por Silvia Coronel
El niño muerto
Una corriente fría partió el
calor de noviembre en el noroeste de la ciudad de Santa Fe: un niño
había sido muerto a golpes en su hogar. Un hogar que, como tantos, se había
convertido en lugar de muerte casi casual.
Tomás se llamaba el chico. Iba a primer grado.
Aquella mañana los maestros pusieron la bandera a media asta
¿Qué otra cosa se les podía ocurrir?
El sol blanquea las calles de
tierra bordeadas de veredas desparejas. Sobre ellas se han ido acomodando
las casuchas. Ahí se sobrevive de
changas y rebusques. A veces el rebusque es quedarse con algo ajeno, como sea.
Frente a la puerta de la escuela
la ronda de madres se rozaba, como para comprobar que seguían vivas, y su
parloteo se encimaba.
Eva, de piel cetrina, obesa, con
sus brazos cruzados, reunía toda la atención porque había sido testigo de
primera mano.
“… golpié y no me atendían y yo
escuchaba que adentro la hermanita, la Leila, no dejaba de llorar, Entonces entré
y vi al nene tirado en la cama, todo
moreteado. Le salía un líquido por la
boca y tenía los ojitos abiertos, como
mirando el techo por donde se le habrá ido el almita, que Dios lo tenga en
gloria pobre angelito. La madre, sentada en una silla al lado de la cama, lo
miraba y le espantaba las moscas. Me dijo que estaba esperando que despierte, que
al Mingo se le había ido la mano. La que salió espantada fui yo, direto a llamar al 911 ¡Qué ambulancia ni ocho
cuartos! Se notaba que el nene estaba muerto de hacía rato. Cuando llegó la
policía la Dalila ya no estaba. La nena, que también estaba toda golpeada, no
quería soltar el cuerpito del hermanito. Se llevaron a los dos. A los hijos de
puta los agarraron más tarde, a los dos juntos. Al Mingo lo conozco de chico, es del barrio; ella
no, vino de un pueblo con los dos hijos.
No, no eran de él… ¿que cuál es Mingo? Es el mayor de los Giménez, el que cartoneaba
de chico con el padre, sí… que lo hacía trotar al lado del carro con los perros.
Sí, sí, a los rebencazos lo llevaba al Mingo, hasta que se le rebeló y se fue
por ai. Vivió en la calle un tiempo, dos por tres salía de alguna comisaría
hecho hilacha y ahora dio con ésta… No entiendo cómo le fue a pegar así a esa
criaturita… la hija de puta era ella; yo
supe verla cuando les castigaba, les daba golpes como para atravesarles los cuerpitos, como si le pegara
a otra cosa con furia... ¡Qué podría hacerle un chiquito! ¡Seis añitos, por Dios!
¿Viste la carita de ese nene lo que era? Una dulzura. Mirá, hace como un año el
juez se los había sacado; fue una noche después que les había dado tal paliza que los nenes se fueron y anduvieron caminando por ai hasta que una policía los encontró y los llevó al hospital… Después que les
curaron los golpes los mandaron con unos parientes de ella en un pueblo; ¡A la
“señooora” la mandaron a una psicóloga! A
principio de año ya estaban de nuevo en Santa Fe y hace un par de meses de
nuevo con ella. La verdá no sé qué hacen estos jueces, volver a poner a esas
criaturas en la boca del lobo...”
El asiento de Tomás no quedó
vació: en él se sentó la muerte, que apagó los colores de los carteles y
dibujos colgados en la pared. Los niños descubrían lo ya sabido: te pueden
matar de una paliza.
De poco sirven los abrazos de
porteras y maestras, que naufragan en esos ojitos anegados.
Las cicatrices se develan en
laberintos de burocracia por donde desaparecen vidas de niños. O de maestras.
Después empezaron a hablar de lo
apremiante: juntar los pesos para velar a Tomás, aunque sea en una caja de
cartón.
Silvia
Coronel
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