viernes, 2 de agosto de 2019

"Todes"


Los lingüistas versus los hablantes: un matrimonio mal avenido



por Eugenia Cabral


Tiempos de innovaciones sociales, tecnológicas, políticas, lingüísticas, geográficas, arquitectónicas, artísticas, científicas. No revoluciones, pero sí innovaciones. Los problemas enunciados por la Revolución Francesa: Libertad, Igualdad, Fraternidad, son aún el espinazo de la tragedia. La diferencia es que se comunica por WhatsApp.
En ese contexto, la literatura prosigue siendo una actividad artística cuya única herramienta es el lenguaje, la palabra. Con el lenguaje caminamos, soñamos, golpeamos, acariciamos, insultamos, desvariamos, reflexionamos, a cada línea de texto literario. Como buena herramienta, tiene sus beneficios y sus peligros. La pinza corta el alambre, pero también puede rebanarte el dedo. Límites y permisos que proceden del mismo ser del lenguaje y la literatura. Una cara de la moneda compensa a la opuesta. La libertad que provee el lenguaje no es absoluta ni el lenguaje es un freno carcelario.
El problema es que no se trata de una herramienta, o un medio, meramente material, pues su única materialidad es el casi inaprensible sonido. El lenguaje es una institución social, usted está en lo cierto, M. Ferdinand de Saussure. Y no hay manera de que no lo sea ¿Para qué hablaríamos, si no hubiese alguien que nos escuchara? A lo mejor al principio hablar fue un juego, nada más, pero terminó institucionalizándose.

Cuando los novios van al registro civil...

Como en toda institución social, después de los escarceos surgieron las normas. Primero el dulce noviazgo, después el aburrido matrimonio. Cada idioma fija sus normas a fin de instituir un código en común para que lo utilicen los miembros de una sociedad, en un tiempo y un lugar dados. Que si el sujeto va antes del verbo (como en las lenguas latinas) o después (como en el gaélico); que si la coma va con espacio intermedio o sin espacio; que si tal adjetivo puede tener también un uso de sustantivo... Son normas para homogeneizar ese código en común, el idioma, pues si no se las estableciera sólo estaríamos ante una suma de idiolectos individuales o grupales, no ante una lengua. Y las dicta e impone alguna academia, no importa cuál, siempre una academia. Así el idioma haya nacido en la fronda selvática o en algún alto desierto montañés, las normas del idioma las termina imponiendo alguna academia con sede ciudadana. Es que la mayoría de las instituciones educativas, en las sociedades actuales, se instalan en las ciudades. En ellas el capitalismo concentra los resortes más sólidos de su dominio, no en zonas rurales.
Y sucede que una academia, por caso, la rae de la lengua castellana (o española, como la nombra dicha academia), presunta, hipotética, idealmente, podría funcionar sólo como un organismo superior de estudio de una determinada lengua, estudio muy valioso para investigar los mecanismos lógicos de la construcción lingüística y, así, ayudar a construir con mayor calidad el discurso a todos y cada uno de los hablantes. Vale decir, una guía lingüística erudita. Quien conoce en profundidad la estructura de su propio idioma posee un caudal de instrumentos para desarrollar el pensamiento mediante el uso de la palabra. Pero la rae ni ninguna otra academia nació con esa finalidad. Habráse visto.
Obviamente, el funcionamiento de las academias es otro. Tras desarrollar el estudio objetivo de los componentes y la estructura y, en consecuencia, las posibilidades del uso de la lengua pretende, imperiosamente (y nunca más acertado decirlo que de la rae), determinar quién hace buen o mal uso del idioma y, con fuerza de decreto o certificación, pasar a la actitud calificativa, ya no sobre la lengua sino sobre el uso que se haga de ella; es decir, del habla. Y cobrar en efectivo por dicha calificación o certificación.
Consideremos, además, que la penetración en el estudio academicista de un idioma le está reservado a los sujetos hablantes integrantes de las clases poderosas económicamente y, por lo tanto, con acceso a instituciones educativas superiores. Al final, quienes más lejos se hallan de acceder al estudio académico de la propia lengua termina siendo, injustamente, quien se ve descalificado en los usos "incorrectos" que hiciere de dicha lengua.

Los enamorados... van a divorciarse

Hasta ahí, los "errores" académicos cometidos por defecto, o por inercia socio-económico-política. Pero resulta que el hablante es un tipo viviente y semoviente, cuyo mayor defecto suele ser el dinamismo, que lo lleva en forma permanente a probar nuevas formas del discurso, la denominación, el ritmo, la sintaxis. Y es seguro que, en esos casos, recaerá también en errores por exceso, por la curiosidad intrinseca del ser humano. La creatividad literaria incluso es un juego constante de equivocaciones donde, por excepción, aparece un logro que será acabado y duradero. Esto no es difícil de comprobar. Existen miles y miles de textos de toda índole cuyo valor es o ha sido nimio, desacertado, inadecuado, y dichos textos fallidos y sus correspondientes discursos seguirán produciéndose. La comisión de errores, la falencia, es inherente a los seres humanos.
Las academias, entonces, se echan con furia sobre los hablantes con el dedo admonitorio para señalar la herejía lingüística, olvidando que si no fuera por la paciente tarea, ya errónea o ya atinada, de cada hablante, la lengua no podría existir y, menos aun, la academia que legisle sobre dicha lengua. No obstante, si el hablante quiere certificar su correcto dominio del idioma deberá abonar por su certificado. Extraño caso donde el que más trabaja es el que paga.

Los problemas franceses

André Breton y Diego de Rivera (tras del cual asomaba la insigne melena de León Trotsky) dieron en 1938 por redactar, en las calurosas tierras de Méjico, un Manifiesto donde se lee un axioma memorable: "Toda libertad en arte". Axioma que también es conclusión, si lo leemos en el contexto internacional de los totalitarismos de la época. Es un ars poetica. Una legislación no academicista. Sienta un dogma revolucionario en la estética y en la política, para enfrentarse con los dogmas del estalinismo. Sanciona un dictamen totalitario para, precisamente, oponerlo a la censura totalitaria. Y a la demócrata. Y a la socialdemócrata. A cualquier censura. A toda censura.
Si trasladásemos ese principio o premisa de libertad absoluta en el arte al habla, al uso de una lengua, que es materia prima de la literatura, no nos queda otra cosa que pronunciarnos en el mismo sentido: toda libertad en la lengua y en el habla.
¿Que vamos a escuchar barbarismos en lugar de correctas elocuciones? ¿Que la rae nos va a señalar como hablantes de algún idiolecto no reconocido dentro de la lengua castellana, a la cual ellos mismos empiezan por deformar llamándola española?
Es muy probable, pero la libertad bien lo vale. Si no lo creen ustedes así, pregúntenles a los vascos, catalanes, valencianos, asturianos, por ejemplo, qué tal la pasaron bajo las botas del franquismo por querer seguir hablando sus idiomas vernáculos. O preguntémosles a los irlandeses, cuánta sangre les costó mantener viva a la lengua gaélica en el Reino Unido. Y de América ni hablemos. La Égalité es una promesa de seductores incorregibles.
Hasta podríamos recordar los infortunios del lunfardo porteño que, con señorío rioplatense, terminó por fundar su propia academia. Y chau pinela. De lo contrario, para acordar con la normativa de la Real Academia Española tendría que haber escrito la letra de los tangos a la manera de Gustavo Adolfo Bécquer... y de mina que fuiste la más papa milonguera... ¡ni soñar!
Acuerdo con el poeta Eduardo Mileo quien, en "¿Arte libre en sociedad esclava? " (un artículo del 29de agosto de 2017) pone razonablemente en entredicho el axioma del Manifiesto por un Arte Independiente, al afirmar que..."vivimos en una sociedad explotadora, y en esas condiciones el artista sólo puede esperar la cooptación o el destierro platónicos". Es cierto. La Liberté dentro del sistema capitalista es una herida absurda. La libertad interior, subjetiva, y con ella la del artista, del escritor y de cualquier hablante, choca con la piedra incesante de la realidad del capitalismo, que lo pone entre la espada de la cooptación y la pared del destierro. El libro que nunca se muestra en vidriera y la seguridad de la familia quedando al descubierto, ese es el pronóstico para un escritor que no asimile ya no sólo las normas académicas, sino los estilos que fija cada editorial comercial. No obstante, los poetas (tribu perseguida y humillada si las hay en el mercado editorial) rara vez abjuran de la libertad estética y... una semana no comen y la siguiente, tampoco. La libertad tiene a menudo la desventaja de deslucirnos la ropa, atrasarnos el modelo de coche, avejentarnos la piel sin aplicación de cosméticos adecuados.

Nos queda la Fraternité...

Lo que muestra la historia de todos y cada uno de los pueblos y sus respectivas lenguas es que, tarde o temprano, incluso después de feroces exterminios, los hablantes se esfuerzan por seguir manteniendo vivo el idioma. Ninguna academia lo hace forzosamente, lo hacen los hablantes para seguir manteniendo ese vínculo social. Únicamente el genocidio que no deja un solo habitante vivo logra sepultar, también, la lengua que éstos hablaron. O, en otros casos, la cooptación que envilece con sus degradantes dádivas de colonizadores —veneno peor que el alcohol, que se ingiere como medicamento cuando se está en la miseria y la opresión— logra empobrecer y deformar los idiomas de países colonizados culturalmente.
Las academias aparecen a la hora de registrar o de legislar, no son organismos creativos. Por eso su valor es o debería ser únicamente el de una guía erudita, capaz de enriquecer la biblioteca lingüística subjetiva, de indicar el camino de la excelencia y de la mayor fertilidad posible en el uso de las herramientas, los recursos, los mecanismos, sus aptitudes y límites intrínsecos, no arbitrarios.
Habitualmente, los hablantes se toman todas las libertades con su propia lengua. Juegan con ella como se juega entre hermanos. Pero no lo hacen por banalidad o capricho. El idioma permanece a condición de la inestabilidad. Si se queda quieto mucho tiempo, muere por esclerosamiento. Por eso no es una mera postura ideológica proponer “Toda libertad en el habla“ y que la autoridad académica se utilice donde debe estar: abonando y sembrando en las instituciones educativas y los medios de información —que, a su manera, funcionan como instituciones educativas—, pero fuera de allí que se llame a silencio. Si esta transformación en alguna futura sociedad se cumple, probablemente vayan a aparecer adefesios lingüísticos. No importa. Asomarán lingüistas y hablantes inclusivos, exclusivos, sectarios, estrafalarios, comedidos, impertinentes. No importa. Serán modas pasajeras, serán clisés politizados, serán formulismos superficiales. No importa.
Lo único que importa es defender la estrechísima hilera de baldosas por donde pasamos con esa pancarta con la palabra LIBERTAD (así de la igualdad y de la fraternidad no tengamos más que la esperanza) que nunca vamos a dejar de levantar, con esa bandera que nunca vamos a desechar frente a los popes de las academias, las dictaduras nacionales, las opresiones extranjeras, las invasiones imperiales. Es apenas una hilera de baldosas. Pero cada uno elige caminar por ahí con su habla a cuestas. Y en esa medida y en ese momento es libre, libre de oponerse a lo que considera que lo oprime.

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