miércoles, 14 de noviembre de 2018

El Pozo




por Laura Trombetta



El tiempo era simple para Elías. Su pueblo, como tantos… Lo singular era la fuente. El trabajo de Elías, ocuparse de ella. En medio de la avenida principal. Frente a la Catedral y la Municipalidad. Nadie sabía como llegó ahí, ni quién la había colocado. Un lugar impropio. Por las tardes, cuando alguien hundía sus manos en ella, el agua se coloreaba. Azul para los enamorados. Amarillo para los solitarios. Rojo para los egoístas. Verde para los saludables. Violeta para los envidiosos. Negro para los amargados. Así los habitantes eran descubiertos en sus miserias y bondades. Nadie ponía las manos allí en presencia de otros.
Una tarde, la primera visitante fue una niñita. El agua no tomó ningún color especial. Agua, sólo agua, incolora… Nadie sabía por qué representaba. Los vecinos se reunieron y durante semanas aquello fue tema de discusión. Que la pureza. Que la virginidad. Que la inocencia. Que la ingenuidad… Nadie más que la niña se acercó. Todas las tardes jugaba y hundía sus manitos. Sola. Todo el pueblo estaba feliz. Todos espiaban. Una tarde de mayo, la niña no apareció. Con el Intendente a la cabeza, una gran muchedumbre se encaminó hacia su casa. Y allí, en una de las habitaciones, sobre la cama de sus padres, reposaba. Los ojos cerrados. Sus padres, entrelazadas las manos, lloraban en silencio. La mañana siguiente, todo el pueblo acompañó el cortejo hasta el cementerio. Nadie volvió a la fuente. Elías la tapió.

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