De la “juventud maravillosa” a
defensor de Lázaro Báez
por Alejandro Guerrero
“¡Uh, mirá vos! Hace poco también me preguntaron por él…
Hace más de 20 años que no hablo de Firmenich!”
Tal la respuesta de Juan Carlos Dante Gullo, hace más o menos
una década, cuando el autor de esta nota —que por entonces preparaba su libro
“El peronismo armado”— le preguntó por el ex jefe de Montoneros. Esos 20 años
de olvido señalaban toda una elipsis en la vida de Gullo (una vida de cambios,
de puntos de inflexión). Miembro entonces del “núcleo duro” del kirchnerismo,
Gullo quería condenarse, diría Borges, no sólo a dejar de ser; quería
condenarse, también, a no haber sido nunca.
A fines de los años 60, Gullo, apenas salido de la
adolescencia, tomó parte activa en el proceso de unificación de distintos
sectores de la Juventud Peronista; por lo menos de aquellos que desde tiempo
atrás se habían dado el nombre de Peronismo Revolucionario. En aquellas
reuniones tomó una potencia especial una consigna que sería en los años
venideros mucho más importante de lo que se cree recordar: “Luche y vuelve”, en
alusión a Juan Perón, por entonces exiliado en Madrid.
La consigna, decíamos, tomó una potencia particular porque
no se la opuso tanto a los militares en el gobierno (que negociaban el retorno
de Perón a la Argentina) sino a la de “obreros al poder” sostenida por ese
proletariado joven, novedoso, no peronista, que ganó las calles del Cordobazo y
abrió una situación revolucionaria —una crisis de poder, no sólo de gobierno o
de régimen. Para detener aquellas convulsiones el general Alejandro Lanusse
derrocó en 1972 a su colega Juan Carlos Onganía y empezó a preparar el retorno
de su viejo enemigo, del único político burgués con suficiente autoridad sobre
las masas para sacar las castañas de semejante fuego.
El secuestro y ejecución a tiros del general Pedro Eugenio Aramburu por
los montoneros en 1970 fue una acción suficientemente espectacular (junto con
otras que le siguieron, como la toma del pueblo cordobés La Calera que terminó
en un desastre) para que aquella juventud del Cordobazo girara la cabeza
hacia la experiencia inconclusa del peronismo, para que el “obreros al poder”
volviera a ser “luche y vuelve”. He ahí el gran papel de Montoneros y de otras
corrientes proclives al acuerdo, a la alianza o llanamente a la integración a
una u otra variante peronista. Esas tendencias ya estuvieron presentes en las
direcciones del Cordobazo, además de Montoneros.
Por entonces, la JP se unificaba e incluso otros grupos de
la guerrilla peronista, como las FAR (Fuerzas Armadas Revolucionarias, de
origen filomarxista) y las FAP (Fuerzas Armadas Peronistas, que terminarían
disueltas y de ellas saldría el Peronismo de Base conducido por Rodolfo Ortega
Peña), confluían bajo el sello poderoso y convocante de Montoneros. Así
quedaron constituidas las Regionales de la JP. Gullo sería secretario general
de la Regional 1, que tenía por jurisdicción la Capital Federal y parte del
Gran Buenos Aires.
Por lo demás, Montoneros era parte, según Perón, de esos
“heroicos muchachos de nuestras formaciones especiales” e, incluso, una especie
de fuerza de choque del general en la interna peronista: por eso los saludos y
el respaldo de Perón a las ejecuciones montoneras de los burócratas sindicales
Augusto Vandor y José Alonso, que intentaban desenvolver su juego propio a
espaldas y en contra del líder exiliado.
Más tarde las cosas mutarían. Aquellos “heroicos muchachos
de nuestras formaciones especiales” se convertirían en “imbéciles que gritan,
infiltrados” y, peor aún, en “mercenarios al servicio del dinero extranjero”.
Hace unos años, en una entrevista, Firmenich dijo: “En algún momento, Perón
cambió de idea”. Tal vez, quien creyera en la ingenuidad podría recordar que
alguna vez, en Madrid, un periodista italiano le preguntó a Perón si era de
izquierda o de derecha: “Según las circunstancias”, contestó el general.
Habían cambiado las circunstancias, no las ideas de Perón.
Recuperado su lugar en la política argentina, devuelto a la presidencia porque
las convulsiones revolucionarias del Cordobazo lo habían transformado en una
necesidad impostergable para la burguesía argentina y para el imperialismo, la
“juventud maravillosa”, que había tomado por la naturaleza de las cosas un
margen de autonomía que resultaba impermisible, se transformó en un incordio
que debía ser suprimido.
Así llegó aquel 1° de Mayo de 1974, cuando, según la
leyenda, Perón echó de la plaza de Mayo a los montoneros. En verdad no fue así:
Perón había negociado (vía Julián Licastro) la presencia de Montoneros en el
acto, porque la ausencia de la JP lo habría hecho hablar ante una plaza
lastimosamente vacía. Después, frente a los insultos de bárbaro que le dedicó
Perón, la JP se fue. Perón no echó a los montoneros, ellos se fueron. Y fue
Dante Gullo quien, esa misma noche, formuló la única declaración montonera
durante muchos días: “Quiero aclarar que seguimos siendo peronistas”.
Muchos años después, en una entrevista con La Nación (26/5/2013),
Gullo diría que aquella tarde Perón “nos retó como un padre”. Ya eran los
recuerdos penosos, quebrados, de quien llamaba “retos de padre” a los insultos
del creador de la Triple A, del asesino de sus propios compañeros, del
protector de López Rega e Isabel Perón; en fin, de las bandas fascistas que en
buena parte se integrarían después a los grupos de tareas de la dictadura
militar.
Gullo cayó preso en 1975, antes del golpe y,
paradójicamente, eso lo salvó de la desaparición y la muerte, porque el 24 de
marzo él era ya un preso “en blanco”. De todos modos, pasó toda la dictadura
encarcelado en el “pabellón de la muerte” de Sierra Chica, donde los militares
ponían a los rehenes que serían ejecutados en represalia a cualquier acción de
Montoneros contra la dictadura. En esos días fueron secuestradas y hechas
desaparecer la madre y una hermana de Gullo, quien le envió al entonces
ministro del Interior, el asesino serial Albano Harguindeguy, una carta que
decía: “La cosa es conmigo y aquí me tienen. Con mi familia no”. Gullo aún era
lo que fue.
Después sería diputado nacional y legislador de la
Ciudad por el kirchnerismo y dejaría de “hablar de Firmenich”; es decir, de los
días en los que, a su modo, luchaba contra los poderes del Estado en vez de
colgarse de él.
En aquella entrevista con La Nación en 2013, además, llegó a
defender con uñas y dientes a Lázaro Báez: “¿Cuál es el problema con Báez? ¿Se
enriqueció en los últimos años? ¡Bienvenido sea! ¡Ojala haya muchos Báez en vez
de uno!... Una vez me dijeron que somos un gobierno que favorece a los amigos
¡Chocolate por la noticia!”. De algún modo Gullo se defendía a sí mismo,
convertido también en él en “amigo” y empresario. Gullo es, si se quiere, una
expresión extrema de una generación que resistió los embates de lo peor de la
derecha en los años 70 y luego el terror de la dictadura, pero sucumbió ante la
cooptación política (e incluso económica) de lo que vino después.
Por todo eso, seguramente, Luis Bruschtein puede rendirle un
homenaje edulcorado, chabacano y recargado de vaciedad política en Página/12,
el diario de Víctor Santa María, el capo mafia del Suterh, que en otros tiempos
habría tratado de arreglar cuentas a tiros con Gullo y sus compañeros de
entonces.
A los 71 años, Juan Carlos Dante Gullo murió el viernes 3 de
mayo.
Hacía mucho ya que había dejado de ser lo que fue y trataba
esforzadamente de no haberlo sido nunca.
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