalla final. Pero sucedió lo que nunca sospeché. Un golpe demoledor. Descubrí que los invasores habían instalado un puesto de vanguardia delante de mis propias narices. Juro, y vuelvo a jurar, que casi desfallezco cuando vi a la ninfa muerta en la cocina. De repente sentí que mis sueños de desplomaban, Sentí que yo me desplomaba con mis sueños.
Me repuse rápidamente. Me había preparado años y no pensaba dejarme vencer así como así. No era justo conmigo mismo si no resistía hasta el final. Empecé por revolver todos los cajones. Desparramé casi desesperadamente su contenido por el suelo. Separé la ropa con ayuda de los pies mientras vaciaba los muebles. Los cajones terminaron en el suelo. Era necesario inspeccionar los muebles a fondo. Después revisé cada milímetro de las paredes con una lupa que mantuve años oculta para este momento. Di vuelta una y otra vez la cama. Rocié con insecticida, que también guardaba en secreto con unos fósforos, toda la habitación. Cuando empezaron a arder las sábanas y el colchón perdí el conocimiento.
Desperté sujeto a una cama una vez más. Personas de blanco me dijeron que sucedió otra vez. Que mi familia estaba informada y los vería pronto. Que pasó hace varios días. Les conté por fin lo del plan macabro. Fue un desahogo. No podía seguir soportar tanta presión en soledad. Para que alerten al gobierno al menos. Les pregunté por el casamiento de mi amigo y les conté mi tristeza por no haber ido. Más tarde, gente que decía ser de mi familia me explicó que estoy hospedado en este edificio gris, casi sin luz, hace unos años. Que ya no tengo casa. Ni vecinos. A mi amigo ni lo mencionaron. No pregunté más. Ellos, como siempre, hicieron muchas preguntas. Entendí que había caído en manos del enemigo. Querían más información. Comprendí que el plan es más grande de lo que suponía. Aumentaron mis palpitaciones y mi sudor. Y, de repente, me volví a dormir.

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