viernes, 9 de noviembre de 2018

El camino por la Puna de don Juan Lavalle

El amor de Damasita Boedo





por Ana María Pérez



Camino a la Puna jujeña, en un lugar entre Tres Cruces y La Quiaca vivía doña Isabel Mamani. Decían que tenía como cien años, ni ella lo sabía con exactitud. Don Cosme era el guía de aquel hombre que decía ser escritor y andaba averiguando sobre una historia que quería escribir. Un dato que había obtenido en Tucumán debía ser corroborado por esa viejita.
El camino se volvió agotador. Habían pasado de Humahuaca y el paisaje se hacía cada vez más árido. Ya ni siquiera se veían esos cactus, centinelas de los cerros según los lugareños. Piedra y algunos guijarros más la altura, el sol quemaba al mediodía y la noche congelaba. Entendió el hombre buena parte de la historia que perseguía.
Don Cosme conocía varios ranchos en la región y a la noche se acercaban para pedir refugio y provisiones. Él era pariente de casi todos por allí. Los recibían en silencio y compartían lo poco que tenían a cambio de unas monedas. Sólo cuando el forastero explicaba la causa de su búsqueda empezaba la charla. Todos conocían o decían conocer a alguien que fue con ellos.
—Por acá todos saben bien lo que le pasó a Juan Lavalle y a la Damasita Boedo. El que no, cobijó al cadáver del hombre y a sus soldados, y los acompañó un trecho. Y esa vieja que usted busca era la mucama desde chiquita de la Damasita y se vino con ella desde Salta.
Por suerte Don Cosme era conversador y matizaba el viaje con sus narraciones y con sus acullicos de coca o dientes de ajo para que pase el apunamiento.
Después de tres días de viaje a lomo de mula desde Jujuy llegaron a una especie de oasis en medio de los cerros. Vieron unos álamos doblados por los vientos y algunos corrales con unas pocas ovejas y cabras. Según bajaban hacia el rancho de adobe se veían plantas y una pequeña huerta. Cerca, un arroyo.
Salió a recibirlos doña Isabel, muy amable.
—Pase hombre, pase. Acá hay poco que ofrecer pero buena voluntá— Y comenzó a contar su historia.
—Me llevó mi tío a Salta pa'trabajar con los Boedo. Este rancho era de mi papá, éramos muchas bocas pa’ comer y poco pa'dar. Así nos fuimos a Salta o Jujuy a servir. Yo tenía que acompañar a la Damasita. Éramos casi de la misma edá pero ella era más corpulenta que yo. Muy linda, con esos ojitos celestes como el cielo y su pelo rubio. Ella me enseñó a leer y escribir.
Mientras contaba su historia preparaba unos mates y unos trozos de pan.
—Allá, en esa finca de los Boedo, trabajaba también una prima de mi mama, la Amanda Mamani. Era la cocinera y las que nos mandaba a todas las sirvientas. Ella me cuidaba a mí y yo a la Damasita. Se reía y mostraba su boca grande, desdentada, mientras seguía por largo rato mirando el fuego.
—La tía Amanda tenía un hijo, el Juliancito, que fue después mi marido. Él era hijo de unos vecinos de los Boedo. La tía, cuando era chica, también tuvo que ir a trabajar igual que yo. Estaba sirviendo en una finca vecina de los Boedo, y el hijo de los patrones la agarró a la fuerza. Ahí quedó preñada, cuando la patrona le vio la panza le preguntó de quién era el crío. Le dijo la verdá y la echó cuando fue a parir. Con el crío en brazos estaba llorando en la recova frente a la plaza. La patrona la vio y se la llevó pa'que cocine y sabía cocinar rico. Otra vez la sonrisa desdentada y el rato de ausencia.
Entonces el escritor, ya ansioso por llegar a la parte del relato que buscaba, la interrumpió para ir al grano.
—¿Usted sabe qué pasó con Lavalle y Damasita?
La vieja se despertó de su sueño de recuerdos y ofendida le contestó;
—Usted, jovencito ¿qué se cree? Yo volví a este lugar acompañándolos cuando los soldados de ese Rosas lo buscaban a Lavalle. Mire, se dijeron tantas cosas. Que él la robó, que  la familia la mandaba para matarlo al general en venganza porque él había matado a su primo que era federal. Lo cierto es que ellos se enamoraron apenas se vieron. Ella lo quiso acompañar, estaba durmiendo con él la noche que lo mataron en esa casona de Jujuy. Juliancito trabajaba con los unitarios de Lavalle así que los dos nos vinimos para acá acompañándolos. Yo vi cómo sufrió ella con su muerte y cuando tuvimos que salir con el muerto huyendo de los federales.
Allí otra pausa y otra ausencia. Cien años dicen que tenía. Llegó entonces una jovencita que vivía con la vieja, una nieta que era pastora. Ya atardecía y volvía con su huso hilando la lana que cambiarían luego por harina, yerba y azúcar. La vieja se despabiló al oírla llegar y siguió.
—Cuando lo mataron al general el soldado que quedaba a cargo de la partida le dijo a la Damasita que se vuelva a Salta… ¿Y sabe quú le contestó ella? “Una mujer de mi posición social que hizo lo que yo hice, no puede volver a su sociedad sin ser repudiada” Así que seguimos viaje con el muerto. Llegamos a Tilcara y ahí lo velaron al hombre. Al alba tuvimos que seguir porque les avisaron que los otros estaban llegando. Al mediodía, con ese sol que raja la tierra, el muerto hedía así que a orilla del río grande, en Huacalera, se lo descarnó, se puso los huesos y el corazón en una urna con no sé qué menjunje y a la carne la enterraron. Ella, pobrecita, era un desastre llorando, toda insolada con esa piel tan blanca. Cuando llegamos acá descansamos un rato. Yo ya no podía seguir porque estaba preñada. Ella se fue con los hombres hasta el Potosí. De ahi no la vi nunca más pero me escribió una vuelta y me mandó unos regalos con unos de mis changos que trabajaba en Salta. Ella fue a ver a su madrecita enferma y dicen que estaba más linda que nunca.
Buena parte de la información que buscaba el escritor estaba en ese relato. Faltaba saber qué destino corrió después la Damasita. Ya era entrada la noche. La viejita se dormía en su hamaca y era hora de descansar. Al día siguiente vería qué otro dato lograba.
Esa noche poco pudo dormir por la emoción de encontrar a esta mujer que revolvía entre sus recuerdos experiencias oscuras y dolorosas, contadas con orgullo. Una espectadora viviente de hechos sangrientos de la historia. Sin embargo poco más tendría para agregar ya que doña Isabel Mamani no siguió siendo testigo. Sólo el relato del relato de algunos que pasaban y se llegaban a saludarla, los hijos que se fueron  cuando en algún acontecimiento regresaban,  traían los chimentos de la ciudad. Esa hamaca vienesa que tanto atesoraba, algunos cacharros de cocina y un hermoso armario con gran espejo era una carga de regalos enviada por Damasita después de un tiempo de peregrinar por el Alto Perú y terminar en Chile, con un amante muy rico, un tal Billinghurst que Isabel Mamani no conoció.
Su vida continuó en el lugar donde había iniciado con más experiencias de las que cualquier mujer de allí podría siquiera imaginar. Así entendió el joven escritor que con esos datos terminaba su incursión por aquellos largos, solitarios, polvorientos rincones de la Puna.

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