por Alejandro Guerrero
“Yo soy del 30 de Buenos Aires / cuando a Carlitos se lo
llevaron /yo soy del 30 de Buenos Aires / cuando a Yrigoyen lo empaquetaron”,
dice el tango. En verdad, como ha explicado alguna vez Enrique Piglia en sus
charlas sobre Borges, ese Buenos Aires de los 30 y de los 40 jamás existió
salvo para una pequeña franja, la que amanecía entre el humo de los puros y el
champán de Armenonville (aunque ya había cerrado en los 30) u observaba, cuando
despuntaba el sol, “las migas de medialuna sobre el mármol helado / mientras
una mujer absurda come en un rincón”. Un Buenos Aires impostado, irreal,
alejado de las enormes luchas obreras, de los golpes de Estado, de la
represión, del “fraude patriótico”, de aquella CGT recién fundada cuya primera
declaración fue apoyar a la dictadura de Uriburu… y de la creación del Banco
Central de la República Argentina por imposición y orden de Su Graciosa
Majestad.
Ocurrió en 1935. La Gran Depresión se sentía fuertemente en
estas pampas aunque empezaba a ceder en el mundo gracias a la industria de
guerra, a la carnicería gigantesca que se preparaba: “Algo debe estar mal en un
sistema que para darle trabajo a la gente necesita incendiar el mundo”, dice un
personaje de Segunda generación, de
Howard Fast. Fue por entonces que la Caja de Conversión (esa antecesora del 1 a
1 con el dólar de Domingo Cavallo) creada por Carlos Pellegrini, y que permitía
convertir cada billete de papel en su equivalente en oro, ya no podía
sostenerse. Tampoco podía sostenerse como hasta entonces el dominio inglés
sobre estos pagos: Londres había salido de la Gran Guerra como el gran deudor
del mundo y, en la Argentina, quería por ejemplo desprenderse de los
ferrocarriles que, a esa altura, de instrumento de dominación se habían
transformado para la Corona en un incordio (sería el gobierno de Juan Perón el
que cumpliría el plan de compra de esos ferrocarriles, a precio de oro, según
el plan diseñado por el agente inglés Raúl Prebisch).
Y fue Prebisch, precisamente, el primer gerente general del
Banco Central, por el cual el debilitado imperio inglés procuró sostener aquí
una estabilidad monetaria —de acuerdo con las necesidades de Londres— que
comenzaba a volverse imposible, barrida por la crisis. En principio, Inglaterra
necesitaba salir del patrón oro, de la convertibilidad, porque Estados Unidos
ya era el principal tenedor de metales preciosos y el dominio del oro era parte
de su propio dominio. (Buenos Aires, a todo esto, ya discutía cada vez más
aceleradamente la necesidad de cambiar de metrópoli, de mudar del amo inglés al
amo norteamericano con la menor cantidad posible de sacudones).
Ya en 1917 la presidencia de Hipólito Yrigoyen había
propuesto constituir un banco central que llevara el nombre de Banco de la
República, de capitales únicamente estatales, que se encargara de emitir
moneda, bonos y títulos, además de fomentar el crédito comercial, industrial y
agrario, y determinar la política de redescuentos de letras y pagarés, que era
la forma usual de crédito en esos tiempos. Además, ese banco estatal se
encargaría de regular la masa monetaria y el volumen de créditos en tiempos de recesión
y crisis. Ese propósito yrigoyenista nunca prosperó: el Senado lo trasladó a su
Comisión de Hacienda, que jamás llegó a tratarlo. Mientras tanto seguía
funcionando la Caja de Conversión, que hacía depender la política monetaria
nacional de las existencias de oro, de los saldos internacionales del metal y
de la suerte de las cosechas, todo a la conveniencia de una Inglaterra definitivamente
decadente. Yrigoyen insistió con su propuesta en 1919 con igual suerte. El asunto
llegó a la Corte Suprema, que por mayoría lo rechazó en 1921.
Diez años más tarde, en medio de la peor crisis capitalista
del siglo y cuando Inglaterra ya no podía con su deuda ni con sus dominios de
ultramar, Londres ordenó a la Argentina (gobernaba la dictadura de José Félix
Uriburu, que había derrocado a Yrigoyen el año anterior), que se creara el
Banco Central. Necesitada de centralizar los instrumentos monetarios, crediticios
y cambiarios de su colonia argentina, Inglaterra dispuso la creación de ese
banco mediante un proyecto redactado en inglés por Otto Niemeyer, funcionario
del Banco de Inglaterra.
Finalmente, el proyecto se aprobó en 1935, bajo el gobierno
del “fraude patriótico” que dirigía entonces el general Agustín Pedro Justo. El
texto de creación del BCRA, obra de Prebisch, decía que su propósito era “mantener
el valor de la moneda, adecuar los medios de pago, aplicar la ley de bancos y
operar como agente financiero del Estado”. La nueva entidad se integró con
capitales mixtos, nacionales y extranjeros, y siempre obedeció a las
necesidades de sus accionistas, en su mayoría ingleses. Es más: casi todo el
directorio del Central estuvo originariamente integrado por británicos, y una
de sus primeras medidas fue rescatar parte de la deuda soberana del país con
reservas nacionales.
Ahora, en una situación peor que la de mediados de los años
30, se vuelve a aquellos orígenes: el Banco Central, la política monetaria y
crediticia de la Argentina, ha quedado en manos de una potencia supranacional. Una
colonia hasta desde el punto de vista formal. He ahí la entidad que Alberto
Fernández y Néstor Pitrola discuten, cada uno por su lado, cómo “capitalizar”. Como
si don Alfredo Palacios hubiera vuelto a sus andadas.
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