martes, 17 de octubre de 2017

El Che Guevara: el revolucionario y el mito

Cuando de política se trata, los mitos son necesariamente contrarrevolucionarios en cuanto su objetivo es esconder la realidad, hacerla inasible. El Che ha sido, seguramente (y alguna responsabilidad tuvo él mismo para que eso sucediera), una de las mayores víctimas de la mitología política, al punto que hasta sus enemigos usan hoy sus remeras y lo invocan, lo han quitado de cualquier política revolucionaria para colocarlo en un altar absurdo que a él, sin duda, le habría repugnado. Trataremos en esta serie de trabajos, como dice Trotsky en La revolución traicionada (El Viejo Fantasma Grupo Editor, 2017) de “mostrar un rostro, no una máscara”.








por Alejandro Guerrero




El del Che Guevara, como el de Fidel Castro y el de la propia Revolución Cubana, es un legado contradictorio, al punto que, como señalara Jorge Altamira en una serie de charlas sobre Guevara allá por 1998, el periódico francés Lutte Ouvrière, de la ya disuelta Liga Comunista Revolucionaria, dijo alguna vez del Che que había sido un “revolucionario no comunista”. Dicho así, parece una suerte de oxímoron en el cual el segundo adjetivo niega al primero. Esto es: Guevara habría sido revolucionario como lo fue Mariano Moreno a comienzos del siglo XIX, cuando no sólo quiso emancipar las colonias del dominio español; también a los indios de la explotación infrahumana de los encomenderos, fuesen españoles o criollos, y darles a los pueblos originarios igualdad jurídica, de modo que él traía al Río de la Plata el impulso indudablemente revolucionario de los acontecimientos de la Francia de 1789. Moreno, influido, como Esteban Echeverría, por el socialismo utópico francés, no era ni podía ser comunista pero sí un revolucionario, cosa que ya en 1810 se demostró imposible en estas pampas. Según Lutte Ouvrière, algo así habría sido Guevara un siglo y medio después… He ahí una parte del mito, aunque no la peor.
En estos casos, como casi siempre, lo mejor es empezar por el final.
En su último documento, escrito poco antes de caer asesinado en Ñancahuazu, Guevara escribe su consigna definitiva: “Revolución socialista o caricatura de revolución”. En las remeras y los posters, entre las frases popularizadas del Che, se encontrarán decenas sobre “hombres nuevos”, principios morales, injusticias y tantas otras que cualquier jesuita podría repetir, pero nunca ésa: “Revolución socialista o caricatura de revolución”. Ahora hasta los kirchneristas, represores y entreguistas como pocos, usan la cara del Che en sus campañas políticas, y agrupamientos como Patria Grande, declaradamente nacionalistas, usan al por mayor la imagen del revolucionario argentino-cubano y repiten canciones y poesías. Pero jamás esa consigna: “Revolución socialista o caricatura de revolución”.
Vamos ahora a mostrar el rostro en vez de la máscara canallesca que le han colocado.
Con ese fin, resulta indispensable remontarse a otro hito olvidado ex profeso: el gobierno nacionalista del general Jacobo Arbenz Guzmán en la Guatemala de 1954, cuando el Che anduvo por ahí.
Mejor dicho, habría que retroceder hasta la revolución del 20 de octubre de 1944, cuando un levantamiento de militares nacionalistas, acompañados por la mayor parte de la población trabajadora, derrocó la dictadura del general Federico Ponce Valdes y convocó a las primeras elecciones libres de la historia guatemalteca, en las que venció Juan José Arévalo (1904-1990). Arévalo se declaraba “socialista espiritual” e impulsó una serie de reformas “inclusivas” en favor de los sectores más pobres. Decía inspirarse para eso en el New Deal norteamericano de presidente Franklin Roosevelt. Esas reformas alcanzaron para que la oligarquía guatemalteca lo calificara de “comunista”.
Arévalo no tocó el problema de la propiedad de la tierra (“el problema del indio es el problema de la tierra”, había dicho José Carlos Mariátegui) a pesar de que la mayoría de la población guatemalteca era indígena y campesina; es decir, explotada doblemente, en cuanto clase y en cuanto nación oprimida. Sí, impulsó, en cambio, la organización sindical de los trabajadores rurales de las explotaciones más tecnificadas, lo que disgustó gravemente a la empresa que era, en la práctica, la dueña del país: la United Fruit Company. Arévalo impulsó el surgimiento de sindicatos en casi todas las ramas de la producción, siempre bajo control y regimentación del Estado.
Cuando en 1951 lo sucedió –también en elecciones libres− el general Jacobo Árbenz Guzmán, los conflictos se radicalizaron. En ese año, el 10 por ciento de los propietarios rurales poseía el 76 por ciento de la tierra, mientras el 70 por ciento de los campesinos eran dueños sólo del 2,2 por ciento del territorio. La United Fruit era dueña de más del 50 por ciento de las tierras cultivables, aunque sólo explotaba el 2,6 por ciento y pagaba a sus obreros salarios peor que miserables. Además controlaba los principales puertos y las compañías de electricidad, teléfonos y telégrafos, que ni siquiera pagaban impuestos. Como se ve, Arévalo había fastidiado bien poco a la UFCo.
Árbenz, en cambio, decidió ir más lejos que su antecesor.
En principio se declaró nacionalista y de izquierda, y en su discurso de asunción anunció tres objetivos fundamentales de su gobierno:

  • “Convertir nuestro país de una nación dependiente y de economía semicolonial en un país económicamente independiente;
  • “Convertir a Guatemala de país atrasado y de economía predominantemente semifeudal en un país moderno y capitalista; y
  • “Hacer que esta transformación se lleve a cabo en forma que traiga consigo la mayor elevación posible del nivel de vida de las grandes masas del pueblo”.

Casi de inmediato, Árbenz promulgó el Decreto 900, que expropiaba todos los terrenos que la United Fruit mantenía ociosos; anunció la construcción de la carretera al Atlántico, que terminaría con el monopolio de la compañía ferroviaria de la UFCo, y empezó los trabajos para erigir el puerto Matías de Gálvez para competir con Puerto Barrios, también controlado por la United (sólo se terminó en 1976). Además, empezó los estudios para montar la planta de generación eléctrica Jurún Marinalá, que competiría con la compañía en manos de los norteamericanos. La oposición interna que encontró Árbenz no se limitaba a los militares reaccionarios o a la oligarquía: en 1952 ganó la alcaldía de Ciudad de Guatemala el jefe del Partido de Unificación Anticomunista (PUA), Juan Luis Lizarralde, respaldado por el Comité de Estudiantes Universitarios Anticomunistas y la Juventud Nacionalista, toda gente de armas llevar y que anunciaba un proceso de guerra civil. Sin embargo, Árbenz logró ganar las simpatías de buena parte de la ciudad con toda una serie de obras públicas que, lógicamente, generaron conflictos severos con los fascistas que tenían la alcaldía en sus manos. Todo empeoró cuando Árbenz incorporó al gobierno a miembros del pequeñísimo Partido Guatemalteco del Trabajo, que era el nombre que tenían en el país el PC estalinista. En ese momento, el jefe de la CIA, Allen Dulles (fue el primer civil que tuvo ese cargo) dijo que Guatemala se había transformado en la “cabecera de playa soviética en América latina”. El presidente norteamericano era el general Dwight Eisenhower y estaba en plena actividad el Comité de Actividades Antinorteamericanas que presidía el senador Joseph McCarthy.
A principios de 1954, cuando la crisis guatemalteca estaba ya muy avanzada, el Che Guevara llegó al país, donde sólo llegó a estar nueve meses. Por supuesto fue a respaldar al gobierno e hizo grandes esfuerzos por trabajar de médico para el Estado, cosa que nunca logró y pasó penurias económicas. Pero no fue eso lo que le dejó su primera marca grande, sino la United Fruit. El 10 de diciembre de 1953, poco antes de llegar a Guatemala, le escribe a su tía Beatriz y le dice:

“En el paso tuve la oportunidad de pasar por los dominios de la United Fruit, convenciéndome una vez más de lo terrible que son estos pulpos. He jurado ante una estampa del viejo y llorado camarada Stalin no descansar hasta ver aniquilados estos pulpos capitalistas. En Guatemala me perfeccionaré y lograré lo que me falta para ser un revolucionario auténtico... Tu sobrino, el de la salud de hierro, el estómago vacío y la luciente fe en el porvenir socialista. Chau. Chancho”.

En Guatemala conoció a la peruana Hilda Gadea, economista y dirigente del APRA (Alianza Popular Revolucionaria Americana, conducida por el líder nacionalista Raúl Haya de la Torre), colaboradora directa de Árbenz. Gadea, que luego sería su primera esposa, lo puso en contacto con un grupo de cubanos exilados que habían tomado parte en el asalto al cuartel de Moncada en 1953. Guevara, entre todos ellos, se hizo amigo entrañable de Antonio “Ñico” López.
En esos días, el Che tuvo una mala experiencia con los seguidores del “viejo y llorado camarada Stalin”, al que veneraba en estampas sobre las que se debía jurar. El partido estalinista, el PGT, le ofreció trabajo de médico en el Estado a cambio de que se afiliara, cosa que él rechazó indignado. También por entonces comenzó a escribir su libro La función del médico en América latina, donde asegura que un sistema de “medicina social preventiva” será un eje central para la transformación “revolucionaria y socialista” de la sociedad. Es decir que la “medicina social preventiva” sería una herramienta de la revolución y no la consecuencia de ella. El pensamiento de Guevara, como se ve, es en esos momentos más que confuso, pero también se verá hasta qué punto era capaz de observar y de formarse, mediante la reflexión y la práctica, de esas mismas observaciones,
Por entonces, ya estaba en plena marcha el plan PBSucces, pergeñado por la CIA para derrocar a Árbenz. El 18 de junio, a las ocho de la noche, una fuerza mercenaria sorprendentemente débil, de menos de 500 efectivos al mando de un coronel exilado, Carlos Castillo Armas, penetra por las fronteras de Honduras y El Salvador en cuatro grupos. A la vanguardia de ellos, comandos norteamericanos de saboteadores vuelan puentes y cortan líneas telegráficas. Los sediciosos utilizan tácticas guerrilleras, evitan encuentros con el Ejército mientras una propaganda especialmente intensa los presenta como si se tratara de una fuerza poderosa que levanta poblaciones a su paso; es decir, como si se tratara de una rebelión popular.
El fracaso militar de la invasión fue estrepitoso. Un primer grupo de 122 insurgentes intenta tomar la ciudad de Zacapa, pero es aplastado por apenas una treintena de soldados apostados allí. Sólo 28 insurgentes evitaron la muerte o la captura. Peor aún le fue a un segundo grupo, que atacó la ciudad costera de Puerto Barrios. El jefe de policía de esa ciudad repartió armas entre los trabajadores del puerto, los dispuso para la defensa y en pocas horas los rebeldes estaban muertos o cautivos. Apenas unos pocos de ellos consiguieron huir a Honduras. En tres días de combates, dos de los cuatro grupos invasores estaban aniquilados.
Frente al desastre, Castillo Armas ordenó un ataque aéreo que resultó un papelón. Un solo avión logró bombardear una cisterna de petróleo, pero los bomberos sofocaron el fuego en menos de 15 minutos. Entonces ocurre lo aparentemente insólito: Jacobo Árbenz se rinde, entrega el poder y huye. Castillo Armas instaura entonces una dictadura fascista cuyas consecuencias se sienten hasta hoy: la fachada constitucionalista del sistema de gobierno guatemalteco oculta un régimen de represión y terror sistemáticos.
¿Qué era, a todo esto, del Che? Infructuosamente, intentaba repetir la experiencia del jefe de policía de Puerto Barrios y conseguir armas para formar milicias de trabajadores que le hicieran frente al golpe. Algún funcionario del gobierno, mientras rápidamente preparaba sus petates para emprender la huida, le dijo: “Doctor, no se haga matar en vano. Usted no puede defender a un gobierno que no quiere defenderse a sí mismo”. Así, casi de regalo, Castillo Armas se encontró al frente del Ejército que hasta pocas horas antes obedecía a Árbenz, y al que él no podría haber hecho frente jamás en condiciones más o menos normales.
Guevara consiguió refugio en la embajada argentina, y en setiembre de ese año de 1954 consiguió un salvoconducto para viajar a México, donde viviría dos años y, por fin, podría ejercer la medicina y ganarse la vida con alguna holgura. Pero antes de eso, desde la embajada, le escribió a su madre:

“La traición sigue siendo el patriotismo del Ejército, y una vez más se prueba el aforismo que indica la liquidación del Ejército como el verdadero principio de la democracia”.

En otras palabras: la instauración ya no del socialismo sino simplemente de la democracia exige la supresión del Ejército profesional, de ese destacamento especial de hombres y mujeres armados al servicio de los opresores, que constituye la sustancia misma del Estado.
En México se reencontró con su amigo “Ñico” López y en 1955 conoció a Raúl Castro; es decir,  los hombres que, como él, se embarcarían en 1956 en el Granma para comenzar la Revolución Cubana. Lo que vino después y el carácter de lo que vino es otra parte de la historia, pero puede decirse, a modo de adelanto, que la experiencia guatemalteca fue determinante en toda la vida política ulterior de Ernesto Guevara. Esa experiencia lo condujo a estar entre los opositores más decididos a cualquier acuerdo con el Ejército cubano en 1957, cuando la guerrilla aún combatía en las Sierras de Oriente (Sierra Maestra). Ese Ejército debía ser destruido, suprimido, porque ninguna democracia –y la democracia era, no debe olvidarse, el propósito de los revolucionarios conducidos por Fidel Castro− podía construirse con esa fuerza armada presente en el panorama político.
Varias veces Raúl Castro dijo: “Cuando nosotros conocimos al Che, ya era un revolucionario formado”. Así es, estaba formado por la negativa, por lo que había vivido en Guatemala y le haría decir más de una vez: “No se debe confiar en la burguesía ni tantito así”. Y en los días finales de su vida: “Revolución socialista o caricatura de revolución”.
Esa consigna que no suele leerse en las remeras.


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