miércoles, 7 de agosto de 2019

El Banco Central y un retorno a sus orígenes




por Alejandro Guerrero



 A partir de noviembre el Fondo Monetario Internacional tendrá su despacho en el Banco Central de la República Argentina. Según publicaron todos los medios, el jamaiquino Trevor Allayne se sentará allí y será “el principal responsable de monitorear día a día si el gobierno cumple con las metas del ‘doble cero’: equilibrio fiscal y expansión monetaria”. Así, aun desde el punto de vista formal, la Argentina queda convertida en una colonia financiera. No es novedoso: se trata, después de todo, de un regreso a los orígenes.
“Yo soy del 30 de Buenos Aires / cuando a Carlitos se lo llevaron /yo soy del 30 de Buenos Aires / cuando a Yrigoyen lo empaquetaron”, dice el tango. En verdad, como ha explicado alguna vez Enrique Piglia en sus charlas sobre Borges, ese Buenos Aires de los 30 y de los 40 jamás existió salvo para una pequeña franja, la que amanecía entre el humo de los puros y el champán de Armenonville (aunque ya había cerrado en los 30) u observaba, cuando despuntaba el sol, “las migas de medialuna sobre el mármol helado / mientras una mujer absurda come en un rincón”. Un Buenos Aires impostado, irreal, alejado de las enormes luchas obreras, de los golpes de Estado, de la represión, del “fraude patriótico”, de aquella CGT recién fundada cuya primera declaración fue apoyar a la dictadura de Uriburu… y de la creación del Banco Central de la República Argentina por imposición y orden de Su Graciosa Majestad.
Ocurrió en 1935. La Gran Depresión se sentía fuertemente en estas pampas aunque empezaba a ceder en el mundo gracias a la industria de guerra, a la carnicería gigantesca que se preparaba: “Algo debe estar mal en un sistema que para darle trabajo a la gente necesita incendiar el mundo”, dice un personaje de Segunda generación, de Howard Fast. Fue por entonces que la Caja de Conversión (esa antecesora del 1 a 1 con el dólar de Domingo Cavallo) creada por Carlos Pellegrini, y que permitía convertir cada billete de papel en su equivalente en oro, ya no podía sostenerse. Tampoco podía sostenerse como hasta entonces el dominio inglés sobre estos pagos: Londres había salido de la Gran Guerra como el gran deudor del mundo y, en la Argentina, quería por ejemplo desprenderse de los ferrocarriles que, a esa altura, de instrumento de dominación se habían transformado para la Corona en un incordio (sería el gobierno de Juan Perón el que cumpliría el plan de compra de esos ferrocarriles, a precio de oro, según el plan diseñado por el agente inglés Raúl Prebisch).
Y fue Prebisch, precisamente, el primer gerente general del Banco Central, por el cual el debilitado imperio inglés procuró sostener aquí una estabilidad monetaria —de acuerdo con las necesidades de Londres— que comenzaba a volverse imposible, barrida por la crisis. En principio, Inglaterra necesitaba salir del patrón oro, de la convertibilidad, porque Estados Unidos ya era el principal tenedor de metales preciosos y el dominio del oro era parte de su propio dominio. (Buenos Aires, a todo esto, ya discutía cada vez más aceleradamente la necesidad de cambiar de metrópoli, de mudar del amo inglés al amo norteamericano con la menor cantidad posible de sacudones).
Ya en 1917 la presidencia de Hipólito Yrigoyen había propuesto constituir un banco central que llevara el nombre de Banco de la República, de capitales únicamente estatales, que se encargara de emitir moneda, bonos y títulos, además de fomentar el crédito comercial, industrial y agrario, y determinar la política de redescuentos de letras y pagarés, que era la forma usual de crédito en esos tiempos. Además, ese banco estatal se encargaría de regular la masa monetaria y el volumen de créditos en tiempos de recesión y crisis. Ese propósito yrigoyenista nunca prosperó: el Senado lo trasladó a su Comisión de Hacienda, que jamás llegó a tratarlo. Mientras tanto seguía funcionando la Caja de Conversión, que hacía depender la política monetaria nacional de las existencias de oro, de los saldos internacionales del metal y de la suerte de las cosechas, todo a la conveniencia de una Inglaterra definitivamente decadente. Yrigoyen insistió con su propuesta en 1919 con igual suerte. El asunto llegó a la Corte Suprema, que por mayoría lo rechazó en 1921.
Diez años más tarde, en medio de la peor crisis capitalista del siglo y cuando Inglaterra ya no podía con su deuda ni con sus dominios de ultramar, Londres ordenó a la Argentina (gobernaba la dictadura de José Félix Uriburu, que había derrocado a Yrigoyen el año anterior), que se creara el Banco Central. Necesitada de centralizar los instrumentos monetarios, crediticios y cambiarios de su colonia argentina, Inglaterra dispuso la creación de ese banco mediante un proyecto redactado en inglés por Otto Niemeyer, funcionario del Banco de Inglaterra.
Finalmente, el proyecto se aprobó en 1935, bajo el gobierno del “fraude patriótico” que dirigía entonces el general Agustín Pedro Justo. El texto de creación del BCRA, obra de Prebisch, decía que su propósito era “mantener el valor de la moneda, adecuar los medios de pago, aplicar la ley de bancos y operar como agente financiero del Estado”. La nueva entidad se integró con capitales mixtos, nacionales y extranjeros, y siempre obedeció a las necesidades de sus accionistas, en su mayoría ingleses. Es más: casi todo el directorio del Central estuvo originariamente integrado por británicos, y una de sus primeras medidas fue rescatar parte de la deuda soberana del país con reservas nacionales.
Ahora, en una situación peor que la de mediados de los años 30, se vuelve a aquellos orígenes: el Banco Central, la política monetaria y crediticia de la Argentina, ha quedado en manos de una potencia supranacional. Una colonia hasta desde el punto de vista formal. He ahí la entidad que Alberto Fernández y Néstor Pitrola discuten, cada uno por su lado, cómo “capitalizar”. Como si don Alfredo Palacios hubiera vuelto a sus andadas.

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