por Laura Trombetta
El tiempo era simple para Elías. Su pueblo, como tantos… Lo
singular era la fuente. El trabajo de Elías, ocuparse de ella. En medio de la
avenida principal. Frente a la Catedral y la Municipalidad. Nadie sabía como
llegó ahí, ni quién la había colocado. Un lugar impropio. Por las tardes, cuando
alguien hundía sus manos en ella, el agua se coloreaba. Azul para los
enamorados. Amarillo para los solitarios. Rojo para los egoístas. Verde para
los saludables. Violeta para los envidiosos. Negro para los amargados. Así los
habitantes eran descubiertos en sus miserias y bondades. Nadie ponía las manos
allí en presencia de otros.
Una tarde, la primera visitante fue una niñita. El agua no
tomó ningún color especial. Agua, sólo agua, incolora… Nadie sabía por qué
representaba. Los vecinos se reunieron y durante semanas aquello fue tema de
discusión. Que la pureza. Que la virginidad. Que la inocencia. Que la
ingenuidad… Nadie más que la niña se acercó. Todas las tardes jugaba y hundía
sus manitos. Sola. Todo el pueblo estaba feliz. Todos espiaban. Una tarde de
mayo, la niña no apareció. Con el Intendente a la cabeza, una gran muchedumbre
se encaminó hacia su casa. Y allí, en una de las habitaciones, sobre la cama de
sus padres, reposaba. Los ojos cerrados. Sus padres, entrelazadas las manos,
lloraban en silencio. La mañana siguiente, todo el pueblo acompañó el cortejo
hasta el cementerio. Nadie volvió a la fuente. Elías la tapió.
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